Aunque suele asociarse a Jean-Jacques Rousseau y su idea de la inocencia primitiva, la imagen del “buen salvaje” tiene remotos antecedentes en la poesía judeocristiana y en la griega. El Antiguo Testamento por un lado y Hesíodo por el otro. No es necesario insistir en el mito de Adán y Eva, por todos conocido, pero en cambio en Hesíodo sí, pues fue este fabulador griego quien hacia el siglo VII a. C. habló, en Los trabajos y los días, de una Edad de Oro perdida, cuyos hombres “vivían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria”. De allí se desprende la idea de un pasado glorioso, habitado por seres puros y nobles, no aquejados por los vicios que han atrofiado el sucesivo curso de la historia.
De los tiempos remotos de Hesíodo también nos llega la imagen de la decadencia y la fragilidad humana. La pureza se corrompe, la felicidad se frustra, la armonía se desmiembra, y todo esto con penosa facilidad. El ser humano, en su estado primigenio, es vulnerable y alérgico a la diferencia. Basta con que un agente externo, llámese Pandora, Eva, Europa, progreso, ciencia, técnica, consumo o globalización, riegue su escama artificial sobre la tierra para que se inicie el ciclo destructivo. Todo lo que no surge de ese manantial inicial es nocivo; todo lo que ha pasado por el filtro de lo extraño, de la civilización, de la técnica o de la razón, desde los alimentos a la medicina, pasando por el parto, la ropa, el arte, la música o la crianza, queda despojado de su pureza natural.
El mito de la Edad de Oro y su corolario, el buen salvaje, despertaron con fuerza renovada a partir del descubrimiento de América. El contacto con los pueblos indígenas hizo resurgir la fantasía de un paraíso perdido y de un hombre puro y prístino, tal como debía ser en su estado natural, suficientemente poderosa como para contaminar los razonamientos de cronistas, teólogos y filósofos. Aquel Adán recién despertado a la vida, no corrompido por el reflejo deformante de la civilización europea, era en realidad muy distinto del que pintaría Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. En lugar de brazos torneados y pelo castaño, tenía piel morena, ojos negros y cabello oscuro. Practicaba costumbres raras, adoraba dioses paganos y hablaba lenguas extrañas, pero nada de eso le impedía vivir en estado de gracia y armonía con la naturaleza. Pedro Mártir de Anglería dijo de los indígenas del Nuevo Mundo que “no conocen los pesos ni las medidas, ni el origen de todas las desdichas, el dinero; viven en la edad de oro, sin leyes, sin jueces mentirosos, sin libros y en absoluto ansiosos por el futuro”. Y Tomás Moro, inspirado por los viajes de Américo Vespucio, fantaseó en 1516 con una comunidad humana perfecta, orientada por una especie de comunismo primitivo y cristiano, a la que dio el singular nombre de Utopía. Esta fantasía no solo inauguraría una fértil tradición literaria, sino que daría a Occidente uno de los conceptos fundamentales de su modernidad.
El Nuevo Mundo siguió imantando la imaginación de los europeos a lo largo del siglo XVI. Son bien conocidas las palabras que Montaigne dedica en sus Ensayos a los pueblos de la Francia Antártica (es decir Brasil). “Nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones”, decía. El espectáculo de esplendor y armonía los excluía de todas las taras comunes en Europa. Según él, era “muy raro encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorvado por la vejez”. A diferencia de las europeas, sus guerras eran “completamente nobles y generosas”. Como si fuera poco, “las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, el perdón, les son desconocidas”. En pocas palabras, su mundo “desconoce la corrupción” que abunda en Occidente.
Ideas similares se reeditaron en siglos posteriores, y tanto Juan de Palafox (que vio en los indígenas un pueblo inocente, refractario a los pecados capitales excepto en compañía de los españoles) como John Dryden y Jean-Jacques Rousseau contribuyeron a afianzar la idea del buen salvaje, no contaminado por la ciencia, la enseñanza ni las demás promesas engañosas de la civilización occidental. En el siglo xx fueron los artistas de vanguardia quienes, siguiendo a Gauguin, buscaron en las culturas primitivas de África, la Polinesia y Oceanía una fuerza creativa original, no coartada por los requerimientos burgueses. Los dadaístas, con su odio a la cultura alemana en particular y a la civilización occidental en general, usaron las danzas y los cantos negros como desafío a la racionalidad. Retomaron el brutismo futurista para crear una música que era caos, un aluvión de ruidos y espontaneidad sin sentido que devolvía al estado natural y acercaba al niño y al salvaje. Para Hugo Ball, pionero del Cabaret Voltaire, todos nacíamos siendo reyes y libertadores, hasta que el peso del tiempo nos robaba la capacidad de soñar. La misión del artista era devolver al hombre a aquellos años de esplendor, a esa Edad de Oro perdida donde no había distancia entre la fantasía y la realidad. Solo volviendo a ser niños conjuraríamos la frustración; solo con la niñez sanaría el hombre.
Los surrealistas también sintieron especial atracción por las tallas y máscaras primitivas. Como el arte de los locos, las expresiones artísticas de pueblos primitivos parecían contener un elemento más puro y libre de contaminaciones, una fuerza imaginativa no censurada por el control ni la censura racional. Oriente se mostraba a sus ojos como un antídoto a “las mentiras estereotipadas de Europa”. En el quinto número de La Révolution surréaliste, publicado el 15 de octubre de 1925, dejaron constancia de su total repudio a las ideas que sustentaban la civilización europea. Aquel mundo cimentado en la necesidad y el deber les repelía, y en el extremo de su negación invocaron a los bárbaros de Oriente para que invadieran Europa y agilizaran el proceso de descomposición. Con ello invertían la lógica de Gauguin. El occidental ya no debía irse a tierras lejanas en busca de un paraíso incorrupto, sino esperar a que agentes purificadores llegaran a erradicar los vicios en su propio suelo.
Entre los surrealistas hubo grandes impugnadores de la burguesía y de Occidente, pero solo uno de ellos reeditó la gesta de Gauguin y se lanzó a la aventura en un lugar remoto y exótico, poblado de gentes primitivas que mantenían contacto con fuerzas subterráneas y mágicas capaces de restituir el equilibrio de la vida. Este surrealista, que en realidad dejó de serlo en 1927, cuando Breton ligó su movimiento al Partido Comunista, fue el prolífico y polifacético Antonin Artaud.
Entre los vanguardistas, nadie como él se enfrentó a la civilización occidental; nadie como él la culpó de envilecer la existencia; nadie como él denuncio la tiranía anárquica de los europeos que rompía la armonía moral de los primitivos. Su intuición le decía que el hombre moderno era un poseso que llevaba en su interior la “opresión tentacular” de la sociedad. Desvinculado de su humanidad –oculta tras un manto artificial, tan artificial como el teatro burgués– ignoraba cuáles eran los dramas y vivencias de su especie: las contradicciones, la violencia, la crueldad, las pasiones. A través del teatro Artaud se propuso recordarle al europeo cuál era su condición primigenia. Lo intentó con su adaptación de Les Cenci, una obra en la que agrupó temas radicales como la tortura, el incesto, el asesinato o la violación bajo aquella fórmula teatral diseñada por él y conocida como el Teatro de la Crueldad. El público, sin embargo, no fue receptivo a su propuesta y él, llevado por el desencanto, partió en 1936 hacia México.
Se fue en busca de la savia esencial del teatro. Artaud estaba convencido de que las artes escénicas debían ser una sucesión de imágenes violentas que parecieran precipitaciones de los sueños o la formulación última de los principios esenciales de la existencia humana. En México iba a buscar la prueba de su acierto. No en las ciudades, desde luego, sino entre los primitivos del estado de Chihuahua. Allá, en la lejana sierra de los tarahumaras, “uno de esos puntos neurálgicos de la tierra donde la vida manifiesta sus primeros efectos”, según la describió en Les Tarahumaras, encontró ritos, ideas y pensamientos antediluvianos, el secreto de la vida rezumando a flor de piel en una raza no civilizada. Allá entendió que su deber era encauzar la magia para transformarla en una fuerza revolucionaria que aboliera el decadente espíritu occidental.
Artaud describió a los tarahumaras como una Raza-Principio. Según él, estaban hechos de la misma fibra que la naturaleza, no conocían el pecado y eran la manifestación viva de una tradición milenaria que no degeneraba. Mucho antes de que la fiebre revolucionaria y tercermundista de los sesenta empantanara las mentes europeas y estadounidenses, Artaud ya había designado al indio como el nuevo agente o la nueva fuerza revolucionaria capaz de purgar la decadencia de Occidente. La idealización que hizo de aquella Raza-Principio y de su compenetración con la naturaleza era un reflejo de aquel viejo anhelo de un pueblo originario y puro –la “dorada estirpe” de Hesíodo–, que abría las puertas a lo sagrado y esencial. Estas ideas fueron un anticipo de lo que vendría en su ensayo Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Si al hablar de los tarahumaras Artaud resaltaba el valor moral del primitivo, al hablar de Van Gogh ponía el acento en el valor moral del loco. Este, al igual que aquel, se mantenía al margen de la sociedad civilizada. Pero su logro era mayor, pues viviendo en medio de la corrupción se resistía. El indígena ignoraba los males de la sociedad; el loco se negaba a renunciar a un principio superior de moralidad.
Estas ideas fueron escritas entre 1936 y 1947, pero sería en los años cincuenta y en Norteamérica donde tendrían un influjo contundente e inesperado. Para entender este contagio deben observarse los cambios sociales de la Norteamérica de posguerra. Durante aquel periodo, Estados Unidos emprendió un ascenso económico vertiginoso, y sus ciudadanos, al igual que los de varios países de Europa, disfrutaron de pleno empleo, seguridad económica y un confort material antes impensable. Pero con la riqueza y el consumo también vinieron nuevos dilemas. Mientras los hogares se iban llenando de nuevos electrodomésticos y utensilios que hacían más cómoda la vida, la existencia se iba vaciando de significado. El confort trajo consigo un desasosiego que enemistó a los jóvenes con las aspiraciones de la clase media norteamericana. Había dinero y mercancías en las cuales gastarlo, pero a cambio se debía sacrificar el tiempo en trabajos insípidos, alejados de la vida real, fingiendo sonrisas amables y plegando el cuerpo a las demandas de la empresa. Todo se hacía falso y artificial: los gestos, los movimientos, el atuendo, la simpatía, las palabras. La vida auténtica desaparecía bajo el ropaje institucional, ¿y todo para qué? Para adquirir mercancías que estaban lejos de satisfacer las necesidades vitales señaladas por Artaud. ¿Cómo no creer entonces al viejo exsurrealista? ¿Cómo no pensar que el loco era más lúcido y más digno de respeto que el empleado de oficina, heraldo de la normalidad?
Los escritos de Artaud empezaron a circular entre los artistas de vanguardia estadounidenses en 1951. El pianista David Tudor fue el responsable de despertar la curiosidad por El teatro y su doble, el libro más influyente de Artaud, entre los profesores del Black Mountain College. Tudor se interesó por Artaud mientras estudiaba la obra del compositor Pierre Boulez, quien había encontrado en las ideas de Artaud un intenso estímulo para la creación musical. Artaud le había dado las claves para crear piezas capaces de expresar el estado de delirio, le dijo, y aquella idea fascinó a Tudor. Al poco tiempo, John Cage, íntimo amigo del pianista, también carburaba su imaginación con Artaud, y sus ideas abonaron el terreno para ingeniar una forma artística novedosa, el happening, que mezclaba simultáneamente distintas manifestaciones artísticas. Mary Caroline Richards, una poeta y profesora del Black Mountain que participó en el primero de estos eventos oficiados por Cage, también cayó bajo el embrujo de Artaud y tradujo y publicó algunos capítulos de El teatro y su doble para la edición que Grove Press publicó en 1958.
Ese mismo año, en una fiesta en casa de Anaïs Nin, Richards se cruzó con Julian Beck y Judith Malina, los directores de Living Theatre, y les habló del libro de Artaud. Aquel encuentro sería decisivo para Beck y Malina. La lectura de El teatro y su doble afectó radicalmente la orientación de sus obras. El teatro iba a ser ahora un motor activo de la revolución, transformador de conciencias, educador moral, señalador de caminos. Era lógico que Artaud tuviera esa resonancia en Beck y Malina. La amistad que tenían desde hacía años con Paul Goodman, un psicólogo, novelista y dramaturgo de tendencia anarquista y defensor de una idea del ser humano derivada del mito del buen salvaje, los hacía proclives a la influencia del exsurrealista.
A diferencia de sociólogos y psicólogos de su generación como Charles Wright Mills y B. F. Skinner, Goodman creía que había una naturaleza humana y que su rasgo esencial era la creatividad. El ser humano era un ente creativo y libre, que en ausencia de opresiones y limitaciones desplegaba todo su potencial en beneficio de la comunidad. Sus radicales críticas a la sociedad norteamericana de los cincuenta estaban sustentadas en estas ideas. El pleno empleo era un engaño, la abundancia material y económica no satisfacía las necesidades profundas de los jóvenes, y el crecimiento urbano era un sinsentido que alienaba y rompía los lazos comunitarios. Nada de lo que ocurría en Estados Unidos durante aquellos años de esplendor le parecía provechoso. Al contrario, Goodman fue el primero en escribir un libro –Growing Up Absurd– que analizaba el malestar juvenil de la generación beat. Fue, también, el primero en desmitificar la riqueza y la abundante oferta laboral, mostrando cómo aquello no era garantía de felicidad. Si los jóvenes no podían desplegar su naturaleza creativa, la abundancia no mitigaría su sentimiento de frustración y alienación.
Goodman odiaba la idea de que el ser humano debía adaptarse a la sociedad. Por el contrario, era la sociedad la que debía amoldarse a la naturaleza humana. ¿Y cuál era esa naturaleza humana? Goodman concebía al hombre como un buen salvaje racional y creativo, que demandaba libertad absoluta para desplegar su potencialidad. Alguien así jamás podría adaptarse a una sociedad que atentaba contra sus impulsos y necesidades más profundas. La desafección de los jóvenes era normal, como también lo era su búsqueda de experiencias reales y vivificantes. Si la sociedad no les ofrecía una vida auténtica, ellos la iban a buscar en algún otro lugar. En sus márgenes y zonas oscuras, por ejemplo.
La fascinación que expresaron los escritores beat por el mundo negro, la delincuencia, la locura y la revolución cubana tuvo mucho que ver con esto. Kerouac se deslumbró con la espontaneidad del jazz, su fuerza expresiva y la autenticidad que emanaba de sus raíces negras. Durante la posguerra, todo lo espontáneo o que escapara al control racional era altamente valorado, bien se tratara del bebop, el expresionismo abstracto o el teatro experimental. A esto se sumó el deslumbramiento por los submundos que nacían en los márgenes de la sociedad. William Burroughs fue el Virgilio que guió a los jóvenes universitarios de la clase media y media alta norteamericana por los precipicios de la delincuencia, con sus yonquis, chaperos, carteristas y traficantes. Allí, en esos sótanos oscuros, la vida se vivía con más intensidad, liberada de los rituales falsos de la burguesía y rozando elevadas cotas de libertad. A este cóctel vital Allen Ginsberg volvió a añadir la locura. Su amigo Carl Solomon, con quien coincidió en el hospital psiquiátrico de Columbia y a quien dedicó Aullido, su poema más famoso, era un afrancesado devoto de Artaud. La idealización que hizo Ginsberg del desorden mental, plasmada en versos como I’m so lucky to be nutty, reflejaba esa idea del loco como un ser privilegiado, de mayor talla moral.
Fue en medio de este caldo de insatisfacción y desprecio por el estilo de vida norteamericana donde estalló la Revolución cubana. Los ecos de la victoria de Fidel Castro ilusionaron a los insatisfechos estadounidenses. Muchos vieron en los barbudos cubanos una especie nueva de buen salvaje, algo así como un grupo de luchadores que, tras largos años de peregrinaje, habían logrado expulsar la nociva influencia norteamericana de su tierra para recuperar el paraíso perdido. Norman Mailer fue el más expresivo entre ellos. En The Village Voice escribió que, así solo fuera en el plano espiritual, el triunfo de Castro contribuía a la dura batalla que él y otros insatisfechos daban en el árido suelo estadounidense. Allá la invisible opresión del sistema y la frustración mataban lentamente el alma. ¿Cómo no sentir solidaridad con quienes habían derrotado a Moloch? Otro escritor, el poeta y dramaturgo negro LeRoi Jones, miembro de la generación beat y protagonista de la vida bohemia del Village neoyorquino, también viajó a Cuba. Fue en 1960, y aquel viaje le cambió la vida. Sin quererlo, sin buscarlo, la isla le mostró una verdad profunda que lo transformó en revolucionario. Si Artaud vio la pureza originaria en los tarahumaras y la dignidad moral en el loco, si Kerouac y Burroughs vieron la vida auténtica en lo negro y lo marginal, LeRoi vio todo esto y mucho más en los perfiles heroicos de los revolucionarios cubanos. Al volver a Nueva York había dejado de ser quien era. Al poco tiempo dejó a su mujer blanca y a sus dos hijas mestizas para encontrar las raíces puras de su identidad negra. Se mudó a Harlem y allí depuró la esencia de la negritud a través del arte, convirtiendo su poesía y su teatro en un arma contra el blanco. En medio de la urbe, rescató los nombres, atuendos, peinados y rituales africanos. Él mismo se había convertido en un buen salvaje. Era negro, era marginal y, por encima de todo, era revolucionario.
Estos fueron los años en que el compositor Leonard Bernstein organizó colectas a favor de esos nuevos buenos salvajes que fueron las Panteras Negras, y en los que Eldridge Cleaver y su libro Soul on Ice despertaron fascinación entre los intelectuales acomodados. El primer capítulo de aquel libro era una confesión. Cleaver reconocía que el enfermizo deseo por las mujeres blancas lo había convertido en agresor sexual. Primero se había entrenado violando mujeres de su raza, para luego ir en busca de su codiciada presa blanca. A pesar de ello, más que un delincuente, los lectores vieron en Cleaver un alma negra y pura colonizada por un mundo artificial y nocivo, tan odiosamente blanco y frío como el hielo. A través de su voz se manifestaba un ser auténtico que rompía el estereotipado mundo de las convenciones blancas. ¿Tenía él la culpa de aquellos deseos lujuriosos? Desde luego que no. La nostalgia por el buen salvaje achaca la culpa de cualquier conflicto, trauma o psicopatía a la sociedad, no al individuo, y mucho menos a su naturaleza, que por descontado se tiene como buena.
Norman Mailer también quedó fascinado por la potencia de los diarios de prisión de un psicópata llamado Jack Henry Abbott. “Un intelectual, un radical, un líder en potencia”, según dijo, “un hombre obsesionado con una visión más elevada de las relaciones humanas en un mundo mejor forjado por la revolución”. Mailer no solo se encargó de publicar las cartas de Abbot en el New York Review of Books, sino que abogó para que le dieran una libertad condicional anticipada. En 1981 empezó la rutilante aventura de Abbott por el mundillo literario neoyorquino, que duró lo que tardó en apuñalar a un mesero tras una insulsa discusión.
Varios episodios célebres de las décadas de los sesenta y setenta demuestran la vigencia del mito del buen salvaje en la mentalidad contemporánea, pero ninguno es tan evidente como la farsa que montaron el dictador filipino Ferdinand Marcos y Manuel Elizalde, un miembro de su gobierno. Elizalde conmocionó al mundo en 1971 al anunciar el más sorprendente descubrimiento antropológico del siglo, una cultura primitiva, los tasaday, que nunca había tenido contacto con la civilización. Los tasaday eran unos fósiles vivientes de la Edad de Piedra que parecían confirmar todos los estereotipos del buen salvaje: eran pacíficos, no construían armas y ni siquiera tenían la palabra “guerra” en su vocabulario. Además, vivían en completa armonía entre ellos y con la naturaleza; eran la prueba evidente de que todos los males que contaminaban la vida humana, desde la codicia hasta la violencia, eran incubados por la civilización. Pero cuando cayó la dictadura de Marcos y un antropólogo suizo pudo entrar libremente al territorio de los tasaday, la farsa se desplomó. No había tal vestigio humano paradisíaco. Los tasaday eran en realidad nativos de otras tribus, que vestían ropa occidental y llevaban décadas interactuando con la civilización. El enigmático Elizalde los había convencido de que participaran en su farsa. Creó una fundación destinada a la protección de las minorías, de la cual, según las malas lenguas, extrajo 35 millones de dólares con los que se fugó de Filipinas al enemistarse con Marcos. Su destino fue Costa Rica, de donde fue expulsado poco tiempo después debido al escandaloso estilo de vida que llevaba: se había encerrado en su hacienda con una docena de jóvenes filipinas, y dedicaba los días a celebrar bacanales poco dignas del noble y sencillo estilo de vida de los tasaday.
Pero volvamos al Living Theatre. Después de leer a Artaud, Beck y Malina se afianzaron en su deseo de revolucionar la sociedad occidental y crear un mundo nuevo, más libre y pacífico, una “hermosa y pacífica revolución anarquista”, como ellos mismos la describían. En las obras que crearon desde 1958 se mezclaban las ideas innatistas de Paul Goodman y la búsqueda de pureza de Antonin Artaud. Por un lado, el ser humano debía vivir en absoluta libertad para que su creatividad y benevolencia se desplegaran sin interferencia alguna; por el otro, debía enfrentarse a imágenes cruentas que le recordaran cuáles eran los dilemas radicales de la existencia. Todo esto aparecía en Frankenstein, una obra de 1965 en la que Beck y Malina mezclaron el mito judío del golem, el sueño modernista de la ciencia y el progreso, y el inapelable fracaso de una sociedad que no respondía a las aspiraciones más profundas del ser humano. Era la inmortal obra de Shelley afectada por el ideal vanguardista de crear un hombre nuevo, con una conciencia y unos valores nuevos capaces de ennoblecer la vida humana. La criatura, hecha de retazos de cadáver, ya no era solo un logro de la racionalidad y de la ciencia, también era un ideal espiritual, un ser benevolente, innatamente atraído hacia el bien, que sin embargo había visto la luz en un hábitat que le impedía desplegar su naturaleza noble. La sociedad moderna, erigida sobre altos ideales, se había vuelto en contra del ser humano. El resultado eran la corrupción, el asesinato, el hundimiento de las ilusiones. ¿Qué solución quedaba? Empezar de nuevo: desandar los pasos de la humanidad hacia su estado originario de pureza.
“Un nuevo comienzo.” Es la frase que se repite incesantemente en la obra del Living Theatre que vino después. En el simbólico año de 1968, Beck y Malina hicieron su contribución a la revolución cultural que estallaba en todo Occidente con Paradise Now. El nombre ya decía mucho. Beck y Malina se propusieron dilucidar cómo sería una vida paradisíaca, enteramente libre, emancipada de agentes corruptores como el dinero y la violencia, y una vez vislumbrada esbozaron siete peldaños para hacerla realidad. Paradise Now era exactamente eso, una lección moral, un camino, una serie de pasos para liberar al ser humano tanto de sus impulsos violentos como de las coacciones de la sociedad capitalista. De vuelta al estado natural, emulando el estilo de vida de los nativos norteamericanos, viviría en eterna armonía, paz y libertad.
El sueño pacifista y la revolución cultural se vieron en un aprieto desde finales de 1968, cuando se comprobó que los levantamientos estudiantiles en todo el mundo habían cambiado los estilos de vida pero no las estructuras sociales. Fue el momento en el que el happening empezó a mezclarse con la violencia. Incluso en las filas del Living Theatre, contu- mazmente comprometido con el pacifismo, se vivió este dilema. Beck y Malina defendían la revolución sexual como método terapéutico que transformaría la energía en una fuerza positiva. El sexo era la salvación. Otros miembros de la compañía, como también las Panteras Negras y las Panteras Blancas, defendieron una idea distinta: la violencia no era el resultado de la frustración, la violencia era una inclinación natural y por lo tanto legítima, que debía ventilarse siempre que la sociedad fuera una amenaza al bienestar. Este matiz fue una grieta en el movimiento contracultural norteamericano. Empezaron los días de rabia, la explosión de bombas, las armas expuestas, los tiroteos, las comunas armadas. El Living Theatre se fragmentó y cambió de rumbo. Su gira con Paradise Now por las universidades estadounidenses le había dejado un mal sabor de boca. Mejor era viajar a un lugar donde pudieran poner su teatro al servicio de la liberación, y ese lugar era el Tercer Mundo: las favelas de São Paulo y Ouro Preto, en Brasil. Allí iban a despertar la conciencia del oprimido, y lo iban a hacer en las calles, no en ese recinto –burgués por excelencia– que era el teatro. El oprimido se convertiría en el nuevo buen salvaje, víctima de la dominación imperial de Occidente, a quien se debía salvar. Beck y Malina pensaron que a través del teatro liberarían a las víctimas de una dictadura, pero su tiempo los llevó por delante. Frantz Fanon, Sartre y Eduardo Galeano, entre muchos otros, hablaban por entonces del derecho que tenía el oprimido de romper las cadenas, cortar los vínculos con Occidente y derribar, país por país, a los dueños de Latinoamérica. Fueron ellos quienes más influencia tuvieron. De su mano se emprendió una nueva aventura a la caza de esa esencia secuestrada y contaminada por la colonización. En cuanto a lo que pasó de ahí en adelante, la historia es bien conocida. ~
(Bogotá, 1975) es antropólogo y ensayista. Su libro más reciente es El puño invisible (Taurus).