Contra la maldición de la distancia

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Durante décadas la economía chilena tuvo un desempeño mediocre. Tanto es así que por muchos años las famosas líneas de La Araucana, el poema épico de Alonso de Ercilla y Zúñiga publicado en 1569, sonaron absurdas:

Chile fértil provincia y señalada

en la región antártica famosa,

de remotas naciones respetada

por fuerte, principal y poderosa

Y es que entre 1927 y mediados de los años ochenta era difícil pensar que la economía chilena fuera fuerte, principal y poderosa. El país tampoco era respetado; más bien constituía una paradoja digna de ser estudiada: un país rico en recursos naturales –“fértil” en el decir de Ercilla y Zúñiga– que no lograba ni crecer, ni controlar la inflación, ni mejorar las condiciones de vida de su población; un país con una distribución del ingreso enormemente desigual y con una bajísima tasa de expansión de sus exportaciones.

Hoy en día la situación no puede ser más diferente. Durante los últimos veinte años la economía chilena ha sido la más dinámica de América Latina, con tasas de crecimiento envidiables y una pujanza modernizadora nunca vista en la región. Semana tras semana, la prensa internacional resalta los avances económicos chilenos, y expertos del mundo entero convergen sobre Santiago y otras zonas del país para enterarse de primera mano de cómo hizo Chile para transformarse en una nación respetada, fuerte, principal y, en cierto modo, poderosa.

Alejándose de América Latina

Para bien o para mal, desde un punto de vista económico y para todo efecto práctico, Chile ya no es un país latinoamericano. Es esto, precisamente, lo que lo hace singular. Pero tampoco es un país europeo, o asiático, o sajón. Chile se ha transformado en un caso único: un país cuya geografía, desaventuras y obsesiones –especialmente sus frustradas obsesiones futbolísticas– lo sindican como austral y latino, pero cuya realidad económica, incluyendo su pujanza, orden y aspiraciones lo hacen alejarse cada vez más de sus vecinos. Chile es casi un país ficticio, una mezcla de países y de culturas existentes e inventadas, como la sorprendente Amerusia de Ada o el ardor de Vladimir Nabokov.

Porque la cosa es así: si uno tomara los indicadores económicos chilenos y, sin delatar a qué país corresponden se los mostrara a un panel de expertos internacionales y les pidiera que dijeran a qué región pertenece esa nación, ninguno o casi ninguno de ellos aventuraría el juicio temerario de que se trata de un país latinoamericano. Dirían otra cosa, cualquier cosa, pero no dirían América Latina.

De allí que en Chile empezara a surgir la idea de que ya no es apropiado compararse con los países latinoamericanos; la región es una instancia superada y ahora hay que elevar las miras, cambiar de puntos de referencia, entrar a las ligas mayores, mirar y aprender de Australia y Canadá y Nueva Zelanda, todos países ricos en recursos naturales, exportadores de commodities, y más bien pequeños; todos países simpáticos, que no cobijan a terroristas, ni emprenden aventuras bélicas irresponsables, ni representan amenaza alguna para la seguridad mundial. Todos países a los que Chile, crecientemente, quisiera parecerse.

Esta ambición punzante es, en más de una dimensión, terrible. Lo es, porque Chile ha ido perdiendo empatía con sus vecinos. Y aunque sucesivos ministros de relaciones exteriores se hayan esforzado por mejorar las relaciones hemisféricas, la realidad es que las autoridades argentinas, peruanas, bolivianas y del resto de la región perciben que Chile ya no mira hacia este continente que, en el decir de Henry Kissinger, tiene forma de daga y apunta hacia la Antártica.

Instituciones y políticas económicas

Durante los últimos años los economistas académicos han hecho enormes esfuerzos para entender por qué algunos países tienen más éxito que otros. Los resultados de estas investigaciones han develado una serie de regularidades históricas sobre el proceso de crecimiento económico. Las más importantes son dos: primero, los países exitosos han desarrollado (o adoptado) instituciones fuertes que protegen los derechos de propiedad y que, de esa manera, impulsan la innovación, los aumentos de eficiencia, la creatividad y la productividad. Claves entre estas instituciones son un sistema jurídico independiente, el Estado de derecho, la ausencia de corrupción, los controles políticos sobre la discreción burocrática, y un sistema democrático sólido que asegure la igualdad ante la ley y la protección de todos los ciudadanos.

La segunda regularidad histórica es que los países exitosos han implementado políticas económicas que fomentan la libre competencia, o lo que William Baumol y sus colaboradores han llamado el “capitalismo innovador”. La legislación, reglamentos y ordenanzas deben, entre otras cosas, facilitar la creación de nuevas empresas y emprendimientos, permitir el rápido contrato –y despido, si fuera necesario– de personal, minimizar los trámites requeridos para acceder al financiamiento, defender a los consumidores de las prácticas monopólicas, evitar el proteccionismo y asegurar que los puertos y las aduanas funcionen eficientemente.

Cuando un país cuenta con instituciones eficientes y políticas competitivas, sus ciudadanos tienen incentivos para emprender proyectos audaces, sin temor a que la burocracia los paralice, que penas y multas descarrilen sus aspiraciones, o que decisiones arbitrarias de las autoridades les impidan avanzar hacia sus objetivos. Una paradoja histórica es que para alcanzar el éxito nacional hay que estar preparado a aceptar los fracasos individuales. Y es que muchas ideas audaces terminan en callejones sin salida o en promesas incumplidas. Pero, como enfatizara el economista austriaco Joseph Schumpeter casi un siglo atrás, si el ambiente es apropiado –vale decir, si la legislación fomenta la innovación y el emprendimiento– es altamente probable que muchos de estos proyectos sean exitosos y contribuyan con fuerza al crecimiento económico.

Los estudios recientes sobre la fortaleza de las instituciones y de las políticas competitivas confirman los avances logrados por Chile. Las diferencias con respecto al resto de América Latina son tan marcadas y sistemáticas que las comparaciones llegan a ser antipáticas. El Fraser Institute de Canadá ha calculado un índice sobre el “nivel de protección de los derechos de propiedad”, con valores de 1 a 10. En 1990, momento en que se iniciaban las reformas del llamado Consenso de Washington, el índice para América Latina alcanzaba un promedio de 4,5, similar al de Asia (4,7) y más bajo que el de los “Tigres asiáticos” (6,7%); ese año Chile tuvo un índice de 6,2. Quince años después la situación latinoamericana es desoladora: el índice del Fraser Institute ha caído a 3,7; en Chile, en contraste, su valor continúa en 6,2.

En Chile la calidad de la justicia es muy superior que en el resto de América Latina. Según un índice de “independencia del poder judicial” calculado por el mismo Fraser Institute, Latinoamérica alcanza un valor de tan sólo 2,7, en la escala de 1 a 10, mientras que el valor para Chile es 5,2. Lo mismo sucede con la imparcialidad de las Cortes, los costos de hacer cumplir contratos, la efectividad del gobierno, y el nivel de control de la corrupción. En cada uno de estos indicadores –calculados por Fraser, Transparency Internacional y el Banco Mundial– Latinoamérica es ampliamente superada por Chile.

Desde hace un tiempo el Banco Mundial calcula una treintena de índices sobre la calidad de las políticas económicas para un grupo de más de ciento cincuenta países. Estos datos evalúan cuán “amistosas” son las leyes y regulaciones para los emprendedores y las empresas, y nuevamente ubican a Chile en la vanguardia absoluta dentro de América Latina (www.doingbusiness.org). En Chile toma menos tiempo crear una empresa, contratar legalmente a un operario, inscribir una propiedad, tramitar importaciones y obtener créditos, que en el resto de la región. Además, Chile es el país más globalizado de América Latina, tanto en lo que se refiere a comercio internacional de mercancías como a movimientos de capitales.

La maldición de la distancia

Sorprendentemente, quizás, los datos del Banco Mundial indican que las políticas económicas chilenas son, en promedio, más pro-competencia que las de los países del sur de Europa –España, Grecia y Portugal. En el ránking del Banco Mundial sobre facilidad para hacer negocios, Chile está en el lugar 28 entre 150 países; los países del sur de Europa están ubicados en promedio, en el lugar 39. Más aún, en 31 de los 36 indicadores en el archivo Doing Business del Banco Mundial, Chile tiene ventajas sobre estos tres países europeos. Esta diferencia es particularmente aguda en las áreas de legislación laboral y dificultades legales para contratar a nuevos trabajadores y modificar la nómina de las empresas.

¿Significa esto que en un periodo razonable de tiempo, y gracias a estas políticas competitivas, Chile alcanzaría el nivel de ingreso de estos países europeos? Posiblemente. De hecho, cálculos mecanicistas –de esos que abundan en cierta literatura panfletaria– indican que si se mantuviesen las diferencias de crecimiento observadas durante los últimos quince años, dentro de tres décadas el ingreso per cápita chileno sería igual al portugués.

Pero hay que tener cuidado. Este tipo de cálculos suelen equivocarse. La razón más obvia es que nada nos asegura que la diferencial de crecimiento del pasado –4,1% en Chile y 2% en Europa del Sur– se vaya a mantener en el futuro. Más aún, a medida que Chile trepe en los escalafones económicos mundiales le será más difícil ganar nuevos mercados y producir bienes con mayor valor agregado. Tampoco hay seguridad de que Chile logre mejorar la calidad de sus instituciones acercándolas a la Unión Europea.

Pero quizás el mayor impedimento para que Chile logre una rápida convergencia a los niveles de ingreso europeos tenga que ver con su ubicación geográfica. La distancia es, desde un punto de vista económico, una maldición. Y Chile se encuentra enormemente lejos de los grandes mercados. En contraste, Portugal se encuentra en el continente que concentra un tercio del poder de compra global. Mi colega de UCLA Edward Leamer ha calculado que, cuando se trata de productos manufacturados, cada mil kilómetros de distancia son equivalentes a que el país de destino cobre un derecho de importación del 11%. Yo no sé cuán exactos serán estos números pero, aún cuando el valor efectivo fuera tan sólo la mitad, la desventaja de estar alejado de los grandes mercados es enorme. Ello, desde luego, no significa que sea insuperable; pero para superarlo hay que redoblar los esfuerzos por ser eficientes y productivos.

Éxito y orfandad

En el último capítulo de El mundo es plano, Thomas Friedman cuenta que el computador que utilizó para escribir el libro tenía partes y piezas provenientes de todos los países del Sudeste asiático. Los componentes más sofisticados, como el microprocesador, fueron manufacturados en Corea, y los más simples en países más pobres como Tailandia.

El mensaje de esta historia no es que los Tigres del Asia producen bienes tecnológicamente avanzados –eso ya lo sabíamos–, sino que en el mundo globalizado los productos sofisticados requieren de una cadena de suministro regional. Ningún país puede ser competitivo en todos los componentes y piezas, lo que obliga al productor a comprar las distintas partes en diversos lugares. Pero no se trata de lugares cualesquiera; son países que se encuentran dentro de un cierto radio geográfico, lo que permite minimizar los costos que impone la distancia.

Este concepto de cadena de suministro regional plantea un importante desafío para Chile. Si en términos relativos el resto de América Latina se queda atrás, ¿será posible para Chile moverse hacia la producción de productos de mayor valor agregado por sí solo? ¿Podrá desafiar la regla de redes regionales eficientes? Todas preguntas importantes; todas inquietantes.

 

Carencias y desafíos

Si bien el número de personas que viven por debajo de la línea de la pobreza ha disminuido fuertemente, la distribución del ingreso continúa siendo una de las más desiguales del globo. Esto ha persistido a pesar de importantes aumentos en el gasto social.

La única manera de enfrentar la inequidad en forma permanente es a través de programas que aseguren la igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos. Esto, a su vez, requiere de un sistema educacional que no discrimine y que provea educación de calidad a todos los segmentos de la sociedad. Pero la calidad de la educación en Chile es –como en toda América Latina– deplorable. Las pruebas internacionales en las que el país ha participado, como las prestigiosas TIMSS y PISA, indican que lo niños chilenos aprenden poco y mal. Año tras año Chile está entre los peores evaluados en el mundo entero. Varios factores explican esto, incluyendo un financiamiento inadecuado, programas curriculares anticuados y sindicatos de maestros que no aceptan cambios y que rechazan ser evaluados y que sus remuneraciones estén basadas en el mérito.

Ante este panorama desolador, las autoridades chilenas decidieron tomar una página de la parte segunda del Enrique IV de Shakespeare y matar al portador de las malas noticias. Hace unos meses, y en forma discrecional, se decidió no participar en la próxima versión de la prueba TIMSS. Como si el no presentarse al certamen fuera a mejorar la calidad de la educación, producir ciudadanos bien preparados para competir en la economía globalizada y ayudar a reducir la inequidad de décadas.

La moraleja de ese cuento triste es simple: quizás el mayor desafío del Chile actual sea no dormirse en los laureles. Entender que en el mundo moderno el proceso de innovación debe ser permanente, y que sólo triunfan quienes sienten una verdadera devoción por la eficiencia. ~

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