¿Apoyar a la cultura?

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¿Qué papel debe ejercer el Estado en la vida cultural de un país? En El Estado cultural (Acantilado), Marc Fumaroli explica al menos cuál no debe ejercer a partir del modelo francés, cuyos errores hemos copiado en España y, diría, en muchos países latinoamericanos. Resumo brutalmente:

Para empezar: el Estado no debe fomentar la gloria cultural de su país para ocultar sus desequilibrios económicos y su falta de éxitos en otros campos.

Seguidamente: el Estado no debe creer que, ofertando cultura gratuita a sus ciudadanos, va a redimirles ni a elevar sus espíritus.

Más: si los Estados deciden financiar la cultura porque creen que de otro modo el mercado acabaría con ella, no puede financiar aspectos de la cultura perfectamente rentables, como la música rock, el cine masivo o la literatura popular.

Todavía: Los grandes espectáculos de nuestro tiempo –edificios faraónicos, megaencuentros de élites culturales, superdeclaraciones de respeto intercultural– están muy bien, pero no deberían salir del bolsillo del contribuyente.

En resumen: los Estados tienden a confundir la política cultural con la propaganda y la salvación de las almas; y el repartimiento de fondos con el agradecimiento a los afines y la compra de voluntades.

¿Debe cesar, pues, toda política cultural? No lo creo, pero ahí va mi receta –no le echen la culpa a Fumaroli– para el caso español, que es el único que conozco bien: cojan el Ministerio de Cultura –que ahora dirige un hombre enormemente capaz, César Antonio Molina– y dediquen todos sus fondos, exclusivamente, a hacer buenos museos, buenas bibliotecas, buenas escuelas y buenas universidades. De todo lo demás, sin duda, sabrán ocuparse los empresarios.

– Ramón González Férriz

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(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.


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