Un médico le sugirió a mi bisabuela Laura Torres que se mudase de Guanajuato a la vecina villa de León por razones de salud. Con resignación y no sin quejarse, mi bisabuela dejó una carta donde suspira “¡Ay, comadre!; nos vamos a León… donde hay tantísima gente, pero muy pocas personas”.
Efectivamente, hay días en que vivir en la Ciudad de México se debate entre las contadas personas con las que se puede compartir un silencio y las 22 millones de historias, novelas, cuentos, aforismos, ensayos, erratas y párrafos sueltos que insisten en contagiarnos constantemente su ruido… Y hay días en que quisiera escribir cualquier texto dirigido expresamente, con nombres y apellidos, a todos y cada uno de los habitantes que, por una madrugada, parecen más próximos que prójimos anónimos… y, al amanecer siguiente, no dan ganas de saludar a nadie y sí muchas las implacables por mentarle la madre al primer pendejo que se nos cruza en la calle… y a media tarde, la vida vuelve a ser bella y ahí anda uno chuleando a las meseras, diciéndole hermano al vendedor de lotería y todo camarero que allá es mesero se vuelve “maestro”.
Demasiada gente y poquísimas personas, pero no puedo inferir si me darían las mismas ganas incontenibles de escribir si viviera en la sabana deshabitada o en un pueblo rústico sin semáforos sincronizados (de hecho, mi primer libro lo escribí en San Miguel de Allende cuando era un pueblo más rústico y menos gringo, pero de eso ya pasaron 25 kilos…). Escribo entonces, entre pocas personas, cada vez más entrañables, y tantísima gente, pero en la adrenalina de quien se enferma de libros pronto se confirma que todo un mundo repleto de caballerías puebla las madrugadas de un caballero perdido en medio de un villorio de cuyo nombre no quiero acordarme y el que lee, pronto confirma los murmullos de todos los fantasmas que también son hijos de un montón de piedras envueltas en polvo.
Por lo menos en prosa, desde hace un buen tiempo sobrellevo la cosa con una feliz confusión de ciudades. Ante el alud multitudinario o la pereza infinita del tiempo perdido por culpa de las distancias interminables en la Ciudad de México o ante la recurrente nostalgia por uno y el mismo atardecer que se dibuja sobre la Plaza Mayor, un paseo sin prisas por Recoletos, la tarde que se extiende más allá de Moncloa y Argüelles… ante uno o lo otro me instalo en la confusión. Así nació y sobrevive al día de hoy en edición de bolsillo la entrañable andanza de D. Pedro Torres Hinojosa, para siempre jamás en busca de su Emperatriz de Lavapiés y, aunque a él se le enredan también o además los colores y las épocas, puedo afirmar que mi propia confusión de Madriles con Mexicalpanes es tanto o más intensa… idéntica.
Lo saben mis hijos, algunos amigos y por lo menos una mujer bella que se inquietaba mucho con los síntomas aparentes de esta enfermedad; llevo la hora cruzada e incluso vivo con los horarios volteados: en Madrid viví cuatro años, con la manía de buscar de cenar a las cinco de la mañana y retirarme a leer en la cama o intentar dormir sueños intranquilos al tiempo en que el resto del Foro se aprestaba a inaugurar un nuevo día. Reamanece entonces al mediodía y el almuerzo revela su verdadera etimología: es un enredo entre desayuno, comida, mas nunca brunch que alivia las angustias de los que somos felizmente transatlantizados o, por lo menos, transpeninsulares.
Efectivamente, ha habido noches sin dormir en que sueño que la Castellana es el Paseo de la Reforma, que el parque de El Retiro es Chapultepec, que a la Plaza Mayor le llaman Zócalo capitalino y que Valverde esquina Gran Vía es espejo y gemela de San Juan de Letrán esquina Venustiano Carranza. Llévenme a los kebabs, allá por el final de la calle Princesa, que me parecen tacos al pastor y los llevo al Sobrino del Botín que recién abrieron en Polanco, en cuyo menú idéntico al de Cuchilleros, sólo falta La Casera… Llevadme ante Cibeles y los llevo a la Condesa para que vean cómo aparece y desaparece Nuestra Señora de Correos y este Palacio de Linares donde ahora les leo y me aguantan mis párrafos… por algo decían que este caserón estaba embrujado, antes de ser la Casa de América, cuando llegué a vivir en Madrid la primera etapa de mis estancias con santísimas ilusiones en la cabeza, utopías de corazón y tan pocas posibilidades reales de volverlas palpables. Para solaz de mi sinrazón y equilibrio de entendederas, aquí en Madrid empecé a ejercer la sana confusión que alimenta y alienta lo que escribo y leo (o por lo menos, me permite pasarme la vida feliz o en vías de serlo): aquí visitaba cada ocho días el Museo del Prado, gratis con carné de estudiante (o diré credencial de alumno) y dos veces al mes el Museo de Cera (donde ensayaba estrecharles la mano a S.S. M.M. los Reyes), aquí Fernando Fernán Gómez doblando a Humphrey Bogart en un cine de la Gran Vía, aquí el dulce afán de agregarle azuquiqui al zumo de naranja que allá es un mero jugo; acá la lima que se volvió limón, y la palabra que en náhuatl denominaba a la tiza que se llama gis en México, desde que así la nombraron los conquistadores transatlantizados; aquí la necedad de seguirle llamando el “quite de frente por detrás” a lo que ya ni Joselito ni Belmonte negaban llamar “gaoneras”; aquí la bañera que allá es tina y los gemelos que fueron mancuernillas…
Que conste que no me enredo ni se me confunden lo gringo, las gringadas o Washington d. c. con la Ciudad de México ni Madrid. Será entonces que, por lo menos en prosa, vivo en confusión de ciudades porque el alma tiene dos caras y el corazón de veras es un músculo que palpita mejor si se divide y comparte. Lo saben los amorosos y las parejas que se aman para toda la vida, y lo supo Alfonso Reyes que vio desde Madrid su Visión de Anáhuac y Agustín Lara que le cantó a Madrid desde México sin necesidad de conocer España. Lo siguen sabiendo tantísimos fantasmas y poetas buenos que me son tan entrañables. Amado Nervo en su monasterio de Bailén 15 y Max Aub perdido entre Callao y la Red de San Luis, quizá buscando Valverde como quien camina por Artículo 123, el sitio exacto donde Fortuna mató a un toro en plena Gran Vía para honra y metáfora de Madrid. Lo supo Arruza, que conquistó España toreando como si estuviera entrenando ante un toro invisible en el bosque de Chapultepec y lo saben las actuales figuras españolas que se dejan llevar en hombros por Insurgentes, creyendo que los llevan al Hotel Wellington en la ancha calle de Velázquez, sin saber que quizá los llevan a Teotihuacan para sacrificarlos ante los dioses, como en realidad se lo merecen…
Eso es: por lo menos en prosa, la confusión de Madrid con México se debe a que son espejo, están unidas, son gemelas… precisamente porque son ventana, están distantes y separadas, porque son tan diferentes. Son la misma ciudad en mi mente porque son cada una, cada cual, en mi recuerdo; me son tan diferentes en el alma porque me son igual de entrañables en el corazón… el corazón partío.
México y Madrid se me confunden porque aquí tengo familia que me compartió tantos de sus amigos y amigos incondicionales que se volvieron familia; aquí he dejado media vida y me he llevado veinte años de incontables emociones… En Madrid he celebrado a Octavio Paz con el Premio Príncipe de Asturias bajo el brazo como si acabara de salir de clases en el Colegio de San Ildefonso y aquí he visto triunfos de Puerta Grande de Carlos Fuentes, orejas y rabo en Alcalá de Henares con el Premio Cervantes que hoy se honra en honrar a Sergio Pitol, con tanta confusión de la buena, que hasta me pareció que la neblina que cubría ayer el aeropuerto de Barajas me hizo pensar que volvía a Xalapa, Veracruz. Y me confundo con El Escorial y en el Parque del Oeste porque digo entonces que escribo porque leo, y leo queriendo escribir tantos párrafos y palabras, tantas páginas comunes que nos unen y separan desde que nos conocimos México y Madrid y sí, efectivamente hablo de naranjas que plantó Bernal Díaz del Castillo en la Nueva España y un árbol de zapote prieto que sembró Hernán Cortés en Castilleja de la Cuesta, Sevilla, cuya sombra lo vio morir soñando con Coyoacán… y hablo de que en la tertulia de greguerías de Ramón Gómez de la Serna se confunden perfectamente los cantinflismos de Mario Moreno y el bello arte del albur tan mexicano que le hubiese gustado ejercerlo a D. Francisco de Quevedo y Villegas… “¡Vaya coñazo!”, dijo Aznar en Bruselas, pero me falta decir que, por lo menos en prosa, no he visto bombas ni bombardeos en la Ciudad de México y, sin embargo, he llorado cada triste recuerdo y cada nueva cicatriz que le duele a Madrid; por lo menos en prosa, no me tocó recorrer la Gran Vía hasta Princesa entre barricadas o compartir en silencio un potaje humeante de gato hervido con muy poca sal, pero he visto tantas hambres en la Megaciudad de México, entre las muchas ciudades de México que reúnen en un solo recorrido la cara ajada de Calcuta con el rostro empolvado de París… Pero en mis confusiones se posa un águila sobre el madroño y un oso intenta empujar de cuajo un nopal, la M-30 es gemela del Periférico y el Segundo Piso que ahora luce parte de México me parece galáctica versión del Scalextric de Cuatro Caminos que en su momento fue tan “yeyé”; Madrid y México comparten los mismos planos del Metro (ahora sé que me conviene transbordar en Sol para llegar más rápido a Indios Verdes, pero lo que ustedes no saben es que próxima estación: “Goya, correspondencia con Pantitlán”), aunque la realidad tan contundente nos permita reconocer que se nota que ya anda entonao cualquier mexica en Madrid si se asoma por el túnel en Antón Martín, Cuzco o Sainz de Baranda, pero en sentido opuesto a por donde le viene el tren, tanto como si se nota que cualquier torero andaluz se ha embelesado con el triunfo en la Monumental Plaza México al arrancarse a dar la vuelta la ruedo en el sentido que acostumbran las manecillas del reloj, pero al revés de como se acostumbra laurearse en México a los toreros: al revés, porque parece que se detiene el tiempo. Se detiene el tiempo y todo se me confunde al revés al escuchar, como en película de Rocío Dúrcal, “jersey” en vez de “suéter” y aquí es acera la banqueta y allá tejocote el albaricoque y aquí americana mi saco, y entre betabel y remolacha, melocotón con durazno, los grifos y las llaves, el césped o el pasto, el zípper y la cremallera… entre que se desconchinfla lo que se averió, “ya ni la amuela” el que “coño no jodas” y tantos enredos, tanta sana confusión: pura literatura que se vive, que se come, que se sueña… y que si quieres, caminas o vas andando.
Hay quien siente que la literatura es un viaje que atraviesa la realidad circundante y que transporta –por obra y gracia de la lectura– hacia otros paisajes e incluso, otros tiempos. Sea travesía, transformación, bálsamo o salvoconducto, siento que la literatura no es más que sinónimo de la vida misma, equivalente a la respiración, “tanque de buzo” como lo ha dicho Álvaro Enrigue, para nadar por la vida sin ahogarnos en el intento o bien una constelación de heterónimos, pues como decía Fernando Pessoa, “la literatura existe porque la realidad no basta”, y habría que agregar que, por lo menos en prosa, por algo escribe uno como si queriendo aliviar la realidad se nos confundiesen las ciudades y todo lo que nos es entrañable e indispensable, como si leyéndonos a cada lado del inmenso océano se acercara el espejo que nos refleja y refracta, como si escribiéndonos entre tantísima gente nos supiésemos realmente leídos por poquísimas personas que justifican por eso y más, como los Justos en la Cábala, el orden secreto del Universo y digo que, por lo menos en prosa, veo desde una torre morada en medio del paisaje de Michoacán (allí donde dejó su biblioteca mi maestro Luis González y González) el mismo idéntico paisaje que veíamos desde el balcón más alto del Círculo de Bellas Artes en medio del paisaje de la calle de Alcalá con mi maestro Juan Pérez de Tudela y Bueso: que entre tantísimos libros hay pocas y muy buenas letras, que entre tantísima gente sólo hay muy pocas personas que de veras nos son infaltables: tan poquitos que son todos los que habitan ayer, hoy y mañana esta confusión, comunión y contraste, que llamamos, o ya amamos, México en Madrid. ~
(ciudad de México, 1962) es historiador y escritor.