Bishop y Lowell, personajes de teatro

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Elizabeth Bishop y Robert Lowell escribieron durante treinta años una de las más hermosas correspondencias entre poetas que puedan leerse. Los había presentado Randall Jarrell en 1947, en una cena neoyorquina. Ella tenía 36 años y un libro de poemas publicado, él contaba con seis años menos y dos libros. Andaba divorciándose de su primera esposa; Bishop acababa de separarse de su novia de Key West. Con Lowell fue amor a primera vista, reconoció ella. Por primera vez era capaz de hablar con alguien acerca de la escritura, y resultaba tan sencillo como intercambiarse recetas de tartas.

Iban a verse poco. Bishop en Brasil, él en Nueva York, Boston o Londres. Emparejada ella con la arquitecta Lota de Macedo, él casado o divorciándose, siempre de mujeres novelistas. Sus encuentros, precedidos por complicadas negociaciones, incluirían accidentes desastrosos. Ella era alcohólica y depresiva, reservada y escueta; escribió apenas media docena de libros. Él, maníaco hasta la hospitalización, poeta abundante y confesional.

Se admiraban, se dedicaron poemas. Amaron en la obra del otro ciertas cualidades compensatorias. A propósito de un muy conocido texto de ella, Lowell lamentó ser tan aficionado a la pesca y que todos sus peces escritos se le volvieran simbólicos. Bishop le envió esta impaciencia dirigida a sí misma: “Cielos, ¿cuándo empezará una a escribir los verdaderos poemas?” Y comentó a continuación cuán verdaderos encontraba los de él.

Compartían admiraciones: Thomas Hardy, Marianne Moore, George Herbert. Cada uno de ellos visitó a Pound en St. Elizabeth’s Hospital. Sus cartas están llenas de cháchara de sepelio. A él le tocó noticiarle la muerte de Dylan Thomas, Robert Frost, Randall Jarrell y Delmore Schwartz. Envió a Bishop detalles del obituario de Hannah Arendt que entonces componía, de su entusiasmo por la poesía póstuma de Sylvia Plath y de una fiesta de cumpleaños de la viuda Jackie Kennedy.

“¡Me temo que voy a pasarme toda la vida extrañándote!”, le escribió. Recordaba un momento íntimo que habían tenido, de casi declaración amorosa. Él pensaba en ese instante como en otra vida que pudo haber vivido. Ella, en su contestación, dejó intocado el tema. “Cuando escribas mi epitafio –rogó Bishop–, di que fui el ser más solitario que vivió nunca.” Los dos se hallaban sentados sobre una roca. O sobre la idea de una roca, como apunta Sarah Ruhl en la pieza teatral donde los junta.

Ruhl cumplía un reposo por embarazo cuando un amigo le regaló el volumen de la correspondencia completa entre ambos escritores. Ya amaba los poemas de Elizabeth Bishop, y al introducirse en aquellas ochocientas páginas comenzó su obsesión con las cartas cruzadas entre Bishop y Lowell. ¿Y qué puede hacer uno con unas páginas que lo obsesionan hasta ese punto? Releerlas, leerlas en voz alta, declamarlas, aprenderlas de memoria, ensalmarlas. Citarlas textualmente, ponerlas en letra propia, teclearlas, imprimirlas, enviárselas a alguien, recontarlas, reseñarlas, ensayar sobre ellas. Traducirlas a otra lengua u otra disciplina…

Dispuesta al recitado, la memorización, el ensayo y la traducción, Ruhl utilizó únicamente frases de esa correspondencia para escribir Dear Elizabeth. A play in letters from Elizabeth Bishop to Robert Lowell and back again (Faber and Faber, 2014). Una pieza para dos personajes: la poeta entre cuarenta y sesenta años, y el poeta de edad parecida. Cada uno en su asiento, una mesa entre ellos y únicamente un par de artefactos: micrófono y grabadora. Sobre un escenario capaz de convertirse en el mar que bate contra una roca, donde brille una gran luna. Y capaz también de volver a ser el espacio privado de cada uno de esos escritores.

Sería conveniente evitar que parezcan tener escritas ya sus frases, ha sugerido Ruhl. Más bien estarían escribiéndolas en el mismo instante de la representación, como si se les ocurrieran delante del público. Ellos también asombrados de la llegada de esas palabras. Asombrados de dirigirse a otro, asombrados del otro. Podrían incluso leerlas directamente, algo que Sarah Ruhl aceptaría, igual que aceptaría una puesta que prescinda del mar y de la luna y de la roca, pues su mayor deseo ha consistido en poner en voz alta esas cartas. Así que no se sentiría traicionada en el caso de que dos intérpretes, uno cerca del otro, leyeran los fragmentos de Bishop y de Lowell.

En una frase no incluida en la pieza teatral, Elizabeth Bishop propuso: “Puesto que flotamos en un mar desconocido, creo que tendríamos que examinar con sumo cuidado las otras cosas flotantes que nos rodean. Quién sabe lo que podría surgir de ello.”

Y Robert Lowell le consultaba en 1963: “¿Has sentido alguna vez que casi aprendiste, por fin, lo suficiente, y te encuentras lista para nacer de nuevo con muchas más ventajas?”

En la escena final de Dear Elizabeth lo que les queda a ambos por decirse son algunos de los encabezamientos y de las despedidas de sus cartas. Solamente saludos y despedidas: aquellos tanteos iniciales hasta encontrar el nombre exacto del otro y, luego, tentativas de desasirse amablemente. ~

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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