¿Qué justifica este nuevo recordatorio de la influencia de los emigrados españoles en la ciencia mexicana? El tema dista mucho de haber sido agotado. La ciencia no se ha dado fácilmente ni en España, ni en México: el fenómeno de la incorporación y el desarrollo de los republicanos españoles en el ambiente científico mexicano obedeció a la feliz conjunción de factores políticos, sociales y culturales únicos y poco estudiados. Este recuento pretende hacer referencia a esos factores, prevalecientes en España y en México en los años treinta del siglo pasado. Los personajes, las obras y el impacto de los científicos exiliados en México han quedado consignados en la historia de la ciencia de nuestros dos países en excelentes trabajos de Abellán, García Camarero, Cueli, Giral y Barona, entre otros.
Entre las contribuciones más significativas de los científicos refugiados se cuentan las realizadas en el campo de la medicina. Por ser éste el ámbito que conozco mejor, y por haber tenido la fortuna de convivir muchos años con varios de los médicos españoles más distinguidos del exilio, me limitaré a esta área.
La información escrita sobre la influencia del exilio español en la investigación médica mexicana es rica en extensión y en calidad. El tema ha sido tratado con autoridad por Somolinos, Cueli, Guarner, Aréchiga y Fernández-Guardiola. Gracias a ellos, las vidas y las obras de los profesionales españoles que contribuyeron a producir la época dorada de la medicina mexicana han quedado debidamente consignadas.
Deseo aquí hacer referencia a los antecedentes del desarrollo de las ciencias médicas en los dos países, tomando como ejemplo la obra del Dr. Isaac Costero, figura representativa de la contribución española a la ciencia médica mexicana por la solidez, continuidad y efectos benéficos. Para el Dr. Francisco Giral, Isaac Costero fue “sin duda el científico exiliado de más categoría, el que ha producido mayor obra original de calidad, el que ha formado verdadera escuela con mayor número de alumnos distinguidos y cuya obra ha tenido la máxima trascendencia en México”.
Costero, como muchos otros intelectuales republicanos, tuvo como antecedente haberse dedicado a la investigación científica gracias a la ayuda que recibió de la Junta para la Ampliación de Estudios. A la Junta debió Costero su preparación y su laboratorio en la Universidad de Valladolid.
Ciencia en España antes de la Guerra Civil
¿Qué fue y cómo surgió esa Junta, a la que indirectamente tanto debe México? Frente a las convulsiones sociales de la segunda mitad del siglo XIX surgió en España, bajo el liderazgo de Don Francisco Giner de los Ríos, jurisconsulto y pedagogo notable, la Institución Libre de Enseñanza “disociada de los principios o intereses de toda comunión religiosa, escuela filosófica o partido político, que defendía la libertad e inviolabilidad de la ciencia, y el derecho de todo maestro al ejercicio de la transmisión independiente del conocimiento, sin interferencia de ninguna autoridad”.
La Institución, fundada en 1866, fue en su origen un bachillerato privado. Pronto se convirtió en fuente de renovación, de tolerancia y de pensamiento libre en la que se fomentaba una viva e insaciable curiosidad por la ciencia, el arte, la naturaleza y la humanidad. Por encima de las diferencias de partidos, de poder, o de religión que convulsionaban a España, la Institución dio origen a un programa generoso y equilibrado de reconstrucción cultural de la nación española.
La pérdida de las últimas colonias españolas en 1898 causó depresión, escepticismo y falta de fe en las soluciones políticas; se abogaba por un nuevo tipo de hombre y por un cambio de métodos. La gente volvió la mirada hacia la educación. Algunos ministros liberales se acercaron a Giner de los Ríos para pedir consejo. José Castillejo, profesor de derecho romano de la Universidad de Madrid, recuerda que sus respuestas representaron la política educativa de hombres bien informados, con una larga experiencia en la enseñanza elemental, secundaria y universitaria, con conocimiento directo no sólo de su propio país, sino también de algunas de las naciones más progresistas de Europa. Ese grupo consideraba el talento como la verdadera aristocracia y, por consiguiente, la escuela como la mayor fuerza en la sociedad moderna. No se debía emprender ninguna reforma educativa sin antes preparar al personal necesario. Como consecuencia se recomendó la concesión de cientos de becas para mandar estudiantes, maestros y profesores al extranjero.
Las recomendaciones de Giner encontraron simpatías entre algunos liberales y llevaron al establecimiento en 1907 de dos comisiones, una efímera, para la educación elemental y la otra, para estudios avanzados e investigación científica, dotándolas de una autonomía moderada. Se creó así la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que fue durante treinta años el principal órgano de vanguardia en la renovación educativa del país. En palabras de Castillejo, secretario de la Junta:
Esta fue una idea difícilmente digerible para los políticos españoles. Los ministros afirmaron su propia autoridad exclusiva y su responsabilidad en la administración de fondos públicos y en designar a las personas a quienes debía pagarse. Era difícil convencerlos de la diferencia entre conceder una beca para la investigación científica y nombrar un jefe de policía. Finalmente se llegó a un compromiso: la Junta sometería cada año una propuesta para el uso que debía hacerse de las becas acordadas por el Parlamento.
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La Junta estaba compuesta de veintiún miembros honorarios vitalicios, profesores y científicos eminentes. Su primer presidente fue Don Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel y la más grande figura científica que han tenido las neurociencias. Castillejo continúa:
Quedaba desechada toda idea de fuerza o de victoria porque, en una corporación que busca la verdad y la justicia, se trata de una cuestión de convicción y de hallar las soluciones apropiadas, no de vencer por el peso de una mayoría. Por tanto, en el momento en que surgía una división de opiniones, se posponía la resolución hasta que se hubiesen recogido más pruebas. Y durante treinta años todas las decisiones se adoptaron unánimemente. El presupuesto de la Junta llegó a ser hasta de un millón y medio de pesetas, integrado con concesiones anuales del gobierno, donaciones y el producto de publicaciones y cuotas.
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La Junta concedía becas para el extranjero a cualquier ciudadano español que pudiera dar pruebas de una preparación suficiente, cualquiera que fuese su edad, calificaciones o estudios previos. De cerca de trescientas solicitudes anuales, cincuenta estudiantes al año en promedio fueron enviados al extranjero de 1910 en adelante, con un total de aproximadamente mil quinientas personas. No solamente profesionales de la investigación y la educación superior eran los beneficiados, también maestros de escuelas elementales eran enviados para visitar las escuelas en el extranjero. El mayor número de becas se dio para medicina y derecho. En las ciencias fue donde el efecto renovador fue más fuerte. “La Junta prefería dar completa libertad a sus estudiantes en la elección de las materias de estudio para evitar desviaciones o entusiasmos fingidos. Su completa facultad de selección era suficiente para hacer justicia a las principales necesidades del país”.
Además del otorgamiento de becas, la Junta creó laboratorios e institutos como el Instituto Cajal de Histología, el Laboratorio Fisiológico y el Instituto de Física y Química, entre otros. Cada uno de estos centros tenía completa independencia científica, pero la Junta tenía poderes exclusivos en cuanto a su financiación, el nombramiento y despido de directores y a la inspección de los resultados científicos y las cuentas financieras. Se produjo una cantidad considerable de publicaciones en forma de libros, folletos, revistas periódicas y libros de texto. Asimismo se dotaron bibliotecas con libros modernos.
Por si ello fuera poco, el interés de la Junta por la enseñanza elemental y media quedó demostrado con la creación del Instituto Escuela, campo de experimentación y colegio de preparación para maestros de escuela secundaria. Se introdujeron por vez primera normas como la dedicación de tiempo exclusivo y la realización de trabajos de investigación por los maestros, para lo que disponían de los laboratorios de la Junta; la limitación del número de horas de clase diarias; la supresión de los exámenes; la libre elección de las materias en los años superiores, etc. “…Era maravilloso ver el efecto que tenían en los alumnos las horas pasadas con maestros que estaban haciendo sus propios descubrimientos, aunque fuese demasiado elevado y distante para las necesidades prácticas de la escuela”.
La Junta creó, además, residencias de estudiantes en Madrid, no sólo para proporcionar alojamiento digno, sino sobre todo para crear un ambiente propicio para su formación profesional. Aunque en la primera etapa de su crecimiento la investigación científica no podía ser para la República tan urgente como la educación popular, todos sus ministros mantuvieron las becas para estudiar en el extranjero, los laboratorios y los institutos de la Junta. Se creó también la Fundación Nacional de Investigación y Reformas Experimentales que estableció laboratorios de bacteriología, hematología, e histología, entre otros, en diversas ciudades de España en un intento de descentralización en el que se ponía a disposición de científicos eminentes, dondequiera que estuvieran, el equipo y los recursos para la investigación, que consideró al país “como un único y vasto instituto, ignorando las fronteras regionales”.
En 1937 Castillejo escribió: “El advenimiento de la República atrajo a la política a muchos de los líderes intelectuales preparados por la Junta… su deserción rompió el marco científico todavía débil del país. Las persecuciones al final los echarán de España y quizá América Hispana recogerá parte de la cosecha cultivada en la Madre Patria”.
Las palabras de Castillejo se hicieron realidad dos años más tarde. La ciencia se eclipsó en España al tiempo que surgía con vigor en México, en donde nuestro personaje, Isaac Costero, como otros muchos científicos exiliados, encontró un terreno propicio para el desarrollo de sus actividades profesionales. Vale la pena recordar que el libro de Castillejo Guerra de Ideas en España tardó cuarenta años en ser traducido al español, porque según lo predijo su autor: “La guerra, el pánico, el odio, la miseria y el recuerdo de horribles crímenes obstaculizarán la libertad por largo tiempo”.
Ciencia en México en tiempos del general Cárdenas
¿Cuál era el ambiente cultural del México de fines de la década de los años treinta? Una generación excepcional de mexicanos liberales, que habían curtido su espíritu en la infancia o en la adolescencia en tiempos de la Revolución, recibió a los exiliados españoles con los brazos abiertos. Había, entre los españoles que llegaban y los mexicanos que les brindaban la bienvenida, no sólo un lenguaje común, sino también valores y principios afines.
El Dr. Hugo Aréchiga, discípulo de un destacado médico e investigador republicano, el Dr. José Puche, resumió bien el ambiente que prevalecía a la llegada de los científicos españoles a México:
En ese tiempo, México se empezaba a recuperar de más de dos décadas de lucha interior. Pero aquí, los idealistas habían tenido mejor suerte. La nación emergía provista de una espléndida constitución política, se cerraban cuarteles para abrir escuelas y se iniciaba un ambicioso programa de apoyo a la educación superior y a la investigación científica. Se había reivindicado la soberanía nacional sobre los recursos naturales del país, pero faltaban los científicos y los técnicos que permitirían conocer y aprovechar esos recursos. Podemos afirmar que difícilmente pudo México haberlos recibido mejor, ni ellos haber entregado más a México. Al rendirles tributo hoy, no podemos menos que recordar también con admiración a la generación de mexicanos que hizo posible el que vinieran y que fue capaz de aprovechar su saber.
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A su vez, uno de los protagonistas mexicanos, el Dr. Manuel Martínez Báez, recordó así aquella época:
Al triunfar la Revolución, cuando menguaron considerablemente o cesaron sus manifestaciones bélicas, y cuando se organizó una nueva administración pública, comenzaron a sentirse en México algo más que cambios importantes en el orden social o en el de la política; viejas ideas erróneas fueron sustituidas por otras nuevas y con el mito de la excelencia del régimen porfiriano se desvanecieron otros mitos, como el de la enorme riqueza de nuestra patria, el del bienestar general de nuestro pueblo y el del gran adelanto científico de nuestro país. México pudo entonces contemplarse a sí mismo; sin velos ni prejuicios, con los ojos bien abiertos y con la mente lúcida, y ello trajo como consecuencia un ávido deseo de saber más de nosotros mismos, de conocernos mejor, que pronto se concretó en el propósito preciso de investigar a fondo y en detalle la verdad de nuestra vida.
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El mismo personaje, quien colaboró eficazmente para facilitar el establecimiento de científicos refugiados en México, tenía una vieja pasión por España. Así al llegar a Vigo, en 1929, como representante de México en la Feria Internacional de Sevilla, anotó en su cuaderno de viaje:
Desde el breve camino vuelvo a ver al barco y al pisar tierra miro a los tipos españoles, en su salsa, en su tierra. Las mujeres, con pañoleta en la cabeza y en los pies zuecos o zapatones con suelas de madera. Chiquitines sucios y desarrapados; uno que vende barquillos. Un guardia civil con su extraño sombrero. Repentinamente, mi frialdad se acaba; todo lo que había almacenado en mi corazón surge de pronto y cobro conciencia de que estoy en España. Uno de mis más queridos ideales se realiza hoy y mis ilusiones, mis esperanzas y mis anhelos se hunden en una sola intensa emoción. Mientras voy subiendo por la escalerilla del muelle, cuando nadie me ve, a hurtadillas, con cariño hondo y sincero beso una de las húmedas losas de granito y pongo en ese beso mi primer saludo, mi gratitud y mi amor para España.
Según Luis González y González: “Si no los mil sabios de que hablan algunos, sí varios centenares de la intelectualidad española se transterraron a México… [donde] serían bien recibidos por una intelectualidad mexicana que venía sintiéndose, desde los días de la Revolución, urgida de refuerzo frente a una milicia demasiado gorda, una familia de políticos no menos floreciente y una élite económica cada día más robusta”.
Al analizar los resultados de los esfuerzos anteriores por fomentar la ciencia en México, el comentario de Cárdenas, en 1935, fue lapidario:
A pesar de encomiables excepciones puede decirse que la investigación científica en nuestro país prácticamente no rinde frutos apreciables. Ha faltado seguridad y firmeza en los propósitos del gobierno […] de donde ha nacido una marcada falta de continuidad en el esfuerzo y en las tendencias de los diversos trabajos; el Estado tolera a menudo que la investigación científica sufra deformaciones burocráticas que simulan trabajo y lo substituyen con el trámite y el papeleo; se padece una lamentable ineficacia técnica y se produce alrededor de cualquier núcleo de labor científica una enmarañada situación de rencillas y cuestiones personales, que es lo más contraria a una obra que por su naturaleza exige colaboración, disciplina y armonía; por último, debo señalar también la carencia casi absoluta del sentido de servicio social, debido al predominio de actitudes parasitarias y de prácticas de rutina.
En 1936 Don Manuel Márquez era Decano de la Facultad de Medicina de Madrid. Cuando se inició el ataque rebelde sobre la capital, uno de los primeros bombardeos aéreos afectó a la Facultad de Medicina. Don Manuel, oficialmente como Decano, hizo una denuncia del hecho, denuncia que según el Dr. Francisco Giral, tuvo cierta resonancia internacional por el prestigio personal y la entereza de Márquez al frente del decanato. Por esas mismas razones, cuando el Dr. Márquez llegó a México, en 1939, adquirió un relieve excepcional como padre espiritual no sólo de los médicos exiliados, sino también de todos los universitarios. Por ello, el general Cárdenas le encomendó la presidencia del Ateneo Ramón y Cajal, institución encargada, entre otros asuntos, de certificar a los médicos españoles que habían llegado sin sus acreditaciones oficiales.
González y González comentó:
El proceso, incipiente pero seguro, de industrialización exige un profesionalismo mayor y apremia a una especialización creciente. Es común la tendencia a exigir más rigor y técnica en la producción e investigación intelectuales; a lograr obras mejor fundadas, más reflexivas, más críticas. Hacia el otoño del régimen cardenista se desata la fiebre de establecer y fomentar los institutos de cultura superior y de abrir nuevas carreras profesionales, distintas de las tres clásicas: leyes, medicina e ingeniería.
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Un año antes de que estallara la Guerra Civil en España, el general Cárdenas estableció en México el Consejo Nacional de la Educación Superior y de la Investigación Científica. La creación del Consejo fue importante, no sólo por sus resultados prácticos, sino porque el gobierno se planteó por vez primera y en forma sistemática el problema de la educación superior en toda la república. Su decreto de creación propuso la revisión del conjunto de enseñanzas profesionales. Señaló la desmedida centralización de la educación superior en la capital de la república y consideró que al descentralizarse la educación y la investigación podrían acordarse mejor con las necesidades particulares de cada región del país. Preocupó también al gobierno de Cárdenas la igualdad de oportunidades de acceso a la educación superior y propuso el sostenimiento íntegro del estudiante a cargo del Estado.
“En su corto lapso de existencia, ese Consejo sirvió al establecimiento o reapertura de universidades (Puebla, Sinaloa), institutos (Morelos, Zacatecas), auspició la modernización y desarrollo de centros universitarios (Guadalajara, Morelia) y promovió la unificación de los planes, programas de estudio y métodos de la totalidad de instituciones oficiales de cultura superior del país”.
Al llegar los emigrados republicanos la ciencia empezaba a despuntar en México. En 1937, Cárdenas creó el Instituto Politécnico Nacional: “donde se forman especialistas en distintas ramas de investigaciones científicas y técnicas llamadas a impulsar la economía del país, mediante una explotación metódica de nuestra riqueza potencial. Su prestigio y su eficacia han alejado ya a muchos cientos de jóvenes de las carreras liberales para dedicarse a las que imparten en sus aulas”.
Basta una anécdota para ejemplificar hasta qué punto algunos exiliados se identificaron con las instituciones mexicanas que los acogieron. El Dr. José Torre Blanco, uno de los médicos más queridos de la inmigración, estimó a tal grado su relación con el Instituto Politécnico Nacional, que decidió obtener el título de médico cirujano, por segunda vez, en la Escuela de Medicina del Instituto, después de 35 años de haberlo hecho en Madrid. Dedicó su segunda tesis profesional al general Cárdenas y escribió en ella:
Es preciso haber tenido que llegar a México en las condiciones de derrota física y moral en que llegamos los republicanos españoles, para valorar en su verdadera magnitud lo que México representa para nosotros. Gracias a México salimos de la situación de “parias” para recobrar la dignidad de ciudadanos de un país libre y acogedor, que incluso nos brindó carta de naturalización, con la que recobramos la patria perdida. No renegaré nunca de mi calidad de español, pero no a pesar de esto, sino precisamente por ello, me siento íntegramente mexicano.
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En los mismos años, como resultado de los esfuerzos de un pequeño grupo de científicos se creaba la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sin duda, esta universidad ha sido la institución mexicana que más se enriqueció con las aportaciones de los catedráticos exiliados, que han quedado debidamente documentadas en dos libros sobre el tema, editados por la UNAM: uno en 1987 y otro en 1991.
Al mismo tiempo, la medicina mexicana experimentaba un asombroso proceso de renovación con la introducción de las especialidades médicas en el Hospital General, la reforma de la Facultad de Medicina y la creación del Instituto de Salubridad y de Enfermedades Tropicales, del Instituto Nacional de Cardiología, del Hospital de Enfermedades de la Nutrición y del Hospital Infantil. En todos estos establecimientos encontraron suelo fértil para su trabajo decenas de científicos españoles.
A su llegada a México, Isaac Costero trabajó primero en el Hospital General y luego en el Instituto Nacional de Cardiología. Mi relación con Costero se inició en mi infancia. Con el impulso entusiasta y decidido de los hijos menores de Don Isaac, Rafael y Mari Carmen, desarrollábamos incansables, ruidosos e imaginativos juegos y cometíamos no pocas tropelías hoy destacados y respetados profesionales. Las nunca cumplidas amenazas de castigo por parte de Costero, a quien llegábamos a perturbar su obligada siesta, permitían a nuestra mente infantil adivinar un aspecto esencial del maestro, que pudimos aquilatar en su verdadera magnitud al correr de los años: su natural bondad. Más tarde, conviví con él por más de un lustro en su departamento de anatomía patológica y tuve el privilegio de colaborar en algunas de sus últimas publicaciones científicas.
Durante sus primeros años de investigador, su relación con la impar figura de Don Santiago Ramón y Cajal fue indirecta, a través de las enseñanzas del Dr. Pío del Río Hortega, quien a su vez trabajó con el más brillante discípulo de Cajal, Nicolás Achúcarro, muerto prematuramente. A cambio de la lejanía en el trato con el gran maestro, Costero convivió estrechamente nada menos que con dos candidatos frustrados al Premio Nobel de Fisiología y Medicina: Pío del Río Hortega y Fernando de Castro. El primero merecía ese honor por el descubrimiento de la microglía, elemento del sistema nervioso y el segundo debió haber compartido, en 1938, el Premio Nobel con el belga Heymans por sus estudios sobre el cuerpo carotídeo de los mamíferos –tema que continuaría con ahínco el propio Costero.
Tuvo así Don Isaac la fortuna de compartir labor y experiencia con algunos de los pocos científicos de talla internacional del país en el que, según decía Fray Jerónimo Feijóo, en el siglo XVIII: “Acá ni hombres ni mujeres quieren otra geometría que la que ha menester el sastre para tomar bien la medida”.
Las reglas fundamentales del trabajo de investigación de Don Isaac fueron la meticulosidad y la profundidad. Desde el análisis pormenorizado de los antecedentes bibliográficos hasta la elaboración del manuscrito final, el orden, la disciplina y la constancia normaron su labor. Al investigar, Costero ilustraba otro de los afortunados pensamientos de Cajal: “Cuando un aragonés se decide a tener paciencia… ¡que le echen alemanes!”
Convencía a los escépticos y entusiasmaba a los tibios con el calor contagioso de su palabra y la ayuda eficaz de su extensa y metódicamente dispuesta colección de preparaciones histológicas, especímenes y diapositivas.
Costero enfrentó la indiferencia con buen humor y decisión. Venció con tenacidad y elegancia los obstáculos que se oponían a su formidable tarea docente y de investigación. La injusticia hirió más de una vez su fina sensibilidad, pero no llegó a modificar su natural afabilidad. La circunstancia mexicana de Costero se vió favorecida desde su inicio por la ayuda e impulso que le brindó un mexicano ejemplar, inolvidable e inolvidado, el Dr. Ignacio Chávez, quien durante su infatigable labor como promotor de la ciencia dijo: “Estudia cuanto puedas, enseña cuanto sepas; no olvides que el que guarda avaramente su ciencia corre el riesgo de que se le pudran injustamente la ciencia y el alma”.
Pocos de los que recibieron directamente el benéfico impulso de Chávez compartieron tan generosamente su ciencia como Costero y en pocos como en él florecieron juntamente y con igual vigor ciencia y alma. El honesto esfuerzo de sus discípulos por crear y compartir será el mejor homenaje a quien, con su vida, logró fecundar la tierra fértil de su país de adopción con la simiente del pensamiento científico español y crear dentro de México nuevas verdades en el conocimiento de los padecimientos que afligen al hombre.
Un ejemplo final de la comunión de valores existentes entre los republicanos españoles y los intelectuales mexicanos. El 29 de noviembre de 1947, en el homenaje a la unión de intelectuales españoles que ofrecieron las delegaciones de la UNESCO amigas de la República Española, el Dr. Martínez Báez, entonces embajador de México ante esa organización, dijo en su discurso:
Considero que en la UNESCO hay una gran ausencia: vuestra ausencia. Nos consuela, sin embargo, saber que si España no está en la UNESCO es porque no puede estarlo todavía, porque el suelo sagrado de España no está en poder de los auténticos españoles. Un día llegará en que nosotros los mexicanos, lleno nuestro corazón al mismo tiempo de alegría y de tristeza, os veamos partir. De tristeza porque nos dejáis; de alegría porque volvéis a donde debéis volver. Ese día guardaremos nuestras lágrimas y en nuestros rostros brillará solamente la alegría del triunfo de la razón, de la justicia y de la libertad, que es lo que vosotros representáis en el mundo.
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Mis maestros exiliados ya han partido para siempre, muchos de ellos sin haber vuelto a España. De todos guardo el mejor de los recuerdos: un código de valores en el que está incluida la honestidad, la lealtad, la moderación, el decoro, la tolerancia, la conciencia inquebrantable del deber y la concordancia exacta entre los ideales y la forma de vida.
Si recuentos como éste renuevan nuestro pesar por su desaparición, también reafirman nuestra satisfacción porque, a fin de cuentas, gracias al general Cárdenas y gracias a ellos, triunfaron en México la razón, la justicia y la libertad.
La grandeza, generosidad y sencillez de Cárdenas quedan ejemplificadas en su apunte del 1 de mayo de 1937, al referirse a los “niños de Morelia”: “México no pide nada por este acto; únicamente establece un precedente de lo que debe hacerse con los pueblos hermanos cuando atraviesen por situaciones difíciles como acontece a España”.
En diciembre de 1940, la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles organizó un homenaje al general Cárdenas y le entregó un álbum con autógrafos de varias decenas de exiliados. En ese álbum León Felipe escribió:
Al general Lázaro Cárdenas: Yo creo, mi general, que ha gobernado usted seis años el gran caserón de México con el aire de los grandes mayordomos que tienen como lema: “No importa errar en lo menos, si se acierta en lo esencial”. Probablemente, se va usted sin enderezar el cuadro que estaba torcido en la antesala, sin componer la pata desconchada de la mesa y sin quitarle el polvo a los grandes armarios de la biblioteca. Pero encendió usted una luz que estaba apagada en el mundo y abrió usted el libro por la página del Amor y de la Justicia. Esto lo llevó a hacer una política no de “Buen Vecino”, sino de “Buen Samaritano”, y a poder decir, como dijo: Señores, la Justicia hay que defenderla más allá del huerto de mi compadre. ~
(México, 1941) Investigador médico especializado en parasitología. Es miembro de El Colegio Nacional.