Tal vez haya quien piense que el pp llegó al poder por la conspiración de unos taxistas. Según se sabe, los hombres que cobran por recorrer Madrid representan el más sólido bastión de la derecha. Hablan de Felipe González como de alguien llegado de la estepa de los tártaros y de los moros como de un ántrax superior a los virus catalanes y peruanos. En esas cabinas del rencor social, el mundo sólo está bien en el pasado, donde el Caudillo duerme la siesta. Aparte de los taxistas, no conozco a nadie que admita votar por el pp. Seguramente esto revela mi escasa frecuentación social. De cualquier forma, me asombra que la mayoría absoluta asome tan poco.
Las estadísticas existen para informarnos de lo que piensan las multitudes que nadie conoce. Un dato revelador es que los votantes del pp se han inclinado a la derecha. Antes de la guerra de Iraq, en una escala donde el 1 representa a la ultraizquierda y el 7 a la extrema derecha, los electores de Aznar se ubicaban en el 4.2. Ahora ocupan el 5.8. El conflicto ha acentuado sus convicciones, contradiciendo a quienes pronosticaban el surgimiento de ese sujeto no siempre empírico: el español que cambia de opinión. Así las cosas, el 91% de opositores a la guerra resulta tan engañoso que puede incluir a los taxistas dispuestos a deponer su xenofobia en Cercano Oriente pero no a subir a bordo a un magrebita cuyo vehículo anterior fue una patera o a un chino que estornude.
¿Cómo explicar el apoyo a Aznar después del derrame del Prestige y la segunda guerra del Golfo? ¿Acaso la telebasura produce históricas amnesias? Incluso en algún taxi (de Barcelona) he oído decir que Aznar está muerto. Al día siguiente, el presunto cadáver sonríe en una foto junto a Adolfo Suárez, el Papa o Plácido Domingo. “Es un sociópata: actúa como si tuviera éxito”, me dijo un psicoanalista.
No sé si algún día las personas con las que hablo serán mayoría en el mundo de los hechos, pero con frecuencia lo son en mi cabeza. Coincido con ellas hasta que se me atraviesa una idea impopular: el problema no se encuentra en la recóndita conciencia presidencial, sino en el entorno que le sirve de sustento. Es posible que Aznar pierda su última partida, pero ya ganó suficientes para corregir al amigo que minimiza los triunfos del adversario descartándolos como delirios.
Aznar sabe que gobierna una nación de novedosos consumidores. La publicidad es una metáfora de la calidad y el presidente ha logrado construir un país metafórico en el que reparte bienestar. Tal vez se le escapen los votos por venir, pero hasta ahora ha conectado con el Zeitgeist español. Sus principales apoyos no provienen, como desean ver algunos férreos rivales ideológicos, de un confesionario ni de una reivindicativa zarzuela; Aznar se vincula eficazmente con valores que están en cualquier centro comercial y en los mejores horarios de la mediósfera.
Después del atentado a las Torres Gemelas, editorialistas de todas las tendencias se sorprendían de que los mexicanos cuestionáramos la política de Estados Unidos cuando lo que estaba en juego era la defensa de Occidente. Aznar aplicó con literalidad esta ecuación y se manchó las manos. Podría haber escurrido el bulto como Berlusconi, pero quiso ser, hasta el final, el máximo comprador de norteamericanismo. La cultura popular española desea a gritos una vida filmada en Hollywood. El pop baturro ha encontrado ahí su supremo modelo aspiracional. Empecemos con un informe obvio: en este país pródigo en top models, la chica que anuncia El Corte Inglés debe tener pedigrí de importación (Meg Ryan, en estos días). Se dirá, con justicia, que esto entra en la lógica universal de los almacenes. Menos claro es que el gobierno de Andalucía, bastión del folclor español, promueva sus tradiciones con un videoclip cantado en inglés funky. Por otra parte, sólo en un país con bulimia por el celuloide de Los Ángeles es posible que Amaral, la “Nina Hagen de Aragón”, crea que le conviene cantar: “¡¡¡Como Nicholas Cage en Leaving Las Vegas…!!!” La moda no escapa a los periódicos más serios, donde es posible leer encabezados tan módicos como éste: “Hollywood se rinde a Penélope Cruz” (o a Almodóvar o a Antonio Banderas, o si no: “Nicole Kidman se rinde a Amenábar”). El imperio que vive para no rendirse cae a diario en las fantasiosas emboscadas de la prensa local.
Son muchas las instancias en la que España corre de prisa para llegar a Rodeo Drive. La alineación del Real Madrid es un magnífico ejemplo de consumo de estrellas a la carta. Incluso los premios Príncipe de Asturias participan de este provinciano esfuerzo; ya no buscan distinguir a figuras del campo hispánico sino subrayar la centralidad planetaria de España. El año pasado ganaron, entre otros, Woody Allen, Arthur Miller, Hans Magnus Enzensberger, Daniel Barenboim y Edward Said. ¿Puede alguien tomarse en serio esta lista abusiva? La única especificidad vernácula del premio fue su afán de protagonismo internacional. Sólo falta que el Príncipe de Asturias amplíe sus ambiciones en plan retroactivo y premie a Sófocles, Goethe, Gandhi y Bach. El prestigio a la española es una forma del consumo. Aznar lo sabe y va de shopping, principalmente a la Casa Blanca. ~
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).