El Mundial que no fue

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Las expectativas pueden arruinarlo todo, incluido un Mundial de futbol. Antes de que el silbatazo inicial se escuchara en Sudáfrica, confundido entre las que serían sus protagonistas indiscutibles —las vuvuzelas—, ya se había amasado una bola de nieve sin precedentes, ilusoria e insensata como el script de un primerizo en guionismo. Estaban señaladas (sobre todo por la publicidad) las figuras que destacarían, había selecciones nacionales que se creían en la segunda fase sólo por el color de su camiseta, y no podían faltar los desorbitados que, por aquello de que siempre “estamos ganando la guerra aunque parezca lo contrario”, veían a México disputando no sólo el elusivo quinto partido, sino la gran final. Pero los encuentros, como suele decirse, había que jugarlos, y tan pronto como el futbol, celoso de sus designios y de su imprevisibilidad, fue desdibujando las expectativas, refutando línea por el línea el guión y los vaticinios, muchos se sintieron defraudados y empezó a esparcirse el clamor de que era uno de los peores mundiales de la historia, quizá sólo por encima del ultradefensivo Italia 90. Más de uno, como si los tres encuentros diarios fueran de rugby o de nado sincronizado, insistió en que “el futbol no se había aparecido en Sudáfrica”, y con la misma argumentación que cabría esperar de una matraca, casi nos persuadieron de que faltaba “magia”. Después del arbitraje, desacertado como pocas veces, lo peor de este certamen fue la incapacidad de los espectadores para sobreponerse a sus sueños fracasados.

Un Mundial lleno de sorpresas, con un delantero atajando en la raya, en el último minuto del alargue, el tiro que los dejaría fuera, y que a la postre arrojaría una final inédita entre dos selecciones nacionales que nunca se habían alzado con el cetro; un Mundial que presenció cómo el balón más redondo que haya creado el hombre hacía más extraños en el aire que una mariposa en celo, y en que el campeón y el subcampeón del 2006 no lograron superar siquiera la ronda de grupos, se antojaría en principio con elementos suficientes para atizar la pasión, para cortar el aliento así fuera por las quinielas vueltas de cabeza, pero, en lugar de ello, tanta novedad tuvo el efecto de sumir en el desencanto a la mayoría. Engatusados por la promesa de “espectáculo”, por esa perniciosa equivalencia que hace del futbol una suerte de circo, casi nadie abría los ojos para ver que lo que se tachaba frívolamente de aburrido era, por ejemplo, la gesta heroica de los argelinos sacándole el empate sin goles a la multimillonaria selección inglesa, por una vez en igualdad de condiciones y luchando de tú a tú.

La culpa de esta aberración óptica podría repartirse entre las agencias publicitarias, empeñadas en producir jugadas de fantasía para los cortes comerciales del medio tiempo; entre los expertos y analistas, urgidos de que surja un nuevo Maradona que por fin le reste protagonismo al propio Maradona; y desde luego la incorregible naturaleza humana, que nos impulsa a construir castillos en el aire para luego, una vez que se han desplomado, más silenciosos que los castillos de naipes, hacer que nos lamentemos de la miseria de la realidad. En lo personal, festejo que el futbol no sea —todavía— esa especie de holograma producido directamente en las oficinas de Nike; y confío en que así como las figuras del anuncio dirigido por González Iñárritu cayeron víctimas de la maldición del endiosamiento, no les tocará padecer, en consecuencia, el destino infernal que el propio anuncio les tenía reservado, y Wayne Rooney no se mudará a una camper para rumiar sus fallas frente al arco como un misántropo o un teporocho, sino que seguirá alineando —sin barba pelirroja— y metiendo goles en el Manchester United y también en su selección.

No se puede apreciar un torneo si todo el tiempo lo comparamos con el torneo que pudo ser. Retrospectivamente podría decirse que parte del problema tuvo que ver con que el script no se escribiera con la tinta del pulpo Paul, la estrella octópoda que por su desempeño oracular de ocho aciertos sobre ocho era mucho más candidata al botín de oro que el alemán Thomas Müller (de no ser porque el trofeo lo habrían tenido que fundir nuevamente, a imagen y semejanza de sus tentáculos); pero más que nada esta Copa del mundo representa un nuevo revés a la especulación de tipo bursátil, que al invadir el terreno de juego ha mostrado ser tan nefasta como la crisis hipotecaria. Se hablaba y hablaba de los futbolistas como de los activos de un negocio, se graficaba su desempeño en términos del incremento de sus bonos, se confundían las jugadas con acciones triple AAA, pero al final el futbol les tenía reservada una venganza a los fanáticos de la especulación, una venganza llamada pressing, que tiende a producir partidos sordos, peleados, de gran desgaste y tensión, pero poco propicios para la fotogenia y el alarde individual.

Que en general brillara el juego de conjunto y no los elegidos (si pareció injusta la designación de Forlán como mejor jugador del torneo no se debe a que el diez charrúa no lo mereciera, sino a que por una vez lo merecía más un equipo entero: el equipo español); que Brasil pagara las consecuencias de la infidelidad a su viejo estilo y que Italia hiciera un papelón justo por lo contrario, por confiar demasiado en la efectividad de lo rácano; que pesara más la entrega y el pundonor del Cavernícola Carles Puyol que el virtuosismo individualista del demasiado afeitado Cristiano Ronaldo; que los equipos africanos no duraran mucho en la contienda y Uruguay fuera el caballo negro que se colaría hasta el cuarto puesto, todo se fue encadenando para contrariar nuestras expectativas y callarle la boca a los sabelotodos. Aun Alemania, la infaltable Alemania, que llegó como es habitual a semifinales, estuvo más cerca de la revelación que de la potencia a la que nos tenía acostumbrados (de no ser porque es Alemania, bien pudo ser calificada como el otro caballo negro, pues antes de su debut ni siquiera los propios germanos daban un céntimo por este equipo tan diezmado y tan juvenil). ¿No es una ironía que Miroslav Klose, ahora segundo en la lista de anotadores en mundiales, sorprendiera a propios y extraños en el papel de lo que ha sido siempre —un goleador especialmente inspirado con la playera teutona—, sólo porque no grabó diecinueve comerciales antes de acudir a la cita? ¿Y no fue insólita también la manera en que España se coronó, a pesar de que para muchos era la favorita y a pesar de que la prensa de ese país, seguramente la más insufrible y triunfalista del orbe, ya les había entregado el trofeo antes siquiera de que las selecciones aterrizaran en Sudáfrica? ¿Alguien se imaginó que después de perder el primer partido contra la modesta Suiza, la ahora rebautizada meramente “Roja” (sin “furia”) sortearía casi todos sus compromisos por la mínima diferencia, como si en lugar del famoso “tiqui-taca” hubiera perfeccionado el más rancio catenaccio resultadista?

No es mi intención defender que este Mundial 2010 terminó como uno de los mejores de la historia, sino simplemente sugerir que la piedrita que nos incomoda en el zapato es muchas veces la alta expectativa que tenemos de la meta. Dentro de cuatro años, cuando estén acumulándose de nueva cuenta las expectativas para el Mundial en Brasil, y esa piedrita en el zapato amenace con convertirse en una bola aun más obesa que la que ahora se interpuso entre el sofá y la pantalla, haríamos muy bien en no encender la televisión ni leer los periódicos ni casi discutir en la sobremesa sobre el Mundial, esperando con estoicismo hasta el día en que por fin el balón ruede nuevamente. Tal vez así, ya sin la interferencia de los sueños fracasados, sin el estrabismo de apuntar demasiado alto, sin las letanías fantasiosas del periodismo globalizado, podamos concentrarnos en lo que sucede y no en lo que dejó de suceder.

– Luigi Amara

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(ciudad de México, 1971) es poeta, ensayista y editor.


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