Arepa de huevo: notas al margen de Cien años de soledad

Doña Rosa fue una adelantada a su tiempo. Estaba reinventando algo que parecía agotado en sí mismo mientras pocos kilómetros al norte, en un local de Barranquilla, una generación de malandros excepcionales jugaban a lo mismo pero en el arte.
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A Tulia no le importa que la historia haya empezado en Luruaco porque del caldero suyo salen las mejores, pero eso es lo que dicen: que doña Rosa Amelia Montero sacó la primera arepa de huevo hace más de 60 años en ese municipio de la costa atlántica colombiana. Aquí la arepa es más vieja que la memoria, así que puestos a repartir a mansalva patrimonios intangibles de la humanidad habría que hacerle mención al invento de doña Rosa. Y nada de pronunciar en tres sílabas lo que es una sola palabra, ¿sí? Arepaegüevo, bien rápido.

 

Hoy Tulia las hace de harina de maíz precocido, que con un poco de agua y sal da una masa uniforme, sin embargo la original es con maíz molido. A la pasta amarilla se le añade sal al gusto y en ocasiones mantequilla, se amasa con cariño y firmeza, se hacen unas pelotitas y luego se aplasta cada una hasta obtener esa forma redonda y gruesa. He ahí el primer detalle, encontrar el grosor adecuado.

 

Doña Rosa fue una adelantada a su tiempo. Estaba reinventando algo que parecía agotado en sí mismo mientras pocos kilómetros al norte, en un local de Barranquilla, una generación de malandros excepcionales jugaban a lo mismo pero en el arte. Gabriel García Márquez le soplaba a la muerte en “Ojos de perro azul” y tecleaba por primera vez las tres sílabas que habrían de darle a la literatura latinoamericana un protagonismo sin complejos. Macondo, leyeron sus amigos, y la tierra se sacudió un segundo. 

 

Tulia pone el aceite bien caliente porque el maíz aguanta más que la yuca de las carimañolas y con un grosor medido a ojo, mete en el caldero la masa que será arepa para freírse por primera vez. Son pocos minutos y el gesto clave de coger un cucharón para echar aceite hirviendo sobre la masa sumergida para que la costra que mira hacia el techo se abombe. He ahí el segundo detalle.

 

Lo de Macondo les habrá parecido una joda ingeniosa. Álvaro Cepeda Samudio lo celebró con su entusiasmo deportivo, Nereo López se imaginaba la foto de un pueblo que duraba lo que un pestañeo infinito y Fernando Botero no sabía que al Sur doña Rosa freía el plato perfecto para todos los obesos que pintaría después. Porque uno puede ser discreto pero nunca mentiroso: lo de Botero es gente gorda y la arepa de huevo engorda. Digo, cómete una al día y te da un infarto antes de parecerte a un Botero.

 

La primera freída se acaba cuando Tulia ve la arepa aún blancuzca algo hinchada por un lado, apenas una pequeña bomba. Con un cuchillo hace un corte de tres o cuatro centímetros por el lado delgado y vierte en el espacio abombado un huevo de gallina crudo. Rápidamente cierra el hueco, apretando para que la masa todavía húmeda selle y se aguante, todo va de nuevo al caldero y así hasta que la arepa queda crujiente y el huevo conserva la yema espesa. En Cartagena de Indias es común echarle carne molida además de huevo y ahí las posibilidades de que la costra reviente son mayores. O que revienten las arterias.

 

Es muy probable que García Márquez haya conocido la arepa de huevo antes de aquel final: “Si una arepa se hizo otra arepa a la segunda freída, ¿por qué una estirpe condenada a cien años de soledad no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra?”, pensó

 

 

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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