La imagen que tengo de mí mismo es cambiante y fugaz. Imprecisa como si la contemplara a través de un cristal engañoso. ¿Proteica? Casi siempre insatisfactoria. Varía con las luces y las sombras. No obstante, el paso del tiempo no altera su esencia. Adquiere cierta densidad cuando como si estuviera impresa miles de veces sobre la superficie de una película se pone en movimiento. Aislar un fotograma, invocando el azar, puede conducir a resultados insidiosos: el santo o el monstruo. De cualquier manera, y muy a mi pesar, oscilo entre ambos extremos. Soy esquizofrénico.
¿Multifacético? A través de un proceso cuyos mecanismos no alcanzo a comprender, he sido dotado de una máscara imperturbable. En ella, sólo los ojos, que a menudo arden como brasas, delatan mis estados de ánimo. Aquella máscara, huidiza y refractaria, destaca mis rasgos asiáticos. Mi perfil de cuchillo mellado y mi cabello renegrido impregnan el conjunto de un aire leve de monje o bandido. La piel relumbra a veces, pálida y amarillenta. ¿Se libera tal vez de algún estigma: el recuerdo de mi estancia en los infiernos…? Unas cuantas pinceladas más y el retrato estará acabado. Ni siquiera mi madre me reconocerá. Frente estrecha, cejas inexistentes. Una constelación de lunares. Ojos de miel. Mirada de basilisco.
Según el horóscopo chino, soy jabalí. Creo que el otro me define mejor: pez. Esquivo y resbaladizo. Tal vez una trucha de lomo irisado remontando una cascada. Además, me gusta la forma simplificada de ese graffiti que los primitivos cristianos pintaban en las catacumbas. Mi naturaleza se complace en el agua. Pero en sueños vuelo como un halcón.
Mi vocación y mi destino se funden en un único lugar posible: la escritura. Escribo con pasión, incluso con rabia. Trazo signos enrevesados en los cuales, alguna vez, acaso en las proximidades de mi muerte, descubriré mi rostro verdadero. ~