Ilustración: Hugo Alejandro González

Cronista de un renovado caudillismo

Después de haber formado parte de la revolución sandinista, Sergio Ramírez decidió destruir varios mitos que había ayudado a forjar. Sus novelas son un implacable escrutinio de la historia reciente de Nicaragua.
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Sergio Ramírez NO es solo un escritor reconocido, también es un personaje clave de la revolución sandinista. Encabezó el Grupo de los Doce que, de 1977 a 1979, sirvió de enlace entre el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), del que fue miembro secreto en esa época, y los múltiples grupos de oposición a Somoza –conservadores, liberales, independientes, sindicatos y empresarios–. Después, formó parte del primer gobierno revolucionario –la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional, de 1979 a 1984– y fue, más tarde, vicepresidente de Nicaragua, de 1985 a 1990. Finalmente, intentó, junto con otros, dar vida al sandinismo democrático, primero en el parlamento nicaragüense durante el mandato de la presidenta Violeta Barrios de Chamorro (1990-1995) y, luego, rompiendo con la ortodoxia sandinista al crear el Movimiento Renovador Sandinista en 1995.

Su condición de escritor no pesó poco en el entusiasmo que despertó la revolución de este país. Ramírez fue el punto de encuentro entre el gobierno sandinista y la intelectualidad progresista de América Latina, por supuesto, pero también de la europea y la estadounidense. Por ello, entre sus publicaciones, sus memorias de la revolución Adiós muchachos. Una memoria de la revolución sandinista (Aguilar, 1999) cayeron como una bomba entre todos los antiguos apologistas de la revolución que cómodamente habían elegido, tras la derrota electoral sandinista de 1990, no preocuparse más por las realidades nicaragüenses.

Sergio Ramírez hizo una elección a contrapelo y se propuso romper varios mitos que él había contribuido a forjar. La escritura de Adiós muchachos le permitió volver sobre algunas dinámicas clave de los primeros momentos de la revolución que hicieron posible que el FSLN se transformara en un partido-Estado que dominaba la sociedad. Ramírez también entró, de forma muy sutil, en cómo el culto a los mártires de la revolución fue utilizado por el FSLN, apropiándose de él para presentarse como la encarnación del pueblo nicaragüense. Comprendió que el énfasis en el sacrificio de los muchachos caídos en combate contra la Guardia Nacional de Somoza había sido la piedra angular para construir una polaridad amigos/enemigos contra cualquier disentimiento que cuestionara el papel tanto de los líderes omniscientes y todopoderosos de la Dirección Nacional del FSLN como del gobierno sandinista electo en 1984, del que él mismo fue vicepresidente y Daniel Ortega, presidente. De igual modo, rompió el mito de la revolución acorralada en la radicalización y obligada a aliarse con el mundo soviético y con Cuba debido a la hostilidad de Estados Unidos.

Al contrario, explicó de manera muy clara cómo, al final de su presidencia, Jimmy Carter había tratado de apoyar a Nicaragua a cambio de que sus dirigentes respetaran mínimamente sus promesas iniciales de pluralismo e independencia nacional, y cómo estos habían preferido pensar que la agresión era inevitable y que era mejor apoyar al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln) en El Salvador para que triunfara antes de que Ronald Reagan llegara al poder. Es más, Ramírez escribió sin rodeos que los asesores de Reagan habían propuesto a los sandinistas un pacto entre caballeros: el fin de su apoyo a los guerrilleros salvadoreños del fmln, a cambio de que Estados Unidos negara el suyo a los primeros grupos contrarrevolucionarios nicaragüenses que operaban en Honduras o desde las montañas del centro de Nicaragua y en la costa atlántica. Una vez más, los dirigentes sandinistas rechazaron de la manera más irreal tal acuerdo y eligieron seguir hacia delante.

El belicismo tuvo como efecto suspender cualquier cuestionamiento crítico en beneficio del llamado a la unidad sin fallas para defender a la patria en peligro. Por fin, Ramírez reconoció que, una vez convertidos en la autoridad local en el campo nicaragüense, muchos de los jóvenes guerrilleros se habían transformado en pequeños caciques tiránicos que pisoteaban los derechos más elementales de los campesinos, actitudes que habían indudablemente favorecido el ascenso de la Contra. Sería muy poco decir que este libro sacudió las certezas tanto de la izquierda, donde nadie quería hacerse preguntas sobre el curso de la revolución, como de la derecha, donde molestaba imaginar que otra izquierda era posible.

Lejos de limitarse a sus primeras reflexiones, Sergio Ramírez las ha continuado, de manera muy sistemática,

((Una parte de sus reflexiones puede leerse en Una vida por la palabra (FCE, 2004), una larga entrevista con la periodista Silvia Cherem.
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 haciendo un buen papel en el escrutinio de los diez años de la revolución sandinista en su obra novelística.

Una primera novela poco comentada, Sombras nada más (Alfaguara, 2002), ofreció un nuevo análisis del sandinismo naciente. Sergio Ramírez inventó un personaje –Alirio Martinica– a partir del juicio sumario a un antiguo oficial de la Guardia Nacional, Cornelio Hüeck, detenido mientras trataba de huir y ejecutado esa misma tarde. Este hijo de un opositor asesinado durante una conspiración abortada contra Anastasio Somoza llega a ser un hombre de confianza del mismo Somoza antes de caer en desgracia al final del régimen. Con ello, Ramírez explora el otro lado de uno de los eslóganes que hicieron tan atractiva la revolución: “Nuestra venganza será el perdón.” Martinica rememora su pasado y el de su familia. ¿Por qué dio la espalda a su entorno social y a los ideales antitiránicos de su padre? ¿Por qué, como hicieron tantos otros, no se fue cuando todavía estaba a tiempo? El escritor también presenta los dilemas de los dos comandantes del FSLN. Uno de los más implacables, junto a su compañera Judith, es Nicodemo, un jesuita de buena familia que había colgado los hábitos y que se une a la guerrilla después de que la Guardia asesinara a su hermano. Frente a ellos, Manco-Cápac, un guerrillero de extracción popular, que se quedó manco a consecuencia de la explosión de una bomba de contacto, no tiene el mismo rigor. La escena del juicio es el momento en que se cruzan las reflexiones de los diferentes protagonistas de esta corte marcial reunida en el presbiterio de Tola. ¿Cuál es el sentido de lo justo y de lo injusto para cada uno de ellos? ¿Por qué y en función de qué motivos actúan los unos y los otros? Estamos lejos de las reflexiones convencionales. Aquí se encuentran el aliento de las grandes novelas de otras épocas revolucionarias y los dilemas de sus héroes.

Con una incursión muy exitosa en la novela policiaca, El cielo llora por mí (Alfaguara, 2008), Ramírez continúa su investigación literaria sobre la revolución y su futuro. Dos policías, antiguos guerrilleros sandinistas, Dolores Morales y Lord Dixon, un costeño de Bluefields, persiguen a dos capos de la droga –un colombiano del cártel de Cali y un mexicano del cártel de Sinaloa– y a sus secuaces. Morales consigue atrapar a los dos mafiosos, que son extraditados de inmediato a Estados Unidos. Pero su compañero Dixon muere después de que los sicarios de los capos ametrallan su coche, con él dentro. Los altos mandos de la policía despiden a Morales y a su asistente, doña Sofía Smith, quien oficialmente era la encargada de limpieza de la Dirección de la Investigación de Drogas, pero se había infiltrado en el seno del casino El Pharaohs, desde donde operaban los dos narcos. A sus superiores en la Policía Nacional, al ministro de Interior y al presidente Arnoldo Alemán no les gusta nada este doble arresto, que les dio el honor de salir en la prensa nacional. El inspector Morales y doña Sofía Smith fueron condecorados y elogiados públicamente en un primer momento. Pero tres días después pierden su empleo por “actuar sin esperar las órdenes superiores”. El cielo llora por mí no se sacrifica para nada, como otros han hecho, a la nostalgia fácil y falsa de la belle époque revolucionaria; por el contrario, muestra la manera en que los policías veteranos del sandinismo histórico vivieron cómo su institución se transformó en una policía nacional que desempeña su trabajo de forma escrupulosa. ¿Cómo se adaptan al mundo del cinismo y la corrupción tranquila que relanzó como nunca el mandato del presidente Arnoldo Alemán? En esto, Sergio Ramírez destaca al momento de recrear la chispa del habla popular nicaragüense. También se oye ese humor un poco desesperado de los que navegan día a día tratando de conservar algo de dignidad en un mundo en el que el oportunismo, el cinismo y la corrupción se han convertido en un modus vivendi. Una intriga policial de factura impecable mantiene la tensión. Seguimos jadeantes los pasos del inspector Morales y de Lord Dixon, también los de doña Sofía. Y aparece un asunto que fue de actualidad en Nicaragua: el caso de un avión presidencial en el que pululaban restos de un antiguo cargamento de cocaína.

La reciente Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017) permite reencontrarnos con los tres héroes en la Nicaragua cristiana y solidaria de la familia Ortega, que regresó al poder desde el 2006. Esta vez, Morales ha abierto una oficina de detective privado, en la que él es el único detective y doña Sofía, su secretaria y asistente en los seguimientos. Lord Dixon, por su parte, se ha convertido en su ángel guardián. Resurgen todos los ingredientes del arte de Sergio Ramírez. Un universo de ficción que recrea diferentes momentos de la historia nicaragüense y que pone en escena personajes de distintos entornos sociales.

La novela abre con la visita de Morales y el fantasma de Lord Dixon a uno de esos sandinistas recién llegados al mundo empresarial. El cliente que lo cita para un desayuno de trabajo es el hijo de un empresario somocista rápidamente reciclado en sandinista de altos vuelos y después en banquero y hombre de negocios tras la derrota de los sandinistas en 1990. El humor negro, del que dan muestras el detective y su ángel guardián, permite a Sergio Ramírez trazar un retrato mordaz de ese am- biente de nuevos burgueses. El cinismo elegante se mezcla con la santurronería de nuevo cuño. Los guardaespaldas son verdaderos lacayos al estilo antiguo que se identifican con los poderosos a los que sirven. Ramírez también hace un retrato convincente de las pequeñas estrategias de quienes son cercanos al exinspector Morales y a doña Sofía –muchos exsandinistas de primera hora no supieron beneficiarse de la piñata ni encontrar su grieta en el nuevo sistema clientelista de la Nicaragua “cristiana, socialista y solidaria” de la familia Ortega–. Todos navegan a ojo de buen cubero tratando de mantener la honradez, lo que no resulta fácil. Vuelven también sobre los grandes y pequeños arreglos a la sombra de los poderosos del momento, que están en el telón de fondo de la historia de este país. Reaparece también el mundo de los miserables, gravitando alrededor del Mercado Oriental de Managua, de los basureros llenos de mendigos que sobreviven gracias a las sopas populares de los evangelistas. Personajes que oscilan entre las viejas amistades y las nuevas redes de poder de los comités ciudadanos de la compañera Rosario, vicepresidenta y esposa de Daniel Ortega. Para terminar, se descubre una historia de las que abundan en Nicaragua: la de padrastros que abusan de sus hijastras y madres que se convierten en cómplices de sus esposos a expensas de sus hijas.

Pero hay más. Bajo una excelente ficción, Sergio Ramírez evoca de modo implícito el asunto que hizo que, de alguna manera, le estuviera prohibido a Daniel Ortega desplazarse a cualquier sitio que no fuera un país de la Alianza bolivariana en América Latina o la Rusia de Putin: las repetidas acusaciones de violación por parte de su hijastra Zoilamérica. Acusaciones que, pese a la movilización de las organizaciones fe- ministas, fueron limpiamente enterradas por la justicia nicaragüense y que no tuvieron eco en los organismos internacionales.

((Delphine Lacombe, “El escándalo Ortega-Narváez o la caducidad del ‘hombre nuevo’: Volver a la controversia”, Istor, número 40, primavera de 2010.
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No se puede más que desear que Sergio Ramírez prosiga sus indagaciones literarias de dos maneras. Por supuesto, escribiendo la novela que dice imaginar como continuación de Sombras nada más, en la que seguirá a los protagonistas durante los diez años del sandinismo, pero también con un tercer volumen de las aventuras de Dolores Morales, doña Sofía y Lord Dixon revoloteando alrededor de ellos. Al hacerlo, hablaría del colapso de la mano de la casa Ortega sobre una Nicaragua que se parece cada vez más a la de los Somoza. ~

Traducción del francés de Aloma Rodríguez.

 

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