Contra la reglamentación de las marchas

Somos un país reglamentado de la cabeza a los pies y nos encontramos entre los que tienen un menor índice de cumplimiento con sus leyes. Lo que impide el pleno imperio del estado de derecho no es la falta o ambigüedad de la ley, sino el uso faccioso de las instituciones del Estado y la casi nula profesionalización de sus cuerpos de seguridad. 
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De mis amigos anarcosindicalistas aprendí la definición de “democracia” que se ajusta más al ideal que persigo: la democracia es la forma de organización social en la que las decisiones las toman quienes son directamente afectados por ellas. Por eso los anarcos de vieja cepa andan siempre aplanando y descentralizando estructuras, a fin de acercar el funcionamiento de las instituciones reales al ideal democrático. Bajo esta concepción, siempre he tenido muy claro el hecho de que todos los actos de protesta que implican afectaciones a terceros (en sus bienes, libertad de movimiento, tiempos de traslado, etcétera) son acciones inherentemente autoritarias y arbitrarias.

No hay forma de darle vuelta a la tortilla. Cuando uno decide bloquear una avenida, impedir la entrada y salida a un edificio o pintarrajear una fachada, uno está decidiendo que las personas afectadas llegarán tarde al trabajo, se perderán un compromiso, deberán parir en una ambulancia o tendrán que reparar de su propio peculio un daño a sus bienes, sin preguntarles su parecer. Los activistas que así proceden se arrogan el derecho de afectar a personas que no tuvieron ninguna oportunidad de participar en esa decisión.

Nadie quiere afectar a terceros por el puro gusto de hacerlo. Es inevitable que todo acto de protesta tenga consecuencias no deseadas o previstas. Por ello, en teoría, cada decisión sobre tácticas de protesta conlleva un cálculo sobre los beneficios y costos de cada acción. Si el resultado es a tal punto positivo para el bien común que minimiza la naturaleza autoritaria de la protesta (una variante light de la clásica paradoja de la guerra que trae paz), nadie se acordará después de los terceros afectados, ni siquiera ellos mismos. El 10 de enero de 1994, miles de personas colapsaron por varias horas el Paseo de la Reforma en demanda de una salida negociada al conflicto en Chiapas. Al día siguiente, Salinas de Gortari anunció que no emprendería más incursiones militares contra el EZLN. ¿A quién debería importarle que unos cuantos no pudimos entrar al Cine Latino debido a la manifestación?

El problema es que la clara legitimidad de la protesta en un ejemplo como el anterior es la excepción y no la regla. Si bien una amplia mayoría reprobará el bombardeo contra las comunidades indígenas, el apoyo es menos claro cuando se trata de movilizarse contra el IVA en los alimentos para mascotas. Uno pensaría que la capacidad de discernimiento político es una de las cualidades que más se preocuparían en cultivar los activistas de izquierda que participan en acciones que los ponen directamente en situaciones de potencial conflicto con ciudadanos de a pie. ¿Cuándo vale la pena la afectación y cuándo no? ¿Es inevitable la medida de fuerza o es posible transformar la protesta en un acto de persuasión y reclutamiento?

Lamentablemente,  lo que uno observa en muchos activistas es menos esa capacidad de discernimiento y más una tendencia al fatalismo como táctica; menos imaginación y más recurrencia al guión predeterminado de la protesta, la denuncia de la represión y las quejas amargas por la “enajenación” de los ciudadanos que no les permite ver la fulgurante justicia en el cierre de avenidas. El costo que se paga por esa falta de análisis es político. La izquierda social lleva años languideciendo en su ciclo de movilización y declive. Incapaces de generar apoyo más allá de los eternos círculos y grupúsculos, los activistas han convertido las redes sociales en un refugio de sus frustraciones. ¡Despierta, México! gritan a diestra y siniestra y en respuesta solo creen escuchar el atronador sonido de los ronquidos del pueblo arrullado por Laura Bozzo y la selección nacional.  

Ahora bien, ninguna reglamentación de las marchas y movilizaciones, como a la que se ha “abierto” el Gobierno del Distrito Federal, logrará disuadir a los activistas de participar en actos de protesta que afecten a terceros. Eso solo lo conseguirá una profunda revisión de los principios de la acción política, la relación de los medios con los fines, y las modalidades de la vinculación con la ciudadanía “apolítica”. Pero el gobierno no está para educar políticamente, sino, en teoría, para velar por los derechos de los todos los ciudadanos, los que protestan y los que no. Por ello, lo que debería preocupar a Mancera no es añadir más reglamentaciones redundantes al aparato legal que ya establece una miríada de derechos tanto para protestar como para no ser afectado por las protestas, sino preocuparse por profesionalizar un cuerpo policiaco heredado de los tiempos del Negro Durazo.

Los derechos a la libre manifestación de las ideas, asociación y reunión pública no son absolutos en el marco de la constitución mexicana. El Artículo 6 establece claramente el ataque a los derechos de terceros como límite del ejercicio del derecho a manifestarse libremente. Y no ocuparé más espacio reseñando los preceptos legales que dicen que romper ventanas y quemar policías es ilegal.

El problema es que los cuerpos de seguridad del Estado mexicano no garantizan un equilibrio entre la protección del derecho de manifestación y el derecho de los ciudadanos a  no ser molestados en sus personas y sus bienes. En otras palabras, el cuerpo de granaderos del D.F. (y no hablemos de sus similares en otros estados y de la Policía Federal) no le asegura al GDF que cada vez que sea llamado para evitar actos de violencia en las manifestaciones los funcionarios de la ciudad no terminarán con una papa caliente de torturas, vejaciones, arrestos arbitrarios y demás.

Somos un país reglamentado de la cabeza a los pies y nos encontramos entre los que tienen un menor índice de cumplimiento con sus leyes. Lo que impide el pleno imperio del Estado de derecho no es la falta o ambigüedad de la ley, sino el uso faccioso de las instituciones del Estado y la casi nula profesionalización de sus cuerpos de seguridad. La izquierda social y partes de la izquierda partidista seguirán pagando los costos políticos de su falta de imaginación para acercarse a la ciudadanía con actitud respetuosa y propositiva, en vez de andar jugando al Robespierre. Ese es un problema que deberíamos abordar quienes nos reivindicamos como gente de izquierda, para no darles la oportunidad a las autoridades de usarnos como excusa ante su incapacidad de limpiar la casa. 

 

 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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