Este debate a tres voces es una versión editada de la mesa redonda “Una visión crítica del Estatuto catalán desde tres nacionalidades históricas”. El evento fue organizado por la Fundación para la Libertad. Su presidente, Nicolás Redondo Terreros, fue el encargado tanto de presentar a los ponentes como de moderar la discusión posterior. El acto, al que asistieron, como público, Esperanza Aguirre e Ignacio Astarloa, del PP, y Rosa Díez y José Acosta, del PSOE, tuvo lugar en noviembre pasado en Madrid, en el salón de actos del hotel Suecia.
Arcadi Espada: Puedo estar durante muchas horas hablando sobre el Estatuto de Cataluña, pero optaré por un ejercicio sintético, destacando aquellos rasgos que me parecen susceptibles de comentario. No soy un especialista del derecho y ni siquiera me dedico a la política, pero sí soy un lector y un analista de textos, y lo que quiero decirles antes de nada es que el Estatuto de Cataluña, para mal, es un auténtico y contundente informe general sobre Cataluña. No es solamente un texto legal, que informe sobre los derechos y las obligaciones de los ciudadanos, sobre su lugar en el mundo y su relación con el Estado; es en su sustancia la exposición de una decadencia, intelectual y moral. No hay mejor posibilidad de análisis sobre la realidad catalana que la lectura pormenorizada, algo aburrida, ya lo digo, de este Estatuto.
La primera evaluación de él afecta al texto como artefacto cultural, como sedimentación de lo que una clase política puede dar a Cataluña. Este Estatuto no ha sido escrito: ha sido muñido. De ahí que yo, en las notas sobre él en mi blog, haya hablado frecuentemente del muñidor, ya como un personaje entrañable. Un personaje que ha construido su sustancia a base de las diferentes aportaciones de las fuerzas políticas, todas ellas concitadas en torno al nacionalismo. Por lo tanto, a diferencia de otros textos que se pueden citar, como el propio Estatuto de Cataluña de 1979, o la Constitución Española, y no digamos textos históricos como la Constitución de Cádiz, o cualquier otra que tengan ustedes en la cabeza, este Estatuto no es la decantación de una inteligencia política. Es decir, no es la decantación de un autor, aunque sea colectivo, empeñado en proponer una especie de cosmovisión sobre lo que él cree que ha de ser su país. No hay esa inteligencia política detrás del Estatuto: hay el compromiso más chabacano, con contradicciones de todo orden como por ejemplo la que afecta al laicismo de la enseñanza pública, por poner una de ellas, absolutamente al margen de cualquier propósito gramatical.
Como decía Valéry, la sintaxis es un valor moral, y esta labor se refleja de una manera gravísima en el texto estatutario. De muchas formas, el Estatuto reproduce gramatical y semánticamente la jerga posmoderna a la que nos tienen habituados algunos relativistas hoy en el gobierno de Cataluña. Por ejemplo, sobre los poderes que ha de ejercer la Generalitat, dice: “los poderes públicos de Cataluña deben orientar las políticas públicas públicas, claro de acuerdo con los principios rectores que establecen la Constitución y el presente Estatuto. En el ejercicio de sus competencias, los poderes públicos de Cataluña deben promover y adoptar las medidas necesarias para garantizar su plena eficacia”. Eso son 47 palabras, exactamente. Su asociación da nada, absolutamente nada. Lo que debería hacer una oposición inteligente es levantarse del Congreso de los Diputados afortunadamente va a discutirse artículo por artículo y exigir una corrección gramatical previa.
Es un Estatuto muy particular también porque manifiesta opiniones, como esta declaración del muñidor extraordinaria: “Cataluña considera atención al verbo, declarativo, típico de los periódicos que España es un Estado plurinacional”. ¿Y quién es Cataluña? Utilizan el verbo “considerar” porque no pueden “decretar” que España es un Estado plurinacional.
Hay además cuestiones vinculadas con el puro y duro absurdo, por ejemplo, cómo el Estatuto ha empeorado la ya pésima redacción de la Constitución respecto a la obligatoriedad de los idiomas: “El catalán es la lengua oficial de Cataluña. También lo es el castellano”. Y ahora viene el problema: “Todas las personas en Cataluña tienen el derecho de utilizar y el derecho y el deber de conocer las dos lenguas oficiales”. Fíjense ustedes en esa preposición extraordinaria. Es decir, que el piloto de Iberia que aterriza en un momento determinado, inmediatamente tocar suelo catalán, tiene la obligación también. No estoy haciendo ninguna parodia, esto habrá que corregirlo.
Por último, en este apartado del Estatuto como artefacto intelectual, les quiero dar unas pinceladas de lo difícil que es de juzgar este Estatuto en términos rigurosamente constitucionales. Dos artículos más adelante del que he leído antes, el muñidor establece que la lengua aranesa es también oficial en Cataluña, con lo cual ya no son dos, sino tres las lenguas oficiales, por lo tanto también hay obligación de conocer la lengua aranesa para el piloto. ¿Pero qué sucede con esto? Para que el aranés sea la lengua oficial de Cataluña, se tiene que cambiar la Constitución, que establece las lenguas que pueden ser cooficiales en sus respectivos territorios. Por lo tanto, aunque sea solamente por esta tontería, por esta estupidez, una de dos: o el aranés con la rebelión de los araneses, pirenaicos y tremendos recula, o cambian la Constitución. El aranés es además la micrometáfora en el Estatuto: en todo lo que se dice de las relaciones entre Cataluña, España y Europa, cuando se aplica a las relaciones entre Cataluña y el Arán, surgen unas metáforas extraordinarias. Ésta de la lengua es una cosa fundamental, pero es que hay otra muy interesante: cuando el presidente Zapatero anunció al mundo que entre “las ocho” había una definición que tenía bastantes posibilidades, la de que Cataluña fuera una “entidad nacional”, lo hacía porque no sabía que ese concepto de entidad nacional es el que el muñidor ha reservado al Arán. Por lo tanto, de manera inmediata, ¡el Arán y Cataluña serían lo mismo! Por lo tanto, como artefacto intelectual, el Estatuto deja mucho que desear.
Hay otro rasgo, mucho más serio: su carácter prepolítico. Todo el Estatuto está concebido desde un lugar anterior a la Constitución. Siquiera no ya anterior a la democracia, sino anterior a la política. Toda la justificación del ejercicio de la soberanía catalana está basada pura y simplemente en el pasado, en los derechos históricos. No puedo dejar de leerles la segunda oración de ese preámbulo en el cual parece que ha colaborado también de una manera muy destacada con el muñidor el filósofo Xavier Rubert de Ventós: “Cataluña ha definido una lengua y una cultura, ha modelado un paisaje…”. O sea, Cataluña, no ya al margen de la razón, de la democracia o de la política, sino Cataluña antes que el mito. El carácter prepolítico es un rasgo fundamental además en el blindaje que aportan los derechos históricos. Ya saben ustedes que los derechos históricos, en la disposición final del Estatuto, blindan la lengua, la cultura, la organización territorial, la financiación, etcétera. (Es sorprendente, por cierto, cómo en este Estatuto nunca aparecen esos supuestos “derechos históricos”). Pues bien, no me resisto a hacer una reflexión sobre este asunto… En Cataluña hay muchos colectivos y mucha historia que reivindicar. De sus seis millones de habitantes, exactamente la mitad tienen el castellano como lengua materna y proceden de las migraciones de los años 50 y 60, hace mucho tiempo, es decir, que están instalados en la historia. Los derechos históricos de estas gentes evidentemente no blindan nada; pero no sólo no blindan nada, sino que su participación en eso que el Estatuto tan graciosamente llama “la construcción nacional de Cataluña” no aparecen ni siquiera mencionados. Es una pequeña grieta en el blindaje colectivo.
Por último, en este carácter prepolítico, el Estatuto es un ejercicio de autodeterminación de la primera línea hasta la última, y en ese sentido es comparable al Plan Ibarretxe. El Plan Ibarretxe está mejor escrito y es más violento, su sintaxis es mucho más abrupta y sus emanaciones verbales son algo más ásperas. Pero, contrariando al ministro Jordi Sevilla, no es cierto que la palabra “soberanía” salga en el Plan Ibarretxe, como tampoco sale la palabra “autodeterminación” en el Estatuto catalán. Sí es evidente, sin embargo, que hay más de un artículo en el cual la soberanía catalana se hace depender estricta y exclusivamente del pueblo catalán. Es decir, el Estatuto no reconoce en ningún momento que las leyes catalanas son también leyes españolas, y que el Estatuto es una ley española. Total, es un Estatuto fuera del tiempo político, ya lo han visto, pero también del espacio sentimental, moral, político y económico fundamental de los catalanes, que naturalmente es España.
En este Estatuto hay otra novedad mundial: la opinión de que “Cataluña es una nación”. He consultado a amigos constitucionalistas y me aseguran que ese tipo de afirmaciones nunca figuran en las constituciones, porque naturalmente se dan por supuestas. El Estatuto tiene en ese sentido un cierto carácter de sobreactuación. A mí me recuerda mucho el actor que no llega y entonces hace un gorgorito lo cual es propio del teatro del bulevar.
A mí me gusta mucho esto de la historia de las palabras. Hablando de la palabra “nación”, su genealogía es absolutamente fascinante. Vayan a la página web de la Real Academia y consulten lo que dicen todos los diccionarios, desde el primero hasta el último, de la palabra “nación”, y verán cómo va perdiendo atributos, casi como el hombre de Musil, que se queda completamente desnudo, mudo y fiero. ¿Quién define lo que es una nación en el Estatuto? Les quiero leer, porque es completamente imprescindible que ustedes lo conozcan y lo difundan, la definición que hace el diccionario normativo del Institut d’Estudis Catalans, con el cual al piloto de aviación lo podemos meter en la cárcel: “Conjunto de personas [esto es de tiempos de Jordi Pujol, por eso la sintaxis es algo mejor] que tienen una comunidad de historia, de costumbres, de instituciones, de estructura económica, de cultura y a menudo de lengua, un sentido de homogeneidad y de diferencia [y de diferencia] que afecta al resto de comunidades humanas, y una voluntad de organización y de participación en un proyecto político que pretende llegar al autogobierno y a la independencia política”. ¡Fíjense!: no es solamente que descubra el mecanismo del pensamiento nacionalista, es mucho peor: ¡dice que no son nación las que han llegado!
El fuera del espacio tiene naturalmente más consecuencias, algunas definitivas, que todo esto. No nos engañemos: cuando se formula una expresión como “nación de naciones” se está diciendo algo muy claro: son naciones, y las naciones no se van a ayudar entre ellas como se ayudan las regiones, porque las regiones establecen entre ellas vínculos que con respecto a la financiación autonómica o a la gobernación mutua, son muy diferentes de los que podemos establecer entre las naciones. Y lo vemos perfectamente nosotros, europeos. No es un concepto en absoluto inocente, y esto se ve extraordinariamente en el título sexto que explica la financiación autonómica, porque allí entra en escena el otro gran rasgo del texto estatutario, y es la estricta sumisión de lo que podríamos llamar España y Cataluña a la negociación bilateral. Es decir, es un texto que ha resuelto el que ha sido siempre el grave problema del nacionalismo catalán, que no ha sido España contra lo que ustedes puedan pensar, sino Extremadura, Galicia, Euskadi, el País Valenciano, etcétera, etcétera. Hacia ese problema, el muñidor ha actuado con auténtico rigor: eso no existe. Todo el título sexto, y en general, la disposición de todo el armazón esencial del Estatuto, parte de la aplicación del principio de la bilateralidad. Esta bilateralidad no tiene otro fundamento que el que se adivina en el sustrato moral del Estatuto, que es el aflojamiento de los vínculos con España, la pretensión de construir una nueva sentimentalidad completamente a margen de lo español.
Hay muchos catalanes preocupados con este asunto. Yo no voy a hablar en nombre de ellos, pero esta redacción habrá conseguido, desde la gramática hasta la moral, que a algunos catalanes, por esos azares del destino, nos empiece a aparecer un peligrosísimo sentimiento patriótico, el de dolernos Cataluña, que es una sensación que cualquier apátrida como yo no esperaba nunca poder experimentar. Me duele Cataluña y, ya en términos estrictamente personales, también me duele que todo esto lo haya hecho la izquierda.
Roberto Blanco: Cuando uno se acerca al Estatuto de Cataluña, lo primero que le sorprende es que no se parece a un estatuto. No se parece a un estatuto en su extensión: tiene 227 artículos, más las disposiciones adicionales, transitorias y finales; es decir, más que todas las constituciones europeas de la Europa de los 15, salvo la portuguesa que es especial; más que la Constitución Española, y más que todas las constituciones históricas españolas, menos la de Cádiz, que tenía una ley electoral dentro.
Además, si uno acerca un poco más la lente, tampoco parece un estatuto desde el punto de vista de su ordenación interna: tiene un preámbulo que no se corresponde para nada al de un estatuto. Es un preámbulo en el que las referencias son siempre proclamaciones de carácter identitario. No hay ninguna referencia a la fuente de legitimidad de una norma infraconstitucional, que siempre es la Constitución. Hay una referencia al derecho de libre determinación. No se dice “autodeterminación” pero se habla de “libre determinación de los pueblos”. Luego está esa declaración de que “Cataluña es una nación”, lo cual plantea una cosa curiosa. Se nos dice constantemente: “es que esto no es un concepto jurídico”. Hombre, todos los conceptos que están en las leyes son jurídicos. La palabra “nación” es polisémica, claro, pero si está dentro de un estatuto, significa algo. Significa exactamente lo que acaba de leer Arcadi del diccionario.
Uno pasa del preámbulo, y entonces hay una declaración de derechos que es típica de las constituciones, no de una norma estatutaria. La ordenación de poderes autonómicos, de competencias, es de una prolijidad que no se corresponde realmente con una norma de carácter infraconstitucional. Al final, resulta que no es una constitución porque no puede serlo, pero esa es la voluntad de quien la hace, del muñidor, como dice Arcadi. Y esta voluntad se nota desde el principio hasta el final.
En primer lugar, les hablaré del contenido básico de este texto, y luego responderé a tres preguntas que me haré a mí mismo. En cuanto a los contenidos que vertebran el Estatuto, la primera característica, lo ha dicho Arcadi, es la bilateralidad. El Estatuto es una norma que está recorrida desde el principio hasta el fin por esta pretensión. Porque hay dos entidades, Cataluña y el Estado, definido así, cuyas relaciones han de ser bilaterales. Es cierto que hay un capítulo específico relativo a la bilateralidad, donde se dicen cosas como que todas las normas que afecten a Cataluña tendrán que ser discutidas en una comisión bilateral y paritaria, pero todo el texto está recorrido por esa obsesión. Fíjense que ese título que se refiere específicamente a la bilateralidad menciona que cualquier norma y cualquier decisión política que afecten a Cataluña han de ser consultadas. Es decir, si mañana tuviéramos que discutir los presupuestos generales del Estado, que como es obvio afectan a todas las comunidades autónomas, no podríamos discutirlo con una sino con 17.
Esta bilateralidad responde, y ésta es la segunda cuestión fundamental, a una obsesión por reducir la presencia del Estado en Cataluña. Esto se ve en el concepto de administración única. No les voy a abrasar a ustedes con cuestiones técnicas, pero toda esta historia del blindaje competencial, que por supuesto es inconstitucional, se guía por el empeño en definir unilateralmente lo que puede hacer, o mejor dicho, lo que no puede hacer, el legislador de las Cortes Generales. Esta obcecación por reducir la presencia del Estado se ve incluso mejor en el ámbito fiscal, en aquello de “la gestión, recaudación, liquidación e inspección de todos los tributos, no sólo de los tributos cedidos sino también de los del Estado, en Cataluña”. Si esto ustedes lo multiplican por 17, sencillamente no hay Estado.
Como tercera línea fundamental de contenidos, hay una obsesión por la presencia nacional de Cataluña en las instituciones del Estado. El otro día en su blog, Arcadi mencionaba cómo la bilateralidad es compatible con una declaración de uno de los artículos del Estatuto en el que se dice que en todo caso, Cataluña no quedará vinculada por las decisiones que se adopten en el marco multilateral siempre y cuando no esté de acuerdo. Es fantástico: si no está de acuerdo, no lo vinculan. Esto conduce a la parálisis. Ya lo sabemos porque esto funciona así en Alemania, y funciona mal, por eso los alemanes han intentado cambiarlo, y no han conseguido cambiarlo porque los afectados temen perder privilegios. Sabemos, pues, que vamos a un modelo como ése, con una diferencia fundamental: que en Alemania no hay partidos nacionalistas, lo cual cambia radicalmente la situación.
Estos son los tres elementos que desde mi punto de vista dan continuidad a un texto que por lo demás, es un texto de acúmulos: obsesión por reducir la presencia del Estado en Cataluña, bilateralidad y preocupación por la presencia “nacional” de Cataluña en el Estado.
Contestando a las tres preguntas que mencionaba al principio, la primera es evidente: ¿es constitucional el texto? Se ha acuñado la frase de “dudosamente constitucional”, cuando es indudablemente inconstitucional. Porque es indudable que el Parlamento catalán no puede modificar la Constitución y las leyes orgánicas del Estado.
Pero atención, no es este concepto lo único que me preocupa, porque que sea constitucional no equivale a que sea bueno. Hemos establecido una identificación perversa entre constitucionalidad y bondad, y hay cosas perfectamente constitucionales que son una estupidez; la constitucionalidad no garantiza el acierto. No podemos aceptar que este debate perverso lo resuelvan los especialistas, porque no es un problema de especialistas, sino de decisión política, y ésta corresponde a los políticos.
Segunda pregunta: ¿es federal? Se dice que esto es un texto federal y con ello se intenta legitimarlo. Pues miren, sé que lo que voy a decir a algunos de ustedes les sorprenderá: federal es lo que tenemos. Esto es un Estado federal desde hace mucho tiempo, lo que pasa es que no lo llamamos así, sino “Estado autonómico”. Yo he escrito en algún sitio que es una especie de “federalismo del revés”, porque el federalismo es una técnica para unir y no para descentralizar. Pero todos los federalismos son distintos y tienen su historia. Lo que nosotros llamamos Estado autonómico por ahí fuera se llama Estado federal, sencillamente. Las técnicas que utiliza el Estatuto no son federales, sino en su mayor parte, confederales; conocidas también, porque las hemos visto utilizar una y mil veces en la Unión Europea, que de ser algo, es una confederación de Estados. La técnica de la bilateralidad permanente conduce a la parálisis. No hay ningún Estado federal en el mundo, ni uno solo, donde la federación renuncie a recaudar y regular tributos.
Tercera cuestión, para ir terminando: ¿es reformable? Es decir, ¿es adaptable el texto que tenemos a la Constitución, a un texto que respete el mínimo de cohesión necesario para que podamos mantener nuestro espacio público común? Pues fíjense, sería intentar transformar una apisonadora en un descapotable tuneándola. Al final, yo tengo la sensación de que esto de “la patena” consiste básicamente en tunear el Estatuto. Y si es tunear el Estatuto, nos darán gato por liebre. No digo que no se pueda dar esa apariencia: quizá con mucha voluntad, con mucha paciencia y con una cierta ceguera, uno puede acabar viendo que una apisonadora es un descapotable.
¿Y todo esto para qué? Porque tendría justificación habernos metido en este dibujo si hubiese una gran reivindicación territorial, pero pasa que no hay una demanda social. Es cierto, claro está, y esto es un caso típico en los que la oferta crea demanda, que una vez que el tema está en los medios de comunicación, la gente es capaz de jurar y perjurar que lo más importante de su vida después de su salud es que Cataluña tenga un nuevo estatuto de autonomía. Pero esos mismos ciudadanos a los que se les preguntaba antes, respondían sólo en un porcentaje del 3 % aproximadamente que consideraban la cuestión territorial como el problema básico de Cataluña.
Fernando Savater. Creo que las dos intervenciones han sido, además de completas y bien orientadas, divertidas. Yo reconozco sentirme en un ánimo melancólico, atrabiliario, de modo que no me siento como para competir con ellos en el tono festivo, que es el adecuado probablemente.
La última pregunta que hacía Roberto me la he hecho muchas veces también: ¿todo esto para qué?, es decir, ¿qué y quién va a sacar algo de todo esto? Me acuerdo una vez, hace años, que en la Vuelta Ciclista a España el locutor competía por hablar de los corredores localizándolos en su pueblo. Y estaba el navarro Miguel Induráin, el vasco Abraham Olano… Y llegaba a Escartín, y decía “el ciclista del Estado”. Yo lo miraba con especial simpatía, porque el hombre era como una cosa oficial. Bueno, pues yo me siento a veces como el ciclista del Estado, que no se siente vinculado a este debate. Me reconozco totalmente ciego a adhesiones patrióticas, la única patria que reconozco es la infancia y ésa la he perdido ya definitivamente, de modo que me siento exiliado, y todo lo demás pertenece al Estado de derecho. Entonces yo no entiendo eso de “nación”. ¿Qué más da? A mí no me importa llamar “nación” a lo que se quiera, lo único que me preocupa es ¿qué quiere usted conseguir con esto de que llamarse nación? Si mi amigo Nicolás Redondo, por ejemplo, me dice “a partir de mañana quiero que me llames gran archimandrita de Baracaldo”, yo, como tengo mucho cariño por Nicolás, a partir de entonces me dirigiré a él como archimandrita de Baracaldo. Pero si resulta que después de esto, me entero de que Nicolás exige que por llamarse así yo le pase una mensualidad o tenga que arrodillarme ante él, está claro que le retiraré el tratamiento con mucho sentido, porque lo que me importa no es lo que se llame, sino qué va a significar ese nombre. Cuando un grupo reclama y habla en nombre de nación, ¿qué otra cosa puede querer decir más que tienen derecho a un Estado que reivindicarán antes o después? Hace muchos años, escribí un artículo explicando por qué nadie se contenta con usar nación y todo el mundo quiere usar España: porque los que piden ser nación son políticos, y las naciones no tienen cargo, pero los Estados, sí. Por eso toda nación antes o después quiere convertirse en Estado, porque los políticos quieren tener cargos y ser una burocracia. Y la nación es un concepto cultural, histórico, pero el Estado en cambio es un concepto que tiene una nómina. Esa nómina y ese reparto y ejercicio de poder, es lo que seduce.
Eso, como muy bien señalaba Roberto, además hay que multiplicarlo, porque por no ser anticatalán, deberemos convertirnos en antiextremeños, o en antiandaluces, o en antigallegos o en lo que fuera, porque otros nos van a pedir exactamente lo mismo. Y si no queremos ser antinada, entonces seremos la “17 nación”, es decir, tendremos un archipiélago, no un país, unido por lo que nos separa. Eso ahora nos parece un poco absurdo, el hecho de que todo el mundo vaya a ser nación, pero terminará como todas las reivindicaciones nacionales, en absurdos que terminan siendo obvios.
Hay un profesor inglés, también con una genealogía mezclada, que escribe con mucho humor sobre el concepto de identidad, y tiene una frase maravillosa de esas que sólo a los ingleses se les ocurre: “en el jardín del nacionalismo, las flores artificiales pronto echan raíces”. Es perfecta para describir lo que discutimos: esto es una flor artificial, pero pronto echará raíces. Y todos echarán raíces al unísono o paulatinamente, con lo que habremos perdido el concepto de estado de derecho. El estado de derecho, que es una forma de hablar un poco enfática de democracia, se caracteriza, como la democracia clásica, por la isonomía, es decir, “la ley igual”. Lo que se está pidiendo no es un derecho a la diferencia, sino una diferencia de derechos, y eso rompe la isonomía. ¿Cómo va a haber un país asimétrico? En las leyes del estado de derecho se ha acabado con las diferencias de nacimiento, de sexo, de color, de etnia, de religión, y ahora resulta que la única diferencia que va a quedar es haber nacido en Gerona, en Lugo o en Albacete. ¿Cómo va a ser que vayan a quedar las diferencias regionales cuando precisamente la revolución del estado de derecho ha sido acabar con las otras diferencias entre las personas que lo comparten?
Se pide que haya una clara diferencia entre los que están en España mientras quieren, y los que no tienen más remedio porque no tienen otra cosa que ser; se pide un Estado formado por los que de verdad están de paso y por lo tanto son bilaterales, y luego por los que están ahí metidos y no se pueden salir. Eso es insostenible, y el hecho de que sea insostenible llevará a que se creen los 17 estados dentro del Estado, o que se acaben las donaciones o la posibilidad de recaudar impuestos, o de educar. Y todo eso irá pasando poco a poco, pero irá pasando de una manera en la que como ya no habremos detenido lo primero, no habremos podido detener lo siguiente. Porque cuando empiezas, puedes decir “esto es un disparate”, pero cuando ya llevas 50 disparates dices “hombre, esto es casi ya irremediable”. El primer disparate se podía arreglar, el disparate 51, ya no.
Todavía tenemos una amenaza terrorista, una amenaza que anda buscando sacar réditos políticos de su inevitable desguace. Por lo tanto, todo lo que no sea buscar una firmeza y una unidad, un conjunto de ideas claras, es sumamente peligroso. Desgraciadamente, el eco de lo que está pasando en Cataluña repercutirá en el País Vasco y los demás. Por eso les digo que sinceramente, yo lo veo todo con enorme melancolía, con una especie de impotencia. Cuando estaba viendo el debate sobre el Estatuto, hubo un momento en que insistían unos y otros en que el Partido Popular se había quedado solo; y no, nadie estaba solo ahí. Rajoy podría estar solo en el sentido de que no compartía la opinión de los demás, pero tenía a todos sus votantes y una gran cantidad de parlamentarios. Los que estamos solos somos los que no estamos de acuerdo ni con unos ni con otros, ni con la deriva hacia el desguace por favorecer al nacionalismo ni con esa idea de negarse numantinamente a debatir en el Parlamento. Había un personaje de una novela de Salvador de Madariaga, la Jirafa Sagrada, un personaje andaluz que cada vez que la gente discutía y debatía y hablaba de política y de gobiernos, les decía “¿y tó pa’ qué?”. Bueno, pues yo, francamente, cuando veía el debate pensaba, desde mi soledad, “¿y tó pa’ qué?”. –