Clonación rima con negocio

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Una pequeña compañía de biotecnología norteamericana, Advanced Cell Technology, se hizo recientemente con los titulares más importantes de los medios de comunicación mundiales tras anunciar que había clonado varios embriones humanos. La noticia levantó una densa polémica en los medios sobre la conveniencia ética de permitir la clonación humana. Sin embargo, y a tenor de lo que ocurrió con, por ejemplo, la lectura completa del genoma y sus derivaciones comerciales, cabe preguntarse si la polémica nos está escondiendo el verdadero tema de la clonación. Alfred Hitchcock acuñó el término MacGuffin para referirse al objeto alrededor del cual gira toda la acción de un relato. La originalidad de Hitchcock no es, obviamente, la creación del concepto, sino más bien el uso que hizo de él en sus películas. En concreto, su genialidad fue identificar que el MacGuffin es más potente cuanto más genérico es, y que, a más potencia, más fácil le resulta al creador alcanzar impunemente sus retorcidos fines. Al igual que un truco de magia, el MacGuffin nos hace mirar en una dirección, habitualmente muy espectacular, mientras el creador nos la juega por otro lado.
     Pues bien, el complejo científico-industrial, análogo de lo que se denominaba complejo político-militar, nos está representando un bonito efecto MacGuffin con la clonación. Porque la cuestión que interesa a los que divulgan estos hallazgos no es si resulta ético o no que nazcan bebés clonados (que nacerán), ni tan siquiera si resulta ético o no investigar con embriones humanos (que se hará), sino quién va a llevarse el dinero para controlar (¿patentar?) la investigación y la producción de productos biotecnológicos a partir de embriones humanos.
     La verdad es que esta situación no debería sorprendernos, puesto que es una consecuencia natural del lento proceso de mercantilización que está experimentando la ciencia. El Estado y las compañías privadas ya no quieren, o pueden, mantener la investigación a cualquier precio; es demasiado cara, y cada día lo será más. Las instituciones financiadoras necesitan capitalizar cuanto antes mejor la inversión realizada, y situarse en la mejor posición para atraer las inversiones futuras. Como una actividad más en una sociedad de libre mercado, la ciencia debe dar resultados.
     Un rasgo crucial de este proceso es que afecta a cualquier tipo de institución, sea pública o privada. Por un lado, la industria privada no puede hacer frente a las exigencias que supone conseguir un producto innovador, o mejor que otro previo, y que supere todas las etapas de seguridad y efectividad, sin invertir mucho dinero durante muchos años, sobre todo teniendo en cuenta que disfrutará de una patente cada vez más condicionada por factores sociales. Por otro lado, la necesidad de capitalizar la investigación también se extiende a las instituciones públicas que tienen que rendir cuentas de su actividad para poder luchar por fondos cada vez más codiciados.
     Sin embargo, el cambio más espectacular de esta tendencia mercantilista tiene como protagonista al mismo científico, cuya imagen está perdiendo su aura altruista y vocacional. El científico era visto hasta hace pocos años como un profesional estrictamente dedicado a sus experimentos y alejado de cuestiones como la rentabilidad de su trabajo. Sin embargo, la época de las vacas gordas de la ciencia se acabó, y el investigador se ve sometido a la presión productiva como cualquier otro trabajador. En consecuencia, el científico está cada vez más forzado a conseguir resultados. Por ello no es extraño que se avenga a difundir su trabajo, aunque aporte resultados parciales o que precisen de una valoración a largo plazo. Si no lo hace, su carrera profesional está en peligro.
     Por todo ello, procede analizar las noticias espectaculares sobre hallazgos y demás avances superlativos con mucha mayor cautela de la que era necesaria hace apenas diez años. La presión productiva provoca a menudo una exageración de la importancia relativa de un determinado estudio, aumentando sus expectativas. En el caso de la clonación humana la situación es paradigmática. Muchos biólogos moleculares, como Ian Wilmut, el creador de la oveja Dolly, han analizado los datos y resultados de la investigación de Advanced Cell Technology y se muestran escépticos sobre el éxito del experimento, afirmando que los protoembriones de seis células que la compañía biotecnológica ha conseguido no pueden calificarse como verdaderos embriones. De hecho, la comunidad científica cree que la clonación humana tiene todavía que superar muchos problemas tecnológicos. Los investigadores que clonaron la oveja Dolly necesitaron casi trescientos intentos fallidos para conseguir uno con éxito. Y, dado que la clonación humana es más complicada que la ovina, es previsible que tenga muchos más fracasos en el estadio inicial, en el desarrollo embrionario y a la compleción de la etapa fetal.
     Acaso el problema más grave no es ser víctimas de un determinado MacGuffin, sino la perversión que introduce en nuestra concepción de la ciencia. Nos estamos acostumbrando a que los científicos hagan cada semana una nueva pirueta cada vez más espectacular, sin tener en cuenta que la medicina salva vidas por los extremos, pero cura por el centro. En este sentido, conviene recordar un venerable principio bioético: un descubrimiento se justifica a sí mismo sólo cuando ha probado su beneficio social. Y a la clonación de embriones humanos todavía le queda bastante para llegar a ese punto. –

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