Amok

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En su célebre compilación de palabras intraducibles In Other Words: A Language Lover’s Guide to the Most Intriguing Words Around the World, Christopher J. Moore enlista aquellos vocablos provenientes de las más disímbolas lenguas que no tienen correspondencia directa en ningún idioma y que, por tanto, deben ser expresados con perífrasis más o menos aproximadas –como litost en checo, que, de acuerdo a Kundera, significa un estado tormentoso creado por la repentina visión de la propia miseria; o Torschlusspanik, en alemán, que se refiere al síndrome de angustia que acomete principalmente a las mujeres al acercarse a la edad crítica para casarse y/o fundar una familia sin haberlo logrado.

De intentar prolongar esa lógica, llegaríamos sin remedio a un grupo de palabras intraducibles que, por su potencia semántica, han logrado incorporarse a diferentes idiomas extranjeros y, dentro del nuevo organismo lingüístico, desarrollarse, mutar hasta alcanzar un nuevo, algunas veces, escalofriante significado. “Amok” es una de ellas.

Proveniente del malayo, se refería originalmente a los ataques suicidas emprendidos contra el enemigo durante la batalla, en un trance de furia ciega, gemelos macabros de los legendarios asaltos perpetrados por los guerreros berseker. A principios de siglo, sin embargo, y también entre los malayos, esa desaforada táctica de combate se convirtió en la forma más perversa del suicidio, pues el que corría amok, con un enloquecido y repentino furor asesino -distinto en sus fines, pues no se trataba de vencer a ningún enemigo declarado, pero sirviéndose de los mismos medios-, corría por las calles segando cuanta vida se cruzaba por su camino, obligando a los otros a matarlo como única forma de conjurar la amenaza. Con esa definición, la palabra “amok” llegó incluso a contar con cartas de residencia dentro del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la APA (American Psychiatric Association). Con el tiempo, y merced a una serie de episodios que me resisto conscientemente a mencionar, el término en cuestión volvió a reconfigurarse y adoptó un renovado significado. La situación de guerra no declarada se conservó, pero las víctimas dejaron de ser indistintas y, lo más aterrador, la espontaneidad furibunda cedió su lugar al cálculo frío, en ocasiones matemático, de la masacre. Eliminado el elemento de la impremeditación y, más allá, considerando el perfil predominante de los homicidas/suicidas amok (jóvenes rondando los 20 años, en apariencia inofensivos y hasta simpáticos), el shock producido por su repentino crimen se agiganta y se convierte en una interrogación, en un acertijo de sangre cuya única solución sólo puede ser el acto amok mismo.

No, no voy a repetir el nombre del último de esos infames. No voy a pormenorizar su villanía ni a intentar escarbar en su insulsa biografía. Mi reclamo a los medios es que de hoy en adelante se abstengan de reseñar esa ignominia, que dejen de informar cada vez que alguien corre amok, de reproducir sus fotos, de citar sus últimas palabras en blogs y chats, y aun de tratar de explicar sus motivos. En pocas palabras: Que dejen de inmortalizarlos. Hasta que un día, la palabra amok desaparezca de todas la lenguas, sepultada bajo el peso de un silencio inacallable.

– Salomón Derreza

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Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.


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