Asado argentino

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Dos rebanadas de pan de molde separadas por una loncha de jamón y otra de queso representan una de esas imposibles batallas lingüísticas entre Madrid, donde el mixto se impone, y Barcelona, donde el bikini campa por sus respetos. Sin embargo, ambos han de doblar la rodilla ante el más humilde tostado del más cutre café bonaerense, donde esa combinación ha alcanzado la perfección. Otro punto fuerte gastronómico de Argentina es el terreno de la pasta, donde con veinticinco millones de habitantes de origen italiano, se puede decir que es un alumno aventajado. Pero donde reina sin discusión, confirmando el manido tópico, es en el mundo de la carne.

El asado argentino es un símbolo nacional y al tiempo una de las joyas de la cultura universal, un equivalente extremo de la ceremonia del té japonesa, por ejemplo, con la que comparte duración, en torno a las cuatro horas. Su secreto es precisamente la falta de secreto, una materia prima estupenda, una buena parrilla y tiempo. Por eso quizá el asado cumple la máxima de que como en la casa no se come en ningún sitio: ningún restaurante puede emular las condiciones de una parrilla en un jardín particular.

Desde el 20 de septiembre y hasta el 23 de octubre próximo, en plena primavera austral, el tema central de muchos asados serán las elecciones presidenciales y legislativas. La política argentina responde a otro tópico, el de una impenetrabilidad que la hace incomprensible para cualquier observador no iniciado. Primero por la omnipresencia del peronismo, de izquierdas, de derechas, sindical, empresarial, juvenil, senil, áspero, tierno, liberal y esquivo. Segundo, por una peculiar combinación de inmensa riqueza, desastrosas finanzas, flagrantes desigualdades y una clase media formada, inencontrable hasta hace poco en el resto del continente.

Sin embargo, en una reciente visita al país, una perspicaz observadora de la realidad argentina señalaba el asombroso parecido entre la política nacional y el asado: “El secreto es que no hay secreto.” Un país bastante apetecible y un sistema electoral accesible generan una brutal lucha por el poder apenas disimulada detrás de esa aparente complejidad. Las sucesivas encarnaciones y luchas internas del peronismo-justicialismo-kirchnerismo-(¿cristinismo?); fenómenos cuasi cuánticos, como el de los radicales K; y el batiburrillo de alianzas transversales, coaliciones antinatura y siglas confusas: cuanto más ruido generan menos interés tienen. A más decibelios, menos bytes, por usar una escala científica.

Sin embargo, hay que admirar la eficacia con que los Kirchner primero, y la Kirchner después, han logrado afianzarse en el poder. Una veloz y arbitraria encuesta sirve para demostrar el respeto que ganó el difunto Néstor y el cierto cariño que despierta la señora Fernández, aunque se la defina a ella como “mal menor” o “melodramática”, y a él como “astuto”. Frente a ellos, otros líderes de distintas procedencias como el radical Alfonsín Jr. (“pelmazo”), el derechista Macri (que concita más de un “uff” y un “apolítico” como mayor elogio) o el izquierdista Pino Solanas (cuyo momento ha pasado), no parecen tener mucha chance en la escena política –de hecho tanto Macri (que ganó) como Pino Solanas acabaron presentándose a las elecciones de julio pasado para la alcaldía de Buenos Aires.

La ley electoral establece que para alcanzar la presidencia un candidato ha de alcanzar el 45% de los votos en la primera vuelta o bien el 40% y sacarle diez puntos al segundo. Si no se da ninguna de las dos condiciones, hay que celebrar una segunda vuelta. Desde que Cristina Fernández confirmó que se presentaba a las elecciones, el debate ha estado centrado en si será necesaria una segunda vuelta o no, y parece difícil que la campaña, que ha empezado bastante tibia, sea capaz de voltear los pronósticos.

Los gobiernos K han encabezado la salida del país de la tremenda crisis del año 2001 y han sabido gestionar bien una coyuntura internacional propicia, algo que no siempre ha sido obvio en Argentina. Néstor Kirchner fue elegido presidente en mayo de 2003 con un programa de inspiración socialdemócrata que su esposa mantuvo desde 2007, con ocasionales gestos populistas, subvenciones a bienes básicos (como la carne), y ademanes retóricos que pueden recordar a algunas políticas del Zapatero español. Además, han sabido seducir (hay quien prefiere decir “comprar”) a amplios sectores intelectuales y no se han librado de algún escándalo de corrupción que otro. En todo caso, Buenos Aires vuelve a tener aspecto de prosperidad, son los argentinos quienes visitan Brasil, España o Nueva York, y no a la inversa, y Palermo no tiene nada que envidiar a Greenwich Village, el Marais o el Borne. Pero como dicen algunos desengañados “esta fiesta ya la hemos vivido, y termina mal”.

Los asados, por mal que empiecen, siempre terminan bien. Es un rito primitivo, carne, fuego y aire libre, al que es imposible resistirse. Argentina, atrapada por una historia de decadencia más aparente que real, debería desembarazarse de las falsas complicaciones de su política para poder disfrutar de sus asados en la confianza de que el siglo XXI pertenece a países como ella. ~

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Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.


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