Quizás no sea coincidencia que Robert Rauschenberg tuviese su epifanía artística, según cuenta la leyenda, en el museo de la biblioteca Huntington de Los Ángeles, delante del Niño azul de Gainsborough y de la Niña rosa, de Thomas Lawrence, dos de los iconos más difundidos en las decorativas y muy populares tapas de latas de galletas.
Con su Odalisca (1955-58), armazón mixta rematada con un gallo blanco, y con su parejita, Untitled Combine (Man with white shoes), de 1954, otro freestanding hecho de listones, lienzo y periódicos viejos que lleva una gallina negra en la base, Rauschenberg introduce, en el arte del siglo XX, la misma cosificación figurativa, el mismo objetivismo, que alcanzó la pintura inglesa de finales del XVIII.
La muestra Robert Rauschenberg: Combines, organizada por el Museum of Contemporary Art de Los Ángeles (MOCA) cuenta con más de setenta de las emblemáticas construcciones del octogenario maestro, y llegó en mayo desde Nueva York a esta ciudad, donde permanecerá hasta septiembre, antes de viajar al Centro Pompidou de París y al Moderna Museet de Estocolmo.
Sobrinos del ready-made, del object trouvée y del arte malo producido en serie que Marcel Duchamp reintrodujo (con su firma) en la galería, los combines de Rauschenberg proponen, al espectador naif, una pregunta tonta: ¿arte o basura? Sin embargo, por tonta que parezca, ésa es, desde el advenimiento del Dada, nada menos que “la gran pregunta”. Resulta sintomático que en la era del kitsch y del pop, semejante interrogación tampoco haya sido respondida, y que quede pendiente, como de uno de los alambres que sostienen botes vacíos o pájaros secos en las obras que reúne Robert Rauschenberg: Combines.
Si éste es arte de detritus se debe a que –quizás más que nunca antes en la historia del mundo– sobran materiales, existe un incremento, o un excremento, convertido por una generación nueva de creadores capitalistas, en plusvalía. En Canyon (1959) hay un águila disecada que perteneció a uno de los últimos Rough Riders de Teddy Roosevelt: el soldado había muerto y sus posesiones yacían amontonadas en la acera. Una vecina la vio y telefoneó al artista: “¿Te la recojo?”
El arte de Rauschenberg abre una melancólica estación de cacería: la caza de objetos, de res publica. Millares, tal vez millones de cosas han encontrado desde entonces un lugar de reposo en el cementerio del lienzo y de la instalación cinegética. Warhol recoge un zapato, una lata de sopa, una caja de Brillo; Lichtenstein, un avión de cómic, el anuncio de un trozo de carne cruda, una libreta de direcciones, un cuadro (un Cézanne) y hasta otro Lichtenstein.
Entrar en las salas del MOCA donde habitan estos desechos es como entrar en la favela del arte, hecha de zinc, cartones y pedazos de playwood. Es también entrar en el orwelliano almacén de antigüedades de 1984, porque se hace evidente que, para la época en que fueron ensamblados, la función del artista ya tenía mucho de empleado de rastro, o de anticuario, y que el objeto –sobre todo, el object d’art– había perdido su significado.
Tampoco puede evitarse la sensación de que se nos sirven sobras de expresionismo abstracto, y que la instalación es sólo el soporte del brochazo abstraccionista, un trapo para limpiar pinceles: si Rauschenberg es el puente entre Franz Kline y Andy Warhol, su pincelada no es más que Kline sobre neumático o sobre chiva muerta.
Linóleo, bidón, trozo de artesonado, una sábana, un sombrero, una rodillera: arte de memorándum. Los periódicos viejos devienen, en los combines, actualidad perpetua; y las noticias de la hora, cuentos fríos. Todo lo descartado, lo rechazado, vuelve a ser pertinente y a adquirir un uso artístico. Esta tendencia materialista, abierta a la mera posibilidad en la obra de Rauschenberg, se ha convertido, con el paso del siglo, en superstición burguesa, en signo artístico de filisteísmo. (De esa práctica filistea deriva buena parte del arte norteamericano actual y no tan actual: carpintería socialista instantáneamente museable.)
A fin de cuentas, no hay otro artista –antiguo o moderno– tan solicitado, o tan “apropiado”, como Robert Rauschenberg. Y lo que la exhibición del MOCA llama combine ha llegado a suplantar, con sus infinitas variaciones, la idea misma del arte. Hacer arte hoy es una especie de combinatoria, y esta muestra parece demostrar que millones de aficionados nunca pasarán de ahí. ~