Arquitectura y libertad (I de IV)

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Puede que los españoles vivamos más pero es un hecho que entristecemos antes de tiempo y a menudo en el sitio que no corresponde. Por qué, si no, habría de llorar ese anciano que, sentado en la cama gemela de la de su nieto, mira por la ventana que da a un patio de luces. Y por qué se habría de divorciar antes de dos años, y sin causa, esa pareja que sin embargo se había jurado amor eterno y compromiso legal ante el altar de la vida hipotecada por un piso de tres dormitorios. Y por qué todo el mundo adulto teme la insoportable felicidad de la Navidad, con los banquetes familiares en torno al tresillo y el televisor, y desde mediados de diciembre cuenta los minutos para volver al trabajo. Y por qué tantos y tantos jóvenes habrían de elegir alcoholizarse en el no tan alegre pero ruidoso botellón antes que jugar al Trivial bajo techo (o al póquer), o bailar, o leer el Cuarteto de Alejandría (pues hubo un tiempo en España en que el Cuarteto era un libro de culto entre ciertos veinteañeros). Y por qué casi todo el mundo anda un poco entumecido, son escasos los que dan brincos por la calle y se visten de rojo, casi nadie mira más allá y pocos, muy pocos, se atreven. (Así, en abstracto.)
     Pues muy sencillo: porque bajo techo no caben. Ni física, ni espiritualmente.
     Es obvio que no cabemos. Menos obvio que en la India, pero obvio. En los setenta se contaba que alguno de los alcaldes depredadores de la época le había señalado a Franco la línea del cielo del madrileño Barrio de Pilar (la densidad más alta de Europa) y de la Ciudad de los periodistas: “Ahí, Excelencia, viven los periodistas”. Y Franco, desconfiando como un comprador de galgos, había preguntado: “¿Tan juntos?”
     “Nos divorciamos por el apartamento”, argumentó ante el juez: “yo no soporto guardar mis calcetines en el bolsillo del abrigo, y ella no aguanta ducharse sentada para no estropear los libros del cuarto de baño. Yo quiero dormir estirado, no en forma de S, y ella quisiera poderse desperezar por la mañana, después del café.”
     Sin embargo, por alguna razón hoy aún más enigmática, los pisos más grandes de la Ciudad de los periodistas se siguen considerando de lujo. En realidad hoy lo son todavía más… a causa de sus metros, y en el extraño orden de valores del mercado inmobiliario español. Como en guerra, aquí la estética apenas cuenta. A menudo, más a menudo de lo normal, lo de verdad extraordinario no es el precio sino que eso tenga ese precio.
     ¿Cómo explicar si no extravagantes fenómenos como el chirimbolazo? Algo que por lo demás se veía venir desde la decisión de una administración socialista de instalar lo que la gente bautizó como supositorios en la Puerta del Sol, aprovechando su enésima reforma. (Existe una ley no escrita según la cual todo gobernante español, por el hecho de serlo, ataca la Puerta del Sol de Madrid. El actual alcalde, y anterior presidente de la autonomía, ha cifrado su futuro político en la construcción de una mega estación de transportes que destruirá lo que queda del pequeño comercio de la zona y multiplicará un centro del tipo zoco-hormiguero que, a la espera de Estambul, es ya con toda probabilidad el más agobiado de las capitales europeas.)
     La gente decidió que los supositorios podían competir en la carrera hacia el Oscar a la farola más horrible de los tiempos modernos, y por una vez se le hizo caso a la gente… de una gran ciudad con grandes periódicos en donde se aprecia mejor el ridículo de los políticos. Ahora los supositorios alegran el paseo marítimo de Bayona, en Galicia, que como no es una gran ciudad ni tiene muchos periódicos no ha podido protestar. (Pero si quieren consolarse, que vayan a ver las farolas de la playa de la Malvarrosa en Valencia: esa es como la patria de los supositorios.)
     Así que ¿cómo no iban a llegar los chirimbolos? Unos inauditos artefactos de plástico publicitario que instaló en las calles de Madrid (y ahí siguen) el alcalde Álvarez del Manzano, un político cuyo gusto estético ha entrado en la leyenda y eso que la competencia, entre alcaldes y ministros con corbatas rosas y azul ilusión, es muy fuerte. El chirimbolazo provocó manifestaciones de gente todavía no embotada por la fealdad… pero Álvarez del Manzano impuso sus chirimbolos con una terquedad que debiera haber levantado curiosidad entre los periodistas de investigación (no la levantó)… y volvió a ganar por mayoría absoluta.
     —¿Echas de menos España?
      —Mucho. Me gusta todo: la comida, la vida de noche, que la gente sea tan maja y de fiar y que no hable todo el tiempo de dinero…
     —¿Y yo? ¿Te gusto?
     —No. Tú no me gustas. A ti te quiero.
     —¿Y no te quedas a vivir conmigo?
     —No.
     —¿?
     —No podría vivir toda la vida en pisos de estudiante, escuchando a los vecinos y en dormitorios de tamaño cama.
     (Oído en un restaurante.)
     Supongo que las raíces son profundas y antiguas y a las más viejas (como las de los muertos más antiguos que circulan por las calles de Comala, en Pedro Páramo) apenas se las oye. Pero a las más recientes sí se las puede oír, si se quiere.
     En mi caso, con el tiempo ha ido cobrando sentido un diálogo en su día misterioso (e inquietante) con un vecino que se había acercado a saludarme en la puerta de una casita, en Madrid, que parecía hecha para uno de esos pueblos ingleses en miniatura en donde se puede representar Gulliver, y a la que me acababa de mudar. “Puede usted estar tranquilo”, me dijo con autoridad de vecino viejo. “He visto cómo la construía su anterior propietario. Es muy sólida: usted aquí puede aguantar lo que sea”. ¿No es un consejo extraordinario para un lugar de Europa en pleno siglo XXI? En ese lo que sea yo escuché no tanto las posibilidades de inundación, sequía o granizo, sino más bien las de peste bubónica, desastre nuclear y hasta guerra civil… con hambre. Quizá me estaba sugiriendo que en el antejardín con dos pinos y unas hortensias se podían obtener dos pimientos y tres tomates. ~

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Pedro Sorela es periodista.


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