Ilustraciรณn: Clara Leรณn

Adolescencia quemada

Aร‘ADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Hay un concierto por cada verano de mi adolescencia. Se han convertido en tรญtulos que individualizan las secciones de una novela. Estรก el verano de los Guns N’ Roses, el de los Judas Priest en Zaragoza, el de Rosendo y Reincidentes… Los recuerdo con detalle; recuerdo los dรญas previos, quiรฉnes fueron los teloneros, la ropa que escogรญ para la ocasiรณn e incluso el nombre del gigantesco desconocido que me encaramรณ a sus hombros para que viera mejor el escenario. Acorde con esta dinรกmica, el verano de mis dieciocho aรฑos –el que considero el รบltimo de mi adolescencia– estaba llamado a ser el verano de Bob Dylan, pero a la larga Bob Dylan quedรณ eclipsado por el recuerdo de un accidente.

Hoy, apenas conservo flashes. Necesito recurrir al รกlbum fotogrรกfico y al testimonio ajeno para reconstruir aquel concierto. Sรฉ que en el viaje de ida en autobรบs mi mejor amigo y yo hacรญamos apuestas sobre quiรฉn era capaz de recitar mรกs versos seguidos de la canciรณn interminable sobre el boxeador Rubin Carter. Probablemente ganรณ รฉl, que siempre ha tenido mejor memoria, pero estoy especulando. Al salir del autobรบs, alguien tarareaba “Queen Jane Approximately” y tengo entendido que aquello fue lo mรกs cercano a una melodรญa que distinguimos en toda la noche, porque la playa estaba hasta los topes y Bob Dylan, a una distancia equiparable al horizonte, se obstinรณ en multiplicar la confusiรณn disfrazando cada tema con versiones irreconocibles. Al llegar a la playa, tendimos toallas y cavamos un agujero estrecho y profundo en la orilla que hiciera las veces de cubitera, pero cuando finalizรณ el concierto con “Like a Rolling Stone” –me cuentan que la distinguimos por los coros del pรบblico mรกs cercano al escenario; es decir: en desafinado y diferido–, nuestras botellas estaban reblandecidas y sobre el lรญquido reposaba un vapor siniestro como la bruma que empaรฑรณ el amanecer en la costa, pero mรกs tรณxico.

En el futuro, cuando Bob Dylan ya no exista y su figura se haya vuelto mรญtica, indemne al desprestigio al que condenan las miserias de este mundo –por ejemplo: anuncios de entidades bancarias–, mis amigos se recrearรกn con la anรฉcdota de aquel concierto como nuestros padres se han recreado siempre con sus batallitas de la mili, o nuestros abuelos con alguna de las guerras de su siglo, pero yo no podrรฉ hacerlo. La รบnica imagen nรญtida que guardo de aquella noche es la de unos baรฑistas extranjeros que se adentraron en el mar, desnudos, creyรฉndose a salvo en la oscuridad de la orilla, y fueron alumbrados como delincuentes –sus culos blanquรญsimos salpicados por las olas– con las linternas implacables de la policรญa, que habรญa prohibido el baรฑo por razones de seguridad.

A la larga, nuestra memoria se vuelve un disco duro listo para el desguace y su buscador rudimentario funciona a base de hitos. En caso de solapamiento, vence el shock. De modo que acabarรฉ olvidando a Bob Dylan por completo –su recuerdo es ya tan difuso como el de las posturas crispadas de aquellos guiris en el instante en que fueron descubiertos– en pos de un suceso que, en cualquier caso, estรก fรญsicamente protegido contra la desmemoria, porque las cicatrices perduran, como tatuajes que nos infligimos sin alevosรญa. Las mรญas tienen formas caprichosas. Ya no son tan oscuras como durante los primeros aรฑos; sus contornos se han desdibujado y ha vuelto a crecer el vello, si bien muy fino. Para describirlas mejor, tomo un rotulador de punta gruesa y delimito los bordes. La peor parte se la llevรณ mi espinilla izquierda. La tinta revela un diseรฑo cartogrรกfico en ella; un archipiรฉlago. La cicatriz mรกs grande y alargada parece Madagascar. A su izquierda hay cinco islotes de orografรญa irregular. Conservo algunas otras, mรกs solitarias –probablemente desiertas–, en los antebrazos. Al principio quise borrarlas; ahorrar dinero y someterlas al lรกser. Hoy me parece una idea ridรญcula. Estas marcas son tan lรญcitas como cualquiera de mis tatuajes. De hecho, como atestiguan la experiencia de quemarse para contarlo, me libran de la tentaciรณn de un ave fรฉnix de tinta inyectada, tan de moda entre los acรณlitos de la aguja.

Nada me hacรญa mรกs feliz en la adolescencia que aquellas semanas de agosto en las que mis padres se iban de vacaciones dejรกndome la casa libre. Su ausencia coincidรญa con fiestas de Bilbao y mi cocina se volvรญa el centro de operaciones de nuestra cuadrilla. Siempre habรญa bolsas de plรกstico vacรญas sobre la mesa, cartones de vino en la nevera y fruta podrida en los cestos que con tanto mimo habรญan surtido mis padres antes de irse. Vivรญamos frente a la plaza de toros y, en una ocasiรณn, mis amigos se asomaron a la terraza y arrojaron varios melocotones prรกcticamente deshechos por el moho al recinto anterior al ruedo, donde se agolpaban, con sus mejores galas, los mejores de la sociedad bilbaรญna. “Come bien y no salgas el dรญa de las banderas”, me repetรญan mis padres por telรฉfono. Era costumbre que el viernes de Aste Nagusia se dieran enfrentamientos entre policรญa y manifestantes con motivo de la tradicional izada de banderas –vasca y espaรฑola– en el ayuntamiento. El acto se aboliรณ al aรฑo siguiente, pero mi padre, cuya memoria rebota en los veranos de la Transiciรณn como una saltarina pelota antidisturbios, sigue mostrรกndose inquieto cada vez que llega este dรญa. Procuro quedarme en casa para no inquietarlo; tambiรฉn lo hice en aquella ocasiรณn. Comprรฉ cerveza y llamรฉ al que por entonces era mi novio –o igual ya no lo era, soy incapaz de recordar mi cronologรญa sentimental de aquellos meses– para que viniera a hacerme compaรฑรญa.

Acabo de recordar que la fachada de nuestro edificio llevaba meses en reparaciรณn y se podรญa acceder al andamio a travรฉs de la ventana del cuarto de mi madre. Por las noches, me gustaba encaramarme a alguno de los descansillos de la estructura y fumar sobre el abismo, como si fuera uno de los obreros en la famosa fotografรญa tomada durante la edificaciรณn del Empire State. Agitaba los pies, pataleaba en el aire; sentรญa la gravedad y tentaba a la suerte. Alguna noche particularmente cรกlida de aquel verano salimos a emborracharnos al andamio y, al regresar al interior de la casa, trastabillรฉ; a punto estuve de caer. Pero aquel aviso no bastรณ para intimidarme, porque a los dieciocho aรฑos aรบn nos creemos inmortales, y las cosas graves siempre les pasan a otros, mรกs viejos y menos guapos que nosotros.

Cuando llegรณ mi novio, revolvimos la despensa en busca de algo que cenar y solo encontramos una caja de croquetas congeladas y dos o tres patatas a las que comenzaban a crecerles bonsรกis. Llenamos con medio litro de aceite la sartรฉn mรกs profunda que encontramos y dio comienzo la fritanga. La temperatura era asfixiante; por mucho que abriรฉramos la ventana, el humo que despedรญa el aceite hirviendo se mezclaba con el aire caliente del exterior y apenas se podรญa respirar. Yo estaba descalza y en bragas. Hacรญa dรญas que no limpiaba los fuegos y cuando en un gesto brusco, รฉl golpeรณ el mango de la sartรฉn, esta se resbalรณ como un pedazo de mantequilla. Cayรณ directamente sobre mis pies.

Tardรฉ unos segundos en gritar y cuando lo hice me pareciรณ algo falso, algo que hacรญa por convenciรณn. Este recuerdo me retrotrae a una historia sobre mi infancia que he escuchado infinidad de veces. Mi madre afirma que cuando tenรญa dos o tres aรฑos nunca lloraba. Me tropezaba y rasguรฑaba con una indiferencia pasmosa. Como mucho, dirigรญa una mirada empรญrica, un poco alucinada, a mis nuevas heridas y buscaba, quizรกs como antes he hecho con las marcas de mis piernas, el tipo de dibujo que inscribรญan en mi piel. Un dรญa, a la entrada de un bar, tropecรฉ y caรญ sobre unos cascotes rotos que me abrieron un par de cortes profundos en las manos. Permanecรญ en silencio, de rodillas, ensimismada con la sangre, hasta que mi madre me encontrรณ y sus gritos me espantaron. Comencรฉ a llorar, a un volumen que parecรญa querer competir con el ataque de nervios de mi madre y desde entonces (es un decir) no he parado.

Tras el pรกnico inicial y una vez hube reprimido mis gritos de actriz de serie b, corrรญ al cuarto de baรฑo y me metรญ con ropa en la baรฑera. El agua frรญa resbalaba aprisa sobre la pรกtina de aceite que me cubrรญa prรกcticamente entera, dejando gotas redondas como burbujas. Me enjabonรฉ y con el primer aclarado, la piel apareciรณ de un rojo brillante, como si apenas me hubiera quemado con el sol. Repetรญ la operaciรณn y, al pasar la esponja por mis piernas, hallรฉ obstรกculos. Comenzaban a inflarse las primeras ampollas. De camino al hospital, crecieron como setas blancas, sobre todo entre los dedos de mis pies, que se habรญan hinchado tanto que no cabรญan en las sandalias. Las quemaduras mรกs profundas no fueron tan escandalosas. La piel, simplemente, se ennegreciรณ. Estaba muerta –capa tras capa– y una enfermera tosca me la arrancรณ frotรกndome con una especie de lija. Se desprendรญa en lรกminas finas que recordaban al papel de fumar, al papel biblia, a gotelรฉ echado a perder por la humedad. Cuando terminรณ, descubrรญ con asombro que en algรบn momento me habรญan colocado una vรญa en la mano izquierda. Me acordรฉ de un capรญtulo del Doctor House en el que este se clavaba un abrecartas en la mano para ahuyentar el dolor de su pierna mala. Solo el dolor distrae al dolor. Y los sedantes. Me vendaron piernas, brazos y pecho y, disfrazada de momia, dormรญ profundamente en un cubรญculo delimitado por cortinas en la uci. Al dรญa siguiente, me mandaron a casa.

Faltaban diez dรญas para que mis padres regresaran de sus vacaciones y no los quise alarmar. Estudiaba el programa de fiestas para mentirles convincentemente cuando me llamaran por telรฉfono. Hoy he estado en el concierto de Betagarri, les decรญa. Hoy hemos participado en un concurso de paellas. El resto del tiempo, lo pasaba en el sofรก bebiendo cerveza que, combinada con los calmantes, me mantenรญa en un estado de sopor permanente. No recibรญa demasiadas visitas. Mis amigos encadenaban resacas y mi novio –si acaso lo era– me deprimรญa profundamente con sus ojeras culpables. Si alguien quedรณ en shock –en tanto que entendemos el shock como agente de inmovilidad– fue รฉl; viรฉndolo incapaz de reaccionar y entendiendo que reaccionar era lo importante, lo habรญa dejado en casa mientras yo me dirigรญa al hospital. Ahora, lo corroรญan los remordimientos y ni siquiera el alcohol con nolotiles alejaba el desรกnimo que nos embargaba a ambos cuando estรกbamos juntos.

A veces, recordaba que aquellas eran mis รบltimas semanas en Bilbao –en octubre harรญa las maletas para Cรณrdoba, donde me habรญan concedido una beca– y lamentaba estar perdiรฉndomelas con mi encierro domiciliario. Ya entonces, el concierto de Bob Dylan pertenecรญa a otro plano temporal, a otra vida. Pero las pesadillas en las que me veรญa desfigurada no empezaron hasta el sexto dรญa tras el accidente, cuando me desvendaron.

Las curas me las realizaba a domicilio una mรฉdica cubana muy simpรกtica que bajaba al bar de la esquina a comprarme tabaco y me enumeraba los clichรฉs del inmigrante reciรฉn llegado. Odiaba la lluvia, los carteles bilingรผes de trรกfico, lo frรญo que estaba el mar en pleno agosto. Antes de que llegara, tenรญa que quitarme las vendas para ducharme y frotar mis piernas con una esponja que retirase la piel muerta. Me he dado cuenta de que el dolor no se recuerda y mucho menos se describe –es, por asรญ decirlo, irrepresentable–, pero sรญ puedo recrear la aprensiรณn, el color rosรกceo de la carne viva y la extraรฑeza que provocan los poros de la piel cuando no hay piel que los oculte; los miraba fijamente y parecรญan dilatarse por momentos, supuse que para respirar. De rodilla para abajo, parecรญa mรกs anfibia que humana.

Me explicaron que tal vez fuera necesario realizarme un injerto y que la operaciรณn consistirรญa en arrancarme carne del culo para implantarla en mi pierna. Pensรฉ que era una broma; ciencia ficciรณn de mal gusto, pero no lo era. Tenรญa que comer muchas proteรญnas para acelerar la regeneraciรณn celular. Mi amiga Ainhoa comenzรณ a visitarme a diario equipada con tuppers de pollo asado e insistรญa en que no desperdiciara ni la piel; daba un poco de asco, pero no tanto como la idea del injerto. Hace tiempo que dejรฉ de comer carne; me queda la duda de si fue o no el pollo lo que me salvรณ de pasar por cirugรญa.

Hay un relato de David Foster Wallace que no me vino a la mente entonces porque no lo conocรญa, pero que me ronda ahora y es curioso: traza una lรญnea de influencias entre el texto que un autor norteamericano –entonces vivo, ahora muerto y hecho mito– perpetrรณ en los noventa y el accidente que yo sufrรญ en el 2006; un accidente que recuerdo ahora, en el verano del 2014, y que al recordarlo por escrito, es ya ficciรณn. El cuento de Foster Wallace se titula “Encarnaciรณn de una generaciรณn quemada” y en รฉl una madre derrama por accidente una cacerola de agua hirviendo sobre su bebรฉ. Al escuchar los gritos, el padre se acerca a la cocina y actuando con rapidez y resoluciรณn, como actรบan los hombres, coloca al bebรฉ bajo el grifo de agua frรญa. Los piececitos del niรฑo estรกn al rojo vivo; parecen haberse llevado la peor parte, pero no se ha quemado el torso ni la cara. Pasan los minutos y algo raro se adivina, porque los alaridos del bebรฉ, lejos de mitigarse, son cada vez mรกs intensos. A medida que aumenta la impotencia de los padres, descubrimos el horror/error: no le han quitado los paรฑales. Durante todo este tiempo, ha estado recociรฉndose por dentro.

Hay cierta belleza en este cuento macabro, en su intento, siempre abocado al fracaso, de reproducir el dolor. Tambiรฉn da tรญtulo a una antologรญa de cuento norteamericano editada por Zadie Smith: “Generaciรณn quemada”. No lo digas, no hagas el chiste fรกcil, me regaรฑo, pero es imposible, me vence la tentaciรณn: desconozco si las generaciones se queman –el tรญtulo es un tanto efectista, en cualquier caso–, pero sรญ ocurre con las etapas, y la adolescencia, esa fase incรณmoda como un grano en continuo roce con las costuras, la quemรฉ de manera literal aquel verano, con aceite para fritos. Todo cuanto explica quiรฉn soy ahora –la identidad es una construcciรณn extraรฑa y se renueva por ciclos– estaba a punto de ocurrir. Darรญa comienzo unas semanas mรกs tarde, cuando la piel se regenerรณ y comenzaron los picores, y el dolor imposible al estirar las piernas porque el tejido incipiente se tensaba al extremo, como un traje mal cortado, un par de tallas menor de lo debido.

Volvรญ a pisar la calle para celebrar mi fiesta de despedida. Dejรฉ Bilbao, los bares de Iturribide con serrรญn en el suelo que venerรกbamos como templos, los amigos que son tan insidiosos como la propia familia –ni siquiera estamos convencidos de haberlos escogido– y sobre todo, dejรฉ de experimentar el mundo por el mero placer de la experiencia, sin la disociaciรณn enfermiza del escritor, que mientras vive ya estรก calibrando la forma que a posteriori resultarรก mรกs apropiada para narrar lo que vio. Ahora, el pasado no es mรกs que un laboratorio de experimentaciรณn y yo, que lo reconstruyo a mi antojo en textos como este, una cientรญfica loca con mala รฉtica. ~

 

 

 

 

+ posts

(Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De mรบsica ligera (451 Editores, 2009).


    ×

    Selecciona el paรญs o regiรณn donde quieres recibir tu revista: