Luigi Amara me entregó, hace unas semanas, Zugzwang, otro de los libros póstumos de Luis Ignacio Helguera (ciudad de México, 1962–2003). Lo tonsuré con el abrecartas (es un libro intonso que edita El tucán de Virginia) y lo empecé a hojear (y luego a leer) con disgusto y amargura, como si la sola existencia de ese libro fuese una victoria de la muerte, otra más de las pruebas irrefutables de la muerte, hace ya un lustro, de su autor. Pasado ese momento, los poemas recogidos en Zugzwang, algunos de los cuales Helguera dispuso para su publicación, me empezaron a gustar, en la misma medida en que me abandonaba, desarmado, al lugar común donde ocurre que la desaparición prematura (y además, trágica) de un poeta se transforma, gracias a un beso encantado que lo justifica de cuerpo entero, en un cambio en el signo de sus defectos, rescatados como virtudes del orden profético. Qué le vamos a hacer: los muertos hacen con nosotros lo que quieren.
Los editores decidieron reunir –según se lee en la noticia introductoria de Víctor Manuel Mendiola– no sólo los versos que Helguera les entregó sino aquellos que excluyó deliberadamente del libro proyectado, junto con otros dados por “inacabados”. Estamos ante una obra poética pequeña y cerrada: quizá sean los lectores a quienes no les tocó de cerca la vida y la muerte de Helguera quienes decidan si Antonio Deltoro tiene la razón cuando dice, en el prólogo, “que una parte considerable de nuestra mejor poesía de los años recientes” se encuentre en Zugzwang.
Crítico musical, autor de aforismos, compilador de la Antología del poema en prosa en México (FCE, 1993) y ensayista enamorado de pasearse ante las cumbres del pensamiento filosófico, Helguera dejó un ramillete de versos encantadores, algunos de los cuales he descubierto en Zugzwang. Antes, cuando leí Murciélago al mediodía (1997), sus poemas me parecían o fragmentos de una obra venidera o aforismos juiciosos. Ese libro es el mejor de los suyos, donde se observa con más detalle lo que él delimitaba como propio, los territorios del “escritor de corto aliento”: el ir y venir entre el poema en prosa, la greguería, el aforismo, el ensayo inglés, el cuento breve. Pensando con música (como pensaba Helguera), Murciélago al mediodía es una colección de bagatelas. Pensando con el ajedrez (materia de otro libro póstumo: Peón aislado. Ensayos sobre ajedrez, 2006) se puede decir que Helguera ensayaba aperturas, defensas, gambitos pero no daba, en ninguna de las mesas a las que se sentaba, partidas completas. La única partida que terminó, se la ganó la muerte y Zugzwang conserva esa energía fatal, la que Helguera ocupó, primero, en llamar insistentemente a la muerte para después intentar repelerla cuando su completo dominio ya era invencible.
Zugzwang significa, en el ajedrez, aquella jugada indubitable en la que un jugador se ve obligado a hacer un movimiento fatal. Abusando de la asociación fácil, en los últimos poemas de Helguera cualquier movimiento resulta peligroso. Algunos oscilan entre la confesión sarcástica y un timbre que al sonar remite, lejano pero fiel, a Manuel José Othón: no sé si Helguera tuvo conciencia que el estro provinciano y el bucolismo urbano (también lo hay y a granel) eran el verdadero sedimento, la tierra, de su poesía, como puede apreciarse en “Recuerdo y olvido“, en “Visión”, “Globo”, “Nido” o en “El campo”. No es gratuito que el héroe de Helguera haya sido Silvestre Revueltas quien, haciendo honor a su nombre, es más un enorme y extraviado bardo pueblerino que un dandi o un poeta maldito. La misma filiación se manifiesta en el homenaje al ruso Borodin: el exigente crítico musical que fue Helguera escoge homenajear a un no-moderno por definición, al autor de una música “noble y humilde”, a un sentimental despreocupado de pasar por caduco.
Hay un par de poemas, en Zugzwang, que a mí me parecen magníficos, como “Sonámbula” o “Afinador de pianos”, éste último ya destacado por Deltoro en su prólogo. Aunque se sentía obligado, por el mandato de una convención doméstica, a hablar de tristeza y de diversas muinas, el autor de esos versos es un Helguera feliz, el devoto de Heitor Villa–lobos y de sus ocho chelos, a quien casi escuchó tararear aunque creo que los melómanos no suelen hacerlo. Ese poeta todavía no ha caído en un desamparo donde la pose ya ni siquiera se apoya en aquel “orgullo satánico” atribuido legendariamente a los byronianos. Zugzwang es una bitácora de la agonía llevada a través de borradores que para mí son memorables, como llamadas de auxilio y hasta como necedades. “Fiesta“, “Corral”, “Blues en AA” o “Hospital I” son versos marcados por la desesperanza y la sordidez, por el alcoholismo y la alcoholatría, en un grado cuya densidad no encuentran muchos paralelos en nuestra literatura contemporánea. Son poemas paradójicamente sinceros, escritos en ese momento en que no importa si las buenas intenciones conducen al infierno. (Publicado el 26 de agosto de 2007 en El Ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile