Campeonato mundial de taxidermistas

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Apenas se inauguró el Campeonato Mundial de Taxidermia 2003, las cabezas rodaron hasta la puerta. Había zorros y alces y pavos salvajes congelados, patos y búfalos y ardillas listadas y lobos, comadrejas y gatos monteses y grajillas, peces grandes y pequeños y jabalíes de lomo pelado. Los ciervos dispuestos en manadas, en carruajes y sobre plataformas: docenas y docenas de colas blancas y corzos. Ciervos por la mitad, ciervos completos y ciervos con deformidades, estornudando, frunciendo el ceño, haciéndose arrumacos y bostezando, masticando manzanas y mordisqueando hojas. Había millones de ojos: cajas y tazones repletos, algunos pequeños como lentejas y otros tan grandes como huevos escalfados. Había maniquíes de animales con la cara pelada, sin ojos ni orejas y completamente calvos: fantasmagóricos duikers grises y espectrales martas de pino y patos de pecho negro que parecían de otro mundo. Todo un salón de exhibiciones fue abarrotado de equipos, el material necesario para hacer que algo muerto vuelva a la vida: narices de repuesto para osos pardos, dientes falsos para castores, crema de aletas de pescado, arcilla para rellenar y agujas para tapicería.
     El campeonato se realizó en el Hotel Crowne Plaza de Springfield, Illinois, ese tipo de lugar de encuentro que luce más apropiado para conferencias y cenas de motivación para vendedores regionales que para albergar lobos en los corredores y a gente que cruza su sala de estar gritando: “¡Manos arriba, que viene un búfalo!”. Un millar de taxidermistas llegaron a Springfield para someter sus mejores piezas al jurado y para asistir a seminarios estilo “Montaje de aves acuáticas voladoras”, o “Ciervo cola blanca ¡de un maestro!”, o “Cómo usar una máquina de carne”. En la sala de estar del hotel, frente al mostrador de la recepción, se había dispuesto un área de preparación. Los taxidermistas estaban inclinados sobre sus animales, provistos de luces especiales para supervisar partes problemáticas como los lagrimales o las fosas nasales, y de cepillos de dientes para arreglar el pelaje revuelto. La gente merodeaba en los alrededores, saludando a taxidermistas amigos a los que no veían desde las últimas competencias y conversando sobre la materia.
     —La acetona frotada sobre una cola de ardilla hace que se doble hacia atrás.
     —Los dedos de la pata son muy importantes en una pieza auténtica de competencia. Creo que la marca Bondo funciona bien, lo mismo que Súper Goma.
     —Conocí a un amigo que tenía ganado y le dije: “Si alguna vez tienes a un recién nacido, me gustaría llevármelo”. Imaginaba que serviría para preparar una muy buena pieza.
     —Creo que es bastante difícil hacer una buena lengua.
      
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     Que exista un campeonato de taxidermia es algo para asombrar. No sólo para la gente que nunca ha usado un “desengrasador de patos de aplicación suave”, sino también para los propios taxidermistas. Durante mucho tiempo guardaron reserva sobre su profesión. La taxidermia, esa representación tridimensional de animales para su exhibición permanente, existía desde el siglo xviii, pero sólo fue popularizada por los victorianos, que se entusiasmaban ante cualquier prueba de un viaje exótico y ante cualquier representación domesticada de la vida silvestre: una miniatura de la selva tropical sobre la mesa del té, el antílope disecado para la puerta principal. Los taxidermistas originales fueron tapiceros que curtían las pieles de los trofeos de caza y luego las rellenaban con harapos y algodón hasta que tomaban su forma y tamaño original. Esas molduras iniciales eran rígidas y simples, y carecían de la menor expresividad. La práctica se hizo también popular en Estados Unidos: en 1882 ya había una Sociedad Estadounidense de Taxidermistas, que mantenía reuniones anuales y publicaba reportes especializados, sobre todo acerca del método de preparar animales para exhibirlos en museos. A medida que la taxidermia sirvió para preservar animales salvajes y facilitó su estudio fue considerada como un negocio honorable, aunque mucha gente la observaba con recelo.
     ¿Y cómo no iban a estar recelosos? Era el negocio de comercializar cosas muertas, lo que se sumaba a la cuestionable práctica de hacer que esas cosas muertas lucieran como si estuvieran vivas. A pesar de su valor científico, la taxidermia fue considerada un arte oscuro, un negocio particular subsidiario de la brujería y el vudú. A inicios del siglo xx, taxidermistas como Carl E. Akeley, William T. Horneday y Leon Pray refinaron sus técnicas y empezaron a poner énfasis en el acabado artístico. Mientras más técnicas de taxidermia se difundían, mayor era la desconfianza que generaban: en lugar de las cabezas de alce rellenas, tan poco artísticas que lucían falsas, había incontables gatos monteses tan inmaculada y perfectamente conservados que asustaban a cualquiera.
     En las décadas siguientes, la taxidermia sobrevivió en la marginalidad: unos cuantos practicantes aquí y allá, por lo general autodidactas y conocidos sólo por recomendación. Entonces, a fines de la década de 1970 se produjo una gran transformación: el negocio empezó a lucir más limpio y menos truculento —o quizá, en esa época morbosa y desordenada, la cultura popular comenzó a apreciar de nuevo al desordenado y morboso negocio de disecar animales para su exhibición—. Una irónica reinterpretación de la desordenada y burguesa época victoriana, y su tensa yuxtaposición de lo natural y lo creado por el hombre entró en apogeo: ¿qué hippie radical no tuvo un búho disecado o una cabeza de alce cubierta con un mantón de seda? Así una vez más la taxidermia se hizo de un lugar a la vista pública. Casas especializadas produjeron nuevos solventes y mejores compuestos para el curtido de pieles, trajeron nuevos maniquíes de peso ligero y produjeron nuevas resinas y arcillas. Se abrieron escuelas de taxidermia. Antes de eso, un aspirante a taxidermista podía sólo aprender el negocio como aprendiz de otro o tomando algún curso por correspondencia. En 1971 se formó la Asociación Nacional de Taxidermia (la antigua Sociedad se había desintegrado mucho antes). Tres años después, la revista comercial Taxidermy Review empezó a auspiciar los campeonatos nacionales. Por primera vez los taxidermistas tuvieron la oportunidad de conocerse unos a otros y de intercambiar consejos sobre cómo pegar lenguas en las mandíbulas o cómo medir apropiadamente el cuerpo de una ardilla.
     Las competencias fueron también la primera ocasión en que los taxidermistas pudieron comparar sus habilidades y ver quién en el negocio podía esculpir las mejores cabezas de alce o capturar la expresión ideal de un coyote merodeador. La habilidad taxidérmica radica en la eficiencia de uno para desollar un animal, extender su piel sobre un maniquí y luego coserla. Los taxidermistas más avanzados esculpen sus propios maniquíes. De otro modo tendrían que comprar una forma de espuma de poliuretano y tallar la piel para cubrirla. Las partes del cuerpo que no pueden ser preservadas —orejas, ojos, narices, labios y lenguas— pueden también ser compradas o hechas a mano. La apariencia de la pieza, es decir si luce viva, radica en cuánto ha estudiado el taxidermista su material de referencia (fotografías, dibujos y animales vivos), de modo que él o ella conozca la criatura al derecho y al revés.
     Para ser un buen taxidermista uno tiene que ser bueno en costura, escultura, pintura y peluquería, pero sobre todo tiene que ser un apasionado de la zoología. Tiene que amar a los animales, adorar cómo lucen, tomarles fotos, cazarlos, medirlos, moldearlos en yeso de París cuando están muertos y así tener alguna referencia para cuando uno esté, digamos, pegando labios u orejas y necesite tener una idea exacta del ángulo y la forma correcta en que éstas deben quedar. Algunos taxidermistas crían a los animales del tipo que más disecan, de modo que sólo tienen que ir a su patio trasero cuando necesitan recordar cómo luce un ciervo cuando está rascándose la nariz, especialmente ahora que la taxidermia moderna destaca las piezas que presentan expresiones interesantes, en lugar de las creaciones de apariencia congelada del pasado. Los taxidermistas parecen hacer pocas distinciones entre el hecho de amar a los animales vivos y amar a otros que ya no lo están.
     —Yo amo a los venados —me dijo uno de los campeones en la categoría de venados cola blanca—. Son mis bebés.
     Ahora la taxidermia está considerada un negocio que mueve quinientos setenta millones de dólares al año, producido por pequeños empresarios de todo el país que montan piezas para museos y decoradores, y con mayor frecuencia para los trece millones de estadounidenses que practican la caza recreativa y en ocasiones quieren preservar y exhibir algo que han matado y están dispuestos a sacar de donde sea desde doscientos dólares por disecar un faisán a varios miles más por una pieza de kudú o un oso pardo. Hay competencias regionales y nacionales de taxidermia a lo largo del año, y campeonatos mundiales cada dos años, dos revistas especializadas, numerosas escuelas y tres mil visitas diarias al portal www.taxidermia.net, en la cual los taxidermistas pueden negociar información y otros artículos con tanto desenfado que usted encontrará mensajes del tipo:
     —¡Necesito varios pares de patas de cabra congeladas!
     —¡Hola! Dispongo de trescientos juegos de patas de cabra y más de mil juegos de patas de oveja al mes. Mándame un e-mail al portal www.frozencritters.com o llámame para conversar sobre lo que necesites.
     —Tengo un pequeño mapache completamente congelado. Olvidé que lo tenía en el refrigerador. Sin haberle tomado medidas exactas, puedo decir que mide unas doce pulgadas. Es muy bonito. Sería una pieza muy simpática.
     —¿Puedo enjuagar bien una piel de jabalí y congelarla?
     —Bob, si está salada, no te preocupes.
     —¿Alguien podría decirme cuál es la mejor manera de conservar piernas y espuelas de pavo? ¡Gracias!
     —Brian, yo les inyecto las patas con Presérvelo. Disfrútalo.
     El comentario principal en el área de preparación era que las piezas más notables eran las nutrias juguetonas de Chris Krueger nadando en un círculo perpetuo alrededor de un leopardo y un sapo. Un e-mail llegado a principios de semana al portal www.tarxidermia.net decía: “Todo en esta pieza va a romperla“. Romperla, en esta era de la taxidermia, supone tener una pieza que no sólo parece viva, sino que además es artística. Suele bastar con presentar algo como lo que los taxidermistas llaman muestras tipo “pescado en la estaca”. Hoy, un competidor serio se preocupa de aspectos como la fluidez, el espacio negativo y la originalidad. Una de las piezas en competencia de este año, el panda gigante de Ken Walker, apunta a eso con precisión y habilidad artística, además del elemento sorpresa. La pieza luce como un panda puro al ciento por ciento, pero usted puede ir a cazar un panda y difícilmente obtendrá uno que parezca haber muerto de modo natural, así que todos mueren por saber cómo lo hizo Walker. El día de la apertura, Walker estaba en el área de preparación echándole goma a unas tiras de bambú para pegarlas detrás de las patas traseras del animal mientras una multitud se congregaba a su alrededor. Walker trabaja como taxidermista principal para el Smithsonian. Es un tipo pelucón y desgreñado que suele tener las manos ocupadas. Un día lo vi sosteniendo una pieza de arcilla mientras esperaba que empezara un seminario, y en poco menos de treinta segundos, casi sin ponerle demasiada atención, había moldeado una pequeña criatura parecida a un visón.
     —El panda fue realmente fácil de hacer —decía—. Me bastó tomar dos osos negros y blanqueé uno de ellos. Creo que usé Clairol Basic. Luego cosí ambas pieles siguiendo la forma de un panda.
     Walker usó un cepillo de dientes para cepillar el pelaje de la cara del panda:
     —En el campeonato de hace dos años un hombre llegó con un pato labrador extinto. Me quedé de una pieza. ¿Cómo podría mejorar eso, un pato extinto? Y se me ocurrió esa idea.
     Él pensó que el panda ganaría puntos en mérito a su sola creatividad:
     —Puedes obtener un 9,8 con una ardilla, pero sigue siendo una ardilla —dijo—. Yo me presento con un panda.
     —¿Y cómo hiciste con las uñas de las patas? —le preguntó alguien.
     —Le dejé puestas las garras del oso negro —respondió—. Se veían preciosas.
     Otro curioso se detuvo para admirar al panda. Portaba un equipo portátil de limpieza que aparentemente contenía goma, pintura marrón y negra, un pequeño set de utensilios y una botella de espuma moldeadora.
     —Una vez maté a un oso rubio —le dijo a Ken Walker—. Era una hembra de doscientas libras. Caray, quedó una pieza muy linda.
     —Apuesto a que sí —respondió Walker.
     Se paró detrás para admirar al panda:
     —Me gusta hacer estas recreaciones de animales en peligro de extinción y de algunos ya extintos, pues es la única manera de que cualquiera pueda tener uno. Hace un par de años hice un tigre dientes de sable. Me conseguí varios leones viejos de un zoológico y los desteñí.
     El panda fue admitido en la categoría de Recreación (mamíferos), una de las docenas de categorías y subcategorías y subsubcategorías que abarcan desde las súper específicas (como la del “ciervo cola blanca de pelo largo y boca abierta”) a las colosalmente amplias (“lo mejor del mundo”) en que compiten piezas cotizadas en el rango de los veinticinco mil dólares. (Hay incluso una categoría sub-sub-subespecializada, conocida como “tallado de peces”, que emplea partes de peces totalmente artificiales. Son piezas de resina y madera esculpidas con forma de peces y luego pintadas). Casi todos los competidores son profesionales que publicitan sus premios donde les sea posible. Por ejemplo, en lugar de ordenar “una cabeza de jabalí con ojos engastados” de un catálogo de taxidermia, usted puede ordenar la cabeza código NRB-ERH de Noonkester, esculpida por Bones Johnson, que fue, como indica el catálogo, la pieza campeona de la Asociación Nacional de Taxidermia en el año 2000.
      
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     Los taxidermistas toman muy en serio la competencia. Durante el tiempo que pasé en Springfield escuché conversaciones muy analíticas acerca de temas tan impenetrables como la manera exacta en que la nariz de una jabalina se arruga cuando gruñe o qué dientes usan los ciervos para masticar las hojas. Esto es importante porque el mayor logro de un taxidermista es hacer que el animal luzca como si nunca hubiera muerto, como si todavía estuviera haciendo las cosas que hacen los animales, como arrancar bayas de un arbusto o dormitar. Una mañana en que anduve dando vueltas con los jueces escuché discusiones que eran prácticamente dignas del Talmud sobre si los párpados de cierta pieza de un bisonte estaban demasiado retocados o si las fosas nasales de un antílope eran demasiado anchas, o si la ubicación de los bigotes de una nutria resultaba demasiado intencional.
     —Te vuelves un obseso —me explicaba cierto taxidermista una tarde en el salón de exhibiciones.
     En ese momento, él pasaba un plumero sobre su candidato —un gato montés descolgándose de un montículo de hielo—, momentos antes de que se iniciara la labor de los jueces. “Cuando trabajas en una pieza, te olvidas de comer, de beber, incluso de dormir. Te levantas a mitad de la noche para ir a tu taller a seguir trabajando. Quedas completamente absorto en lo que haces. Quieres que quede perfecta. Estás tratando de hacer que algo vuelva a la vida”. Le dije que su gato montés era precioso, e incluso que las gotas congeladas de la pieza lucían totalmente reales. “Las hice yo mismo”, dijo él: “Utilicé mangos de desatascadores de baño de acrílico transparente. El buen Señor me dio la idea mientras estaba en una tienda de herramientas. Agarré los mangos y los puse en el horno a cuatrocientos grados”. Acomodó las piezas de hielo y continuó:
     —Mi esposa estaba muy preocupada, pero lo hice en una bandeja para galletas antiadherente.
     ¿Pero quién quiere ser un taxidermista? “Yo fui carnicero durante quince años”, me dijo un taxidermista de Kentucky. “En todo ese tiempo nadie me dijo: ‘Chico, ese filete que me has cortado está genial’. Ahora todo el tiempo me dicen que he hecho un gran trabajo”. Steve Faechner, presidente y director de la Academia de Taxidermia Realista en Havre, Montana, empezó a disecar animales en 1989, después de pasar años trabajando en el ferrocarril. “Quedé herido y andaba buscando algo qué hacer”, me dijo. “Estaba un amigo que hacía taxidermia y me dije: tengo que rehacer mi vida. Y esto era”. Larry Blomquist, propietario de los Campeonatos Mundiales de Taxidermia y de Breakthrough, la revista comercial que auspicia la competencia, era profesor de escuela antes de poner su propio negocio. En este torneo participan varias mujeres taxidermistas (una de ellas estuvo enseñando el seminario de este año sobre Áreas Problemáticas en la Taxidermia de Mamíferos), y algunos taxidermistas novatos que compiten en su propia categoría para niños de catorce años e incluso más jóvenes.
     La noche en que empezó el campeonato fui a cenar con tres taxidermistas que habían llegado en auto desde Kentucky, Michigan y Maryland. Todos estaban casados y todos tenían esposas que se quejaban con frecuencia de encontrar cadáveres de antílope en el refrigerador, y todos trabajaban a tiempo completo disecando animales —por lo general ciervos para los cazadores locales, pero ocasionalmente algunas piezas de safari de gente que las había cazado en África—. Cuando les mencioné que no me imaginaba cómo una persona podía vivir de la taxidermia estallaron en carcajadas y el tipo de Kentucky me señaló que él vivía en un pueblo donde había otros dos taxidermistas de tiempo completo cuyos negocios están a unas calles del suyo.
     —¿Cuál es el gran negocio de este año? —preguntó el tipo de Michigan.
     —No lo sé. Algo nuevo con lo ojos —respondió el de Maryland.
     —Allí es donde se ven los grandes avances. ¿Recuerdan esos ojos rusos del campeonato pasado?
     Eran ojos de animal hechos de vidrio y cubiertos por una pintura reflexiva, de modo que si uno los iluminaba, rebotaba el brillo, tal como los verdaderos ojos de un animal. Los hombres discutieron esos detalles por unos minutos, luego hablaron de los nuevos ojos de pescado que han salido este año, que tienen calcomanías fotográficas de los peces reales impresas en lentillas plásticas. Estábamos en un restaurante de temática deportiva y había cerca de cien televisores en el salón que presentaban diferentes disciplinas atléticas, pero los hombres ni siquiera los miraban y en ningún momento dejaban de hablar sobre su asunto. Pedimos costillas a la barbacoa. Cuando terminamos de cenar, los tres se pusieron a juguetear con los huesos antes de que la mesera se llevara los platos.
     —Miren esto —dijo el hombre de Kentucky sosteniendo una costilla—. Podrían llevárselas a casa y usarlas para hacer un esqueleto.
      
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     En los seminarios del Campeonato de Taxidermia, la atmósfera era tan sobria como en un coloquio de temas tributarios. “Los bigotes”, dijo un instructor al grupo, mirando de reojo, “los arranco. Los clasifico. Hay bigotes izquierdos y bigotes derechos. Si ustedes quieren llevarse los premios mayores van a tener que pensar acerca de los bigotes”. Todos tomaban notas. En la siguiente sala: “Amigos, recuerden: su cadáver es su clave. Lo mejor que pueden hacer es guardar su cadáver en el refrigerador. Congelen la cabeza. Moldéenla en yeso. Les ayudará mucho que la cabeza esté en perfecto estado”. Durante los intermedios, el grupo hacía chistes acerca de una camiseta que había sido vista en una de las competencias regionales. La camiseta decía “PETA” en letras grandes, pero cuando uno se acercaba veía que PETA no eran las iniciales de People for the Ethical Treatment of Animals [Gente por el Tratamiento Ético de los Animales], dolor de cabeza de todos los cazadores y, por extensión, de todos los taxidermistas. Eran las siglas de People Eating Tasty Animals [Gente que Come Animales Sabrosos]. Risas alrededor. Luego regresaron al solemne negocio de disecar aves acuáticas voladoras:
     —Señores: sigan lo que el ave les está diciendo. Estúdienla, hagan su tarea. Cuando la tengan lista, limpien la cabeza, sacúdanla y tomen sus ojos. Hay muy buenos ojos en el mercado hoy en día. Hagan sus indagaciones y obtendrán una hermosa pieza.
     Afuera estaba nublado y con mucho viento —los vendedores de huesos en la zona de parqueo lucían resfriados y miserables—, y los modestos encantos de Springfield, su centro comercial, el Museo Telefónico Oliver P. Parks y la tumba de Abraham Lincoln, no podían competir con las extrañas y maravillosas escenas en el hotel. La simple experiencia de esperar el ascensor —sabiendo que las puertas podían abrirse para mostrar quizá a un hombre y a un alce o un cerdo peludo o un puma— era más emocionante que la usual espera del ascensor en el habitual hotel Crowne Plaza. La exposición comercial fue una suerte de alucinado té con partes de cuerpos y artículos para taxidermia, instrumentos para limpiar osamentas y para remover la sangre del pelaje: una carnalidad surrealista que sin embargo contribuía a la esperada seriedad y al sentido comercial del torneo, sin ironía y sin reconocer que tener cajas repletas de narices de oso para la venta representara nada fuera de lo común.
     —¡Vengan a ver nuestro hermoso pelaje sintético! ¡Somos el club del cabello para leones! Si usted caza un león que está fuera de estación o calvo, ¡le podemos ofrecer una espléndida melena de repuesto!
     —¿Demasiadas ardillas? ¿Se están llevando sus nueces? ¡Déjenos disecarlas para usted!
     —Divida y conquistará las formas animales: ¡Un sorprendente adelanto en maniquíes de mamíferos pequeños, con registro en trámite!
     El ganador de la exhibición resultó ser un ejemplar diminuto: un montaje de dos gorriones silvestres presentado por un alemán enorme llamado Uwe Bauch, que creció en la antigua Alemania Oriental soñando con competir en un concurso de taxidermia en Estados Unidos. La pieza era precisa y adorable, casi cautivadora al punto que mientras más la miraba uno, más sentía la impresión de que las aves estaban por terminar de construir su nido; extenderían sus alas y se irían volando.
     Una mañana muy temprano, antes de irme de Springfield, di una última vuelta alrededor del salón de competencias. Estaba en calma y un tanto extraño, con cientos de piezas dispuestas en largas mesas en todo el recinto. Las cabezas de ciervo estaban agrupadas, cada una en posturas y ángulos ligeramente distintos de la otra: algo parecido a un foro romano animal detenido en medio de un debate. Algunas de las piezas eran un poco raras: un ciervo con una dirección de e-mail grabada en un cuerno, otro decorado con alambres de púas y un tercero con una flecha clavada en el pecho. Había un coyote cuyo torso estaba abierto para mostrar una escena en miniatura de la destrucción del World Trade Center. Completada con diminutos francotiradores y pilas de escombros, esta pieza resultaba absolutamente extraña. Por lo demás, el salón se encontraba en una tranquilidad bíblica: el león al fin descansaba con un cordero de Córcega, la familia de grajillas en permanente y dispareja persecución de un escarabajo verde, y el tigre de Bengala cachorro mágicamente revivido: su rostro en un gruñido eterno, luciendo vivo aunque nunca haya vivido. –
     

—Traducción de David Hidalgo

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