La tarde de Lars Haugen
Los niños llegaron a Noruega por la mañana y terminaron de desembarcar después del mediodía. Venían cansados y hambrientos, muy silenciosos. Era abril. Llegaron por Sund, pero su destino final era Bergen, naturalmente. Eran ciento veinte niños de todas las edades, de todos los tamaños y colores. Se comunicaban entre sí gracias a traductores simultáneos: cinco niños que eran bilingües o trilingües y que viajaban de un lado al otro del barco. Seguían las órdenes de tres muchachos.
La capitanía de puerto los ayudó a atracar y a descender. Los marineros estaban desconcertados. Habían escuchado que, un mes atrás, un barco semejante había llegado a las costas de Dinamarca, pero con menos niños. Eran de distintos países, hablaban lenguas diferentes y llevaban víveres en el barco para sobrevivir un tiempo considerable. Los hombres sabían eso, pero no tenían idea de qué hacer con los niños que ahora veían y que los miraban taciturnos, con desconfianza.
Lars Haugen, el hombre a cargo de la capitanía, trató de averiguar más sobre su procedencia o sobre la forma en la que habían adquirido el barco, aprendido a navegarlo y ubicado los puertos de las tierras frescas.
En las noticias que él y sus hombres habían seguido con asombro y atención, se enteraron de cómo los niños llegados a costas danesas habían sido colocados en distintos hogares, pero el gobierno estaba siendo cuidadoso y no soltaba prenda. Había resultado imposible localizar a las familias, nadie tenía una idea clara de cómo había terminado el asunto; salvo que finalmente se decidió no ponerlos en hospicios.
Haugen miraba a los tres jóvenes parados frente a él. Estaba preparado para rechazar hombres mayores: adultos que llegaran en barcazas, sobre todo africanos, aunque también sabía qué hacer con los sudamericanos y los pocos asiáticos que habían sobrevivido a las inundaciones y a ese monzón permanente que se había instalado en gran parte de Asia. Pero no estaba preparado para esto.
Los muchachos no tenían más de trece años. Dos eran blancos y el otro, moreno. Su estructura ósea era evidente. Tenían el pelo largo y enmarañado y se negaron en redondo a responder preguntas.
Era una tarde despejada y Lars Haugen no podía pensar en otra cosa que en su retiro, en septiembre. Había visto esos mares su vida entera. Había vivido los cambios siendo ya un adulto y, todavía, a pesar de todo, se regocijaba por las nuevas y prolongadas primaveras, por la brevedad de la nieve durante los inviernos y, particularmente, de la luz del sol.
La pesca había cambiado. Ahora comía peces que le parecían más sabrosos, tal vez porque esa nueva iluminación lo hacía desear alimentos ligeros, con olores sutiles. Entendía que nada era como antes y que las cosas podían ponerse muy mal. Había presenciado lluvias inimaginables y crecidas alucinantes por el incontrolable deshielo. Las aves en los árboles eran distintas y el sonido mismo del pasar de los días no era con el que había crecido. No le molestaba. Pensaba que sus propios recuerdos podían haberse enturbiado con el tiempo y que estos pájaros y estos peces eran los mismos de su infancia.
La muerte y el desasosiego que reinaban en otras partes del mundo le parecían lejanos e intocables. Los niños, sin embargo, eran otra cosa: le traían recuerdos de sabores pasados que jamás volverían. No tenían por qué estar ahí, sin dignarse a verlo, dueños de una voluntad que lo sorprendía. Que tres púberes tuvieran el don de mando necesario para controlar a más de un centenar de pequeños, era algo que superaba al viejo.
Haugen preguntó, una vez más, en inglés, quién los había puesto en el barco. En las oficinas del puerto, en distintas habitaciones, con ropa nueva y comida caliente, estaba el resto de la tripulación infantil. Eran niños de distintas razas, venían de lugares imposibles de conectar entre sí. Habían buscado cadáveres en el barco, sin encontrarlos.
Los chicos se miraron unos segundos y luego lo miraron. El más alto se llevó el índice derecho a los labios y negó con la cabeza: no hablarían. Lars suspiró. Sobre su escritorio había iPods, cds y dos computadoras portátiles que ya no tenían pila, todo pertenencias de los niños. Sus hombres pudieron ver, en las máquinas de las oficinas, las imágenes grabadas en los cds.
Eran recuerdos de sus familias.
Había que llevar a estos tres, esposados, a Bergen. Antes, Haugen debía sacarles algo de información. A los otros le tocaba tratarlos como a príncipes hasta que supieran qué hacer con ellos. No eran adultos. No podían ponerlos de vuelta en barcazas a que el mar se los tragara o a que tuvieran una suerte de la que ningún noruego se haría responsable porque ninguno de ellos pensaría en el desierto ensanchado que había crecido desde el Mediterráneo hasta el cabo de Buena Esperanza, desde Tejas hasta la Patagonia, abarcándolo todo; tampoco en las tormentas y los ciclones del Asia meridional.
Una parvada verde atravesó el cielo y captó la atención de los chicos. Lars pensó que tal vez fueran pericos, pero no pudo distinguirlos. Se rascó la cabeza. Salió unos segundos de su despacho y miró a los demás: a los enfermos los habían llevado al hospital. En las oficinas sólo estaban los sanos. Unos parecían prácticamente bebés de brazos. Haugen no sintió nada al verlos, ninguna emoción.
¿Qué les harían en Bergen? ¿Los colocarían en casas por todo el país? ¿Los darían a las muchísimas parejas que no podían concebir? ¿Los pondrían a vivir con esos padres frustrados y anhelantes que les regalarían su idioma y sus tradiciones y les heredarían una tierra que por fin era fértil, a estos niños multicolores y tercos?, ¿su agua? El capitán se arrancaba pelos de la barba cuando pensó que lo mejor para todos sería sentar un precedente. Si él instruyera a sus hombres, se desharían de todos los niños. No podían ser confiables y marcaban la pauta de lo que vendría: los estaban invadiendo. Lo mejor sería acabar con ellos, de una vez, mientras los tenían a todos reunidos.
Miró por la ventana y se dio cuenta de que se hacía tarde. Los chicos seguían en su oficina, tal como los había dejado. Volvió sobre sus pasos, se paró detrás de su escritorio y marcó el teléfono. Pidió la camioneta para llevárselos a Bergen. Que las autoridades decidieran qué hacer con ellos y cómo. Si le preguntaban, daría su opinión, nada más. Había decidido no ser un héroe. Que Noruega se hiciera cargo: Lars Haugen había decidido retirarse en paz. ~
– Julieta García González
Postits
Ella era tan consciente de su papel en el planeta que, cuando encendí un cigarro, me acusó de colaborar al calentamiento global.
–Me gustaría colaborar a un calentamiento más personal– quise bromear pero su cara de haber recibido el aire del desierto me reconvino. Era como haberle hablado mal de Mahoma a un ayatola.
Estábamos en nuestros cinco minutos frente a frente en un bar de citas. Yo me estaba hundiendo en mi falta de talento para ligar –por eso tuve que prender el cigarro, actividad que, en estos días de prohibiciones, sólo se lleva a cabo cuando un ser humano, de pronto, se da cuenta de su propia miseria– y ya llevaba tres seguras negativas. La cosa funciona así en el bar de citas: tienes que reunirte con diez mujeres que desean entablar una relación con desconocidos y cada una te da cinco minutos de entrevista. Lo normal es a qué te dedicas, tu signo zodiacal, tus pasatiempos. Ellas te palomean o te tachan. Los elegidos pueden salir a una cita fuera del bar de citas. Los tachonados seguimos asistiendo a este juego de las sillas. Siempre odié ese juego. La música se detenía siempre cuando estaba tan lejos de la silla que sólo podía evocarla. Fue por eso que le pedí que me hablara de sus convicciones ecologistas. No iba a permitir un rechazo más. Me iría con esta maestra de escuela a la cama lloviera o nevara, glaciación de Calvino o calentamiento global de Gore.
–No son mis convicciones– volvió a reclamar mientras yo apagaba el cigarro sin fumar–, son del planeta entero. Nos compete a todos.
Puse mi cara de interesado, de digno de ser introducido al tema de nuestro tiempo y así fue que trascurrieron los siguientes cuatro minutos y veinte segundos. El mundo se calentó: los glaciares se derretirían, desaparecería Nueva York, México sería un desierto –más de lo que es ahora–, los pingüinos se extinguirían, las ballenas se desubicarían, los pájaros se harían impuntuales en sus migraciones. Nos ahogaríamos sin remedio en una nube de dióxido de carbono, sudando en shorts y minifaldas.
La idea no me desagradó. Ella en minifalda. ¿Tendría buenas piernas? Todos sudorosos. La ropa pegada al cuerpo. Como postits. Acabó nuestro tiempo justo cuando ella iba a abordar las formas en que todos podemos ayudar a que el calor no suba. O a detenerlo, porque, según entendí mientras le veía la boca y la imaginaba en actividades distintas a hablar, el Apocalipsis del dióxido de carbono está anunciado, en marcha, y el séptimo sello es encender un tostador de pan. A mí la idea de un verano eterno con lluvias enloquecidas, vientos huracanados, y extinción de especies, me pareció un relato excitante. La imaginé así de entusiasta en labores más paralelas y menos perpendiculares. Saber que estás cerca del final desinhibe a la gente. Y con calor, mucho más. Pero yo había reprobado a sus ojos. El maldito cigarro. Encender un cigarro ante una desconocida es ahora peor que llegar borracho a la primera cita pidiendo medio pollo.
Por curioso que parezca me llamó tras unos días. Estaba interesada en que volviéramos a encontrarnos. Oficialmente había ligado. Palomeado. Aprobado en el examen. O no exactamente. Mi conciencia planetaria está reducida al baño de mi casa: ahí conviven hormigas que traspasan desde el muro exterior con unas mosquitas idiotas que, más que volar, saltan. Es mi ventana al comportamiento de la vida: cada vez que abro la llave de la regadera ahí mismo mueren hormigas y mosquitas sin saber el sentido de nada. Al día siguiente ahí están de nuevo, como si no hubieran aprendido nada. Por lo menos aprender que ahí vive alguien que todas las mañanas abre una llave de agua que las mata. La genética, para mí, no es un milagro sino una necedad. Lo que digo es que me citó, no porque le interesara mi cuerpo, sino mi alma. Estaba yo en riesgo del fuego eterno del calentamiento global y ella se ofrecía a redimirme. Por mi parte me mostré interesado en que fuéramos a mi casa. El pretexto fue que necesitaba que me enseñara qué podía hacer para ayudar al planeta a mantenerse frío en Rusia y tropical en Brasil desde mi humilde casa. Como siempre. A que fuéramos lo que siempre hemos sido: un planeta caliente en el medio. Se lo dije así pero no entendió el doble sentido.
Como mi casa se ubica en un laberinto de casas construidas como si fueran hormigas y mosquitas sin sentido de nada, la recogí en el Metro. No usa automóvil, por supuesto. En el camino hizo algo que nos ahorró la charla pero que resultaba un tanto incómodo: escribía en postits, los arrancaba, y los pegaba en ventanas de autos –“afine su coche o nos matará a todos”–, en postes de luz –“están conectados más de los diez que deberían y nos están matando a todos”–, en puertas de casas –“¿una televisión y un radio al mismo tiempo? Nos están matando a todos”–, así que cuando finalmente llegamos sin poder conversar, no me extrañó que me desconectara la computadora, el DVD y el refrigerador. No me opuse. Yo no quería matarlos a todos. Sólo a algunos, a veces. La verdad es que no hablamos. Ella escribió en postits y los fue pegando por mi casa. Yo buscaba una mirada, un guiño. Pero nada. En algún momento pidió agua. Explicable en ese mundo de calenturas en el que vivía. Fui a la cocina y me pregunté qué carajos estaba haciendo ella aquí.
Cuando salí con el vaso de agua la sala estaba cubierta por una duna del desierto. La busqué pero jamás pude encontrarla entre la arena. ~
– Fabrizio Mejía Madrid
La Señora Rojo
En mi jardín hay una tortuga del tamaño de una mesa. Agoniza, hace días, bajo el ventanal. Nunca me han entusiasmado los animales, pero las tortugas tenían ante mí el prestigio de la mudez. Pues no: hacen ruido. Ésta, al menos, emite unos gemidos que complican el sueño y arruinan el desayuno.
Mi mujer y las niñas la riegan por las noches y le ofrecen comida. La bestia, lánguida, masca la lechuga pero al poco rato la vomita, convertida en una pasta sangrienta que hay que disolver a manguerazos. Las niñas parecen considerar gracioso el proceso y han comenzado a entregarle apios o coles a nuestras espaldas, con el resultado de que su cuerpo está rodeado, ahora, por un círculo de hierba calcinada por las náuseas. Además de afearnos la vista, la alimaña nos destruye el zacate.
Amo este clima.
Cientos de tortugas llegaron a la ciudad en los meses pasados.
Casi todas fueron inmediatamente atropelladas, o lanzadas al vacío desde los puentes peatonales (y, consecuentemente, atropelladas), o utilizadas como tambores por los muchachos del tianguis cultural (decoradas, claro, con telas de colores, como bailarinas de salsa) y después convertidas en sopa en los barrios periféricos y en más de un fraccionamiento amurallado.
Comprendo y aplaudo a todo verdugo de tortugas: si no fuera un sujeto esencialmente holgazán, como soy, saldría ahora mismo al jardín y arrastraría al monstruo a la calle para que lo atropellaran. Pero como no tengo la menor intención de llenarme los pantalones de sangre y vómito, me limito a mirar cómo la riegan, aprovechando las dos horas de agua que nos corresponden por las noches. Si viviera, mi padre diría: Trabajas todo el día para que tu agua la aproveche una tortuga desahuciada. Eres un pobre imbécil.
Trato de leer el diario, pero estoy harto de las noticias sobre animales que van a morir en sitios en donde ni siquiera se suponía que vivieran. De cualquier modo, la tos de la bestia tampoco permitiría avanzar demasiado en el libro que abandoné desde su llegada. Nadie sabe porqué están en la ciudad. Algunos sospechan del clima. El delirante calor es bueno para las tortugas delirantes.
Una mañana, descubro que las niñas hablan con gran familiaridad de una Señora Rojo e intercambian risitas. Alarmada, mi mujer me confiesa que bautizaron así al animal, aunque su sexo sea una conjetura. El Rojo es por la sangre, claro, que ahora sale de su boca a borbotones hasta cuando no se le da lechuga.
Eso significará que el fin se acerca, quizá, pero mientras la muerte vacila, mi jardín y la zona de la casa que se asoma al ventanal han comenzado a apestar. Temo que los camiones asignados por el gobierno para recoger los cadáveres me multen por mantener con vida a este filete en putrefacción.
Mis miedos se consuman. Una noche, al llegar del trabajo, me encuentro con que un agente ha adherido una multa al caparazón de la Señora Rojo. ¡Setecientos pesos! Por ese precio habría podido rentar un carro alegórico que le diera dos vueltas a la ciudad. En venganza, le ofrezco dos lechugas como cena y subo el volumen del televisor cuando le comienzan las arcadas. Ojalá le duelan.
–Déle a beber un poco de cloro –me sugiere el vecino, a quien consulto cuando lo veo sacar un cadáver en una gran bolsa negra.– Con un vasito que le haga pasar, se deshace del bicho.
Pero la Señora Rojo es tan lista que no bebe el cloro, sino que lo escupe cuidadosamente en mis zapatos.
El interés de las niñas decae, lo mismo que la compasión de mi mujer. Ahora, unas y otra se quejan del olor y me hacen responsable del bienestar de la cosa. Me empujan a llamar a un veterinario o, insinuantemente, a lanzarla por encima del muro, hacia el jardín del vecino. La segunda idea no parece mala, pero para levantar semejante montaña de aletas y carey se necesitan unas fuerzas hercúleas que no poseo. Fracaso al cargarla: la bestia vacía sobre las perneras de mi pantalón su estómago presionado.
Los días se vuelven oscuros. Pierdo de tal modo el hilo de las noticias –cómo leer diarios, cómo mirar el televisor a unos metros de donde la Señora Rojo tose– que me toma por sorpresa la llegada del grupo de biólogos de la Universidad.
–Reportaron una tortuga enferma.
Bendigo mentalmente a mi vecino. Las niñas imploran que no la entreguemos, pero yo recompenso a los biólogos con quinientos pesos y un vaso de agua para cada uno.
Nuestra primera noche de paz es estupenda. Regamos la zona de hierba quemada y removemos la tierra. Acostamos temprano a las niñas y mi mujer se pone el camisón transparente. Dormimos a la perfección.
Me despiertan gritos de alborozo.
–¡Papá! ¡La Señora Rojo está en el jardín!
Mi mujer cubre su desnudez con una precaria sábana. Yo me envuelvo en otra, como un cónsul romano, y a toda prisa acompaño a las niñas, que me jalan las manos, ávidas de guiarme.
No es, desde luego, nuestra vieja Señora Rojo. Es un ejemplar mayor, pesado y enfermo, llegado quién sabe cómo a mi hierba. Huele como un batallón de Señoras Rojo en agonía.
¿Dónde puse la tarjeta de los biólogos?
Carajo.
Amo este clima. ~
– Antonio Ortuño
(ciudad de México, 1970) es narradora. En 2005, el FCE publicó su libro de cuentos Las malas costumbres.