Cine español: cómo hacer una tortilla sin quebrar huevos

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Este año tenemos dos películas que han acaparado la atención de la prensa y el público español. Dos filmes aplaudidos con la mayor y más apabullante unanimidad. Se trata de La mala educación, de Pedro Almodóvar, y Mar adentro, de Alejandro Amenábar. Son dos películas muy diferentes, en tono y calidad (la de Amenábar, por cierto, bastante más lograda que la de Almodóvar), pero tienen algo esencial en común: a la hora de abordar los dramas de sus respectivos personajes —dramas que tocan nuestras nociones del bien y el mal, del arte, de la libertad individual—, las dos optan por trivializar. Los dos cineastas desintegran el potencial de sus películas al hacerlas degenerar en una serie de anécdotas amorosas sentimentaloides —comedietas de provincia en el caso de Amenábar, melodramas de revista del corazón en el caso de Almodóvar—.
     De dos maneras muy diferentes, las dos películas son el retrato cabal de una cierta visión políticamente correcta a la española: la perfecta receta de cómo hacer tortillas sin romper huevos. De cómo satisfacer a la crítica sin ofender a la maruja o a la portera.

La mala educación: Del amor entre niños
     Un niño violado por un cura que se venga destruyendo su propia vida. Almodóvar, que ya nos había mostrado en Hable con ella la santidad de un violador de enfermos vegetales, ha encontrado un tema a su altura. También ha encontrado el malo perfecto, ese malo que a todos les cae igualmente mal: la Iglesia Católica española, franquista, negra e hipócrita. Pero curiosamente, teniendo ya los hilos de su típico melodrama cuestionador de alto voltaje, decide contarnos otra historia. La de un amor gay entre dos niños que con los años se va transformando enun turbio octaedro amoroso entre un director pretencioso, dos mariquitas de pueblo y un ex cura atormentado. Todo, como suele ocurrir en las películas de Almodóvar, es dicho, redicho y repetido en diálogos pretenciosos y altisonantes que harían reír si no hicieran llorar.
     La película transcurre en su mayor parte en los años ochenta, pero es extraño ver cómo la visión del director parece también haberse quedado en esa década: su actitud hacia el sexo, la trasgresión y la pasión son claramente de esa época. Sin, claro está, ni el humor, ni la urgencia, ni el peligro de esos años. Si esta no fuese una historia de amor gay, las feministas reclamarían por la visión tópica y altamente utilitaria del sexo. Los desnudos de Gael García Bernal son tan inútiles y tan poco excitantes como los de María José Cantudo en las películas de la transición.
     Pero La mala educación no es una de las peores películas de Almodóvar sólo por sus méritos y desméritos artísticos. No lo es tampoco porque en ella la pobreza, el dolor y el placer son tan falsos como los colores deliberadamente rebuscados de la paleta cromática del director de fotografía, sino porque la sobreabundancia de discursos (sobre el arte y la vida, sobre el amor, sobre la pasión o sobre la fe) esconde la pobreza de una moral, de una ética narrativa ambigua hasta la cobardía.
     Almodóvar, que tiene el coraje de mostrar a sus niños como seres en nada inocentes, marcadamente sexuados y manipuladores, retrocede y confunde cuando se trata de atribuirles culpas o responsabilidades sobre sus actos. No, claro, eso sería ofensivo, eso sería hacer realmente una película provocadora. No, esos niños no son ni culpables ni inocentes, sino sólo mujercitas de telenovelas en pantalón corto. Niños enamorados que no pueden consumar su amor porque los malvados adultos los separan.
     Así, el drama no radica en que el niño sea violado por un adulto sin ser capaz de defenderse, ni en el poder como coerción sexual o en el celibato como infantilización sexual del que lo sufre, sino que reside en que el niño está enamorado de otro diferente del que lo viola.
     La mezcolanza narrativa y la confusión dramática de la historia sólo sirven para encubrir mejor la falta de consistencia del drama. Frente a personajes que no sienten nada ni aman a nadie que no sea de la forma más utilitaria, muy poco es lo que nos puede conmover. De ahí surge el manierismo que utiliza Almodóvar: para sustituir la falta de emoción se nos llena de emotividad, para cubrir la despiadada falta de sentimientos se nos atiborra de datos e imágenes bonitas y un punto chocantes (véase a Gael García Bernal sodomizado sin piedad).
     Mensaje: los niños son bellos y libres y todos tenemos derecho a hacer lo que queremos con nuestros cuerpos con tal de que las malvadas instituciones hipócritas no se metan.
     Mar adentro: El Don Juan tetraplégico
     Bastante más amable a la vista es Mar adentro, de Alejandro Amenábar. Aunque ya de por sí es extraño que una película sea simpática cuando trata de un tetraplégico que se suicida tras años de luchar por la eutanasia. Hay temas que no pueden ser agradables. Si el espectador ha pasado un buen momento viendo una tragedia, o es que el director es un genio (Billy Wilder cuando logra una comedia genial sobre el Berlín destruido por las bombas) o que no está contando la verdadera historia.
     Este último parece ser el caso de Amenábar. Ramón Sampedro, su héroe, es un hombre que vive mejor que toda su familia, en una casa modesta pero bella, con una vista impagable, visitado por mujeres guapas que apenas lo ven se enamoran de él. Un hombre que escribe, que escucha música, que inventa aparatos ingeniosos, y que no parece sentir ni la menor vergüenza de no ser útil y depender de los demás.
     Claro: como en Almodóvar, el personaje no pierde ocasión de reiterar que sí siente vergüenza y que sí quiere morir. Pero Amenábar se conforma con decir, olvidando que una película no es lo mismo que un radioteatro. A la hora de mostrar, nos muestra paisajes dignos de un comercial de la Xunta de Galicia: pobres angelicales, enfermos que no defecan ni les duele nada, gente limpia.
     Ramón Sampedro no provoca lástima, ni rabia, ni angustia, ni emoción. Lo que vemos en la pantalla es a un actor mucho más joven que el personaje que interpreta. Dios sabe por qué Amenábar eligió a Bardem, alguien que no se parece en nada al verdadero Sampedro pero que hace lo peor que puede hacer un intérprete, imitar al personaje que encarna. Tampoco se entiende cómo tan celebrado actor no cumple con la mínima exigencia de hacer inteligibles sus diálogos. Mención aparte el uso de las lenguas autonómicas. La película transcurre en Galicia, por lo que se comprende que de vez en cuando los personajes hablen gallego entre ellos. Lo que se entiende menos es que todas las diálogos transcurridos en Barcelona sean en catalán, y que el castellano, en medio de los acentos y dialectos, sea completamente incomprensible para un hispanohablante no peninsular.
     Pero una vez más el quid del asunto no está en la forma de la película: fría, impecable y llena de tópicos torpes como el del tetraplégico que quiere volar hasta encontrarse con el mar. La verdadera deficiencia de la película está en su moralina, su manera elegante y pintoresca de escabullir el bulto. Porque esta película sobre la eutanasia hace cualquier cosa menos debatir el tema de la eutanasia. Como el director no nos muestra la auténtica indignidad de la vida de Ramón (cualquier familiar de un enfermo vegetal o tetraplégico lo entiende de forma mucho más concreta y física), sus ganas de morir se nos presentan como un capricho que hay que permitirle porque finalmente su cuerpo es suyo y su vida es suya, así que nadie puede obligarle a vivir.
     La justicia y la ley, que son finalmente los grandes antagonistas de Sampedro, son presentadas sólo en pinceladas mínimas y descuidadas. Los chicos de la ONG que quieren ayudarlo a matarse son unos santos que sólo aparecen para enamorarse y tener hijos. La Iglesia, representada por un cura siniestro, en una silla de ruedas enorme y aparatosa que llevan dos esclavos, es de nuevo el pasto de la caricatura fácil.
     Sólo Belén Rueda y su belleza aportan algo de fibra humana, de duda. A ella y sólo a ella se le creen las ganas de morir y el miedo a suicidarse. Tanto es así que el único móvil comprensible para el suicidio asistido de Sampedro es haber amado y perdido a la rubia abogada.
     Hay algo de Berlanga (inconsciente, por desgracia) en ese desfile de mujeres enamoradas de un tetraplégico que se pelean por quién le va a dar el veneno para morir. Si la película hubiese discurrido por esa vertiente, la de la comedia provinciana absurda, habría podido ser una obra maestra. Pero Amenábar prefirió la meritoria mediocridad.

Morbo y buena conciencia
     Como en Almodóvar, el héroe de Amenábar no es un santo, ni un diablo, sino un ser de una mediocridad, un egoísmo y una fatuidad ejemplares. No tiene nada de malo que así sea, lo malo es que las dos películas parecen ignorar la sustancia moral de sus personajes y tratarlos como santos laicos, portadores de la divina luz del individualismo más ramplón. Comparar estas películas con las que ofrece el cine británico ante temas y personajes igual de polémicos (Ken Loach, Mike Leigh), o provoca escalofríos o risa.
     Da la impresión de que el cine español, al encontrar la madurez técnica (sonido, luz, imagen, dirección artística de gran nivel), ha entrado en la inmadurez temática. El ya citado Berlanga, Erice, el primer Saura, el primer Aranda y hasta el primer Almodóvar, no se permitían el despliegue de tanta falsa ingenuidad.
     La pantalla grande española se ha contagiado con la moral y la permisiva morbosidad de la pantalla chica. Porque en un país atravesado por fracturas enormes, algunas antiguas (nacionalismo terrorista, memoria histórica borroneada e instrumentalizada por unos y otros) y otras nuevas (inmigración, desintegración generacional, la pobreza en un Estado de bienestar para ricos), no es un azar que los dos directores más famosos elijan dos temas que producen morbo pero no verdadera discusión ni polémica de fondo. El clero español ya no tiene poder ni vive una epidemia de denuncias de pedofilia, y los españoles en general están a favor de la eutanasia asistida.
     Los temas tratados y la forma de acercarse a ellos recuerdan indudablemente a Crónicas Marcianas o Gran hermano en que transexuales, ninfómanas, cantantes que no cantan y brujos que ven la suerte en hortalizas son tratados con mucho respeto con tal de que nos lo cuenten todo. Programas que defienden como bandera los mismos principios que Almodóvar y Amenábar: el derecho de cada cual a hacer lo que le cante con su vida, con tal de que lo haga en pantalla para nuestro placer, con estilo y aplomo para llenar los bolsillos de los productores, el manager y las estrellitas locales.
     Conclusión: Morbo y buena conciencia unidos, jamás serán vencidos. –

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