Todo se ha hecho ya y todas las historias han sido contadas, más o menos. Añadir una cabra insolente cuya peripecia discurre siguiendo la voluntad de la protagonista, en una versión caprina de Elige tu propia aventura, es uno de los modos de añadirle gracia y sacar la novela de formación que es El ataque de las cabras del corsé y del terreno conocido. Es lo que hace Laura Chivite, autora del volumen de relatos Gente que ríe, publicado en Caballo de Troya en 2021, con el que obtuvo el Premio Ojo Crítico. Es el recurso más vistoso, o el que primero se detecta, pero el libro, incluso sin cabras, tiene otras muchas virtudes que lo hacen apetecible y resistente a etiquetas reduccionistas.
La protagonista y narradora no tiene nombre y se ha separado de María, con la que mantenía una relación estable que le ha permitido, entre otras cosas, hacer pis en bañeras aristócratas. Creció en Pamplona, estudió literatura en Granada, se fue a Madrid y de vuelta a Pamplona; pasa por un momento de incertidumbre vital: ¿volver a Madrid o quedarse en Pamplona? Pero eso no se plantea exactamente como una decisión vital, sino que sucede, es una situación por la que pasa. Lo importante, o lo que despierta el interés de la narradora, está en su familia materna, en especial en tía Lidia, con la que vivió durante casi dos cursos, los del bachillerato artístico que cursó. Entonces tía Lidia se acababa de divorciar de Jara y vivía con un gato, Baby, cuya muerte desencadenó una tristeza en Lidia que se traducía en desprecio a su sobrina, sin contar con una especie de superpoder del que Lidia le había hablado pero no había visto en directo: la tristeza honda y profunda venía acompañada de telekinesis. La tía lo había descubierto de pequeña, poco después de la muerte del padre, que dejó a abuela Refugio viuda tan joven y con tantos hijos que sacar adelante. Lidia y la madre de la narradora, Irene, eran las únicas hijas, al lado de cuatro varones con los que dejaron de hablarse para reforzar más su unión de hermanas. Luego Lidia e Irene se fueron distanciando y dejaron también de hablarse.
En el pasado familiar hay episodios novelescos: la muerte del abuelo se produjo una semana después de que abuela Refugio fuera presentada como Manola de la peña La Jarana, elegida “la chica más guapa del lugar según los hombres más feos de la comarca”, dice la narradora. Aquí viene la casualidad: suben a pedirle la cámara de fotos a Zacarías, el vecino de arriba, saben que tiene una Leica, oyen un gran estruendo y al abrir la puerta lo descubren tirado en el suelo. Esperan a la ambulancia y eso les hace llegar con una hora de retraso a la peña, pero han salvado al vecino, y lo más importante: han hecho la foto, que se revela mucho tiempo después, porque contiene instantes de una felicidad truncada por la muerte inesperada del padre de Irene y Lidia y los chicos. “Hay algo mágico en esa foto. Como si la muerte paseara por la habitación y mi abuela lo supiera. Como si notara que está allí y va a perdonar a Zacarías. Pero como si supiera también que días más tarde va a llevarse a alguien, a alguno de ellos”, escribe la narradora, que tiene una copia de esa foto encima de la cama “a modo de crucifijo y de tótem protector”.
En realidad, El ataque de las cabras no es una novela de formación, sino tres: la de tía Lidia, la de la protagonista y la de la cabra insolente protagonista de la fábula que despliegan tía y sobrina, una planteando, la otra eligiendo. Tía Lidia fue camarera, formó un dúo punk con Jara, luego se hizo profesora de inglés. La narradora comparte algunas cosas con tía Lidia, a la que toma como modelo; la vemos pasear por la vida como quien va moviendo perchas en una burra atestada de prendas, esa misma actitud de quien parece dispuesto a descubrirlo todo. Por su parte, la cabra termina por descubrir el cine y hacerse cineasta, se convierte así en una pionera, la primera cabra cineasta. Su fábula, que se ofrece en tres partes, queda inconclusa: “De modo que preferí, al igual que sigo prefiriendo ahora, dotarla de esas tres vidas posibles. Que en esa trifurcación de su camino tenga la capacidad de transitar por los tres a la vez. Y que, en cualquier caso, sea ella, con toda su genialidad e insolencia, la que elija.” Hay ahí un acto de amor hacia la cabra, que explica también las relaciones que pueden establecerse con los personajes de ficción.
La novela no sigue un orden cronológico lineal, avanza y retrocede, intercala la historia de la cabra, que tiene el mismo rango que la de la familia, vemos a la abuela Refugio deteriorada por la enfermedad, llamando hijos de puta a todos, antes de descubrir su vida. Hay sorpresas y hueco para lo inesperado: no solo encuentros con alguno de los tíos, sino descubrimientos asombrosos, vampiros y una epifanía que llega después de que la protagonista se quede encerrada en un baño público y pasen dos ciclos de autolavado: “Sola y empapada en la oscuridad de esa madriguera metálica terrorífica, al margen de la tristeza y de la felicidad, al margen de todas las emociones pasajeras, me invadió una ligereza total. Un sentimiento de comprensión absoluta del universo se introdujo en mí y me dominó.”
El ataque de las cabras tiene esa virtud tan rara y tan contundente: la gracia, que es el pegamento que une todo y que valdría para sostener lo que Chivite quisiera. ~