John Horgan cargando a Stephen Hawking

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Del arco a la glorieta habría treinta pasos.

La enfermera me dijo que lo llevara en brazos:

lo llevé entre mis brazos, afirmación sencilla

por neuromitológica. La senda amarilla

del otoño en Uppsala nos devolvió a Sevilla.

 

Pesaba mucho menos –comprobé anonadado–

que la Nada, que el cuenco de las hojas caídas;

que un jabón de Castilla envuelto en hojas pálidas

de diarios irlandeses. Incluso mucho menos

que un Die Naturwissenschaften viejo. La barbilla

 

reposaba en un nudo de corbatas y pelo.

La ráfaga de viento –ronroneaba la silla

eléctrica a lo lejos y parpadeaban cifras

de una ecuación hebraica– descongelaba el hielo.

 

Volvió los ojos blancos a lo alto del cielo.

La pantalla y el cuello marcados con un sello.

Abrió la boca amarga y me escupió la manga

y se mordió la lengua. Descorrimos el velo.

 

Atravesando el vado con el muñeco amado

como gris San Cristóbal en cósmica capilla

llegamos a la fuente del hueco perforado

en la tela del tiempo. Llegamos a la silla.

 

La enfermera me dijo: su risa es el regalo

de un demiurgo baldado, de un dios de pacotilla.

Tomamos Cocacola y comimos tortilla

mientras el firmamento lloraba, descifrado. ~

 

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