Después de más de cinco décadas de haberse publicado, por primera vez se edita en español Hiroshima de John Hersey, que es no sólo un relato conmovedor de la reconstrucción y transformación de la vida de seis personas que sobrevivieron al lanzamiento de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945, sino también una cátedra del mejor periodismo jamás escrito.
Estamos ante la recuperación editorial para el mundo hispano de un libro imprescindible en las facultades de periodismo de las universidades americanas, más extraordinaria aún cuando nuevamente presenciamos azorados el espectáculo de la guerra, en estos comienzos de siglo tan dados a la metáfora para esconder el miedo: las armas de destrucción masiva no son otra cosa que aquello que en 1945 se llamó bomba atómica y cayó sobre Hiroshima y Nagasaki.
Un año después de que se diera el paso a la era atómica, John Hersey, que había sido corresponsal en la Segunda Guerra Mundial para las revistas Time, Life y The New Yorker, viajó a Japón para reconstruir el relato de seis sobrevivientes y los momentos posteriores a que estallara esa “bola de fuego”, cuya presión ejercida en el epicentro del impacto fue de ocho toneladas por metro cuadrado y su calor, a nivel de la tierra, había sido de seis mil grados centígrados, suficientes para acabar con la vida de más de cien mil personas en un instante y dejar heridas para siempre al doble. Con la precisión de un cirujano y con el filo de su navaja, Hersey recorrió Hiroshima y escribió un reportaje en el que las palabras no necesitan ser secundadas por otras para revelar su verdadero y atroz sentido. Sobre el descubrimiento que uno de sus entrevistados tuvo apenas unas horas después de la explosión, cuando todo era un caos y los vivos buscaban auxiliar a los moribundos, cuenta Hersey: “Cuando entró en los arbustos se dio cuenta de que había unos veinte hombres, todos en el mismo estado de pesadilla: sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando sobre sus mejillas. (Debieron de estar mirando hacia arriba cuando estalló la bomba; tal vez fueran personal antiaéreo.) Sus bocas no eran más que heridas hinchadas y cubiertas de pus, que no soportaban abrir lo necesario para recibir el pico de la tetera” (el agua que se les ofrecía). No hay palabras de condena ni juicios expuestos, no hay adjetivos calificativos ni opinión disfrazada como sucede con tanto periodismo actual, sino la serenidad de una pluma que, por su brillantez, era capaz de suprimir cualquier opinión personal sobre hechos que se revelan cargados de contenido en sí mismos. En su día, The New York Times escribió: “Nada puede ser dicho sobre este libro que iguale lo que el libro dice por sí mismo con esa inolvidable manera llena de humanidad.”
Es cierto que hoy se cuestiona esa manera que tiene el periodismo americano, que hizo escuela, de vacunarse contra sus propias historias para conseguir la tan buscada objetividad; es cierto también que en la actualidad se pone en tela de juicio esa contención medida frente a los hechos, la abolición de la primera persona, como si el periodista no tuviera sentimientos y fuera un mero intermediario entre lectores y protagonistas, pero finalmente hablamos de hace medio siglo y de los frutos que ha dejado en cientos de reporteros que han escrito el mejor periodismo de la historia (es curioso, sin embargo, que Hersey haya ganado en 1945 el Pulitzer por una novela, A Bell of Adano, y no por sus reportajes).
Por eso mismo es tan valioso el libro de Hersey, porque aquello parece en un momento dado un relato de ciencia ficción que recuerda lo descarnado de Ensayo sobre la ceguera, por ejemplo, y que por su agilidad nos hace olvidar de vez en cuando que no se trata de una novela, sino de una investigación periodística profunda cuyo impacto fue tal que, cuarenta años después, hizo volver a su autor a Japón, para seguir la pista de aquellos seis hombres y mujeres que habían sobrevivido a la catástrofe y con los cuales había hablado. No todos estaban vivos, pero pudo volver sobre sus pasos y reconstruir los cuarenta años que habían transcurrido desde entonces, sus penurias y batallas, sus éxitos y glorias; la vida, pues, de esos seres humanos que habían visto “con sus propios ojos” estallar la peor de la bombas en la peor de las guerras.
Pese a varias inexplicables erratas en las fechas, tanto en la contraportada como en interiores, rescatar hoy estos testimonios es pues una labor didáctica y profesional de un editor con tino. ~
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".