Crimen sin castigo

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Ser empleado bancario es uno de los trabajos más complicados hoy en Estados Unidos. Los empleados de la sucursal de JP Morgan Chase ubicada en la calle 63 y Broadway, en Nueva York, tienen que enfrentar cada día la misma pregunta: ¿cuánto tiempo va a durar la crisis? Este es un signo de la economía moderna: las crisis primero son psicológicas y luego económicas.

Hoy Estados Unidos enfrenta la peor pesadilla, y sus signos se multiplican en pequeños detalles. La gente luce preocupada y las macrotiendas, casi vacías; los diarios tienen poca publicidad; la economía es un miedo que se percibe y se respira.

En el mundo protestante en que Adam Smith fundó la economía política, a cada pecado corresponde un castigo. Fue así como nació la preeminencia del pensamiento económico sobre el comportamiento social en Estados Unidos.

Ondeando la bandera del liberalismo económico, en 1929 el mundo tuvo que pagar las consecuencias de la avidez con que explotó hasta la saciedad el sistema bursátil estadounidense. El 24 de octubre de ese año ocurrió el primer “jueves negro” que se recuerda en la historia de las especulaciones financieras, cuando la furia de Dios se manifestó contra la ambición sin límite de aquellos guiados por la avaricia.

En esa ocasión, los juegos bursátiles pusieron al mundo en peligro y dieron pie a la configuración de la era moderna. Franklin Delano Roosevelt, hijo político de la Depresión, jamás hubiera llegado al poder sin la fractura económica, pues siendo gobernador de Nueva York convocó a la elaboración de un programa anticrisis que le permitió ganar las elecciones presidenciales de 1932 con la promesa de “un nuevo trato para el pueblo estadounidense”.

Desde entonces en Estados Unidos ha prevalecido el poder federal sobre la vida cotidiana. Ahora, cuando inicia la era del postbushismo, comienza también la reflexión sobre dónde están, quiénes son y hacia dónde quieren ir.

En este contexto, el estadounidense promedio se ve obligado a enfrentar la peor de sus pesadillas: la convulsión de su moneda.

La traición a los valores de los Padres Fundadores –pelear guerras sin razón o ser considerados como el enemigo por el resto del mundo– no tiene importancia hasta que se presenta el verdadero castigo de la crisis económica.

Cuando John Steinbeck, uno de los grandes narradores americanos, describió en Las uvas de la ira la historia de una familia del Middle West que huía de la miseria, trazó a la América profunda arruinada en la década de 1930 por la tromba financiera que había hecho impagables las hipotecas.

Hoy, la historia se repite. En cincuenta años, ésta es la primera vez en que la clase media siente que no progresa. Según un reciente estudio realizado por el Pew Research Center y Gallup, veinticinco por ciento de los estadounidenses considera que en los últimos cinco años no ha mejorado su calidad de vida, mientras 31 por ciento cree que ha retrocedido.

El 16 de marzo de 2008, cuando Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, autorizó que el sistema central bancario suministrara treinta mil millones de dólares a JP Morgan Chase & Co. para comprar el banco Bear Stearns, nuevamente surgió una de las transformaciones más apasionantes de la historia moderna de Estados Unidos.

En 1929, el sistema dejó que los bancos se hundieran; ahora el banco central no les permitirá quebrar, por lo cual se han tomado una serie de medidas para impedir una posible recesión.

Bernanke aclaró de manera contundente que el gobierno norteamericano no implementará una suerte de Fobaproa. La fórmula establecida contiene garantías que aseguran ser benefactoras y legales; de lo contrario la Reserva Federal no sólo sería dueña de Bear Stearns sino de JP Morgan Chase & Co.

Las medidas instrumentadas por el gobierno de George W. Bush no sólo buscan atajar una crisis financiera, sino resolver un problema coyuntural: Bernanke –como un nuevo Moisés– abrió las aguas de la crisis para que las tribus del pueblo elegido pudieran seguir comprando.

 

El mal ejemplo

En 2008, ¿quién es el culpable de la crisis?

Desde 1950 no ocurría que el bien esencial de un estadounidense de clase media, su casa, perdiera valor. La causa es, en el fondo, muy simple: enfrentamos un proceso de transformación de sociedades industriales a sociedades consumistas, y en el consumo hemos fijado la esperanza para sobrevivir.

Tras la invasión de Iraq, en 2003, un grupo de periodistas preguntó a George W. Bush qué podía hacer el honrado John –la clase media– para apoyar el esfuerzo bélico y estar en consonancia con su gobierno; sin titubear respondió: “go shopping” (vayan de compras). Esta petición podría parecer una simplificación del conocimiento humano, habitual en el ex gobernador de Texas, pero es todo lo contrario: la evidencia del cambio que vivimos y la razón por la que Bernanke está dispuesto a emplear millones de dólares para financiar el consumo, contrario a la práctica que durante años fue parte fundamental de la estructura económica norteamericana: el ahorro como medida preventiva.

Estados Unidos ha basado su crecimiento económico en dos factores fundamentales. El primero: la práctica de vivir el día a día por encima de las posibilidades reales de cada individuo, hipotecando –si es preciso– varias veces su patrimonio. El segundo: la supremacía de la sociedad de consumo, que ha hecho que el bien a proteger sea el consumo y no la producción.

Para mantener el sueño americano, el sistema financiero ha tenido que padecer cismas en muchas ocasiones. Este fue el caso de Enron, una de las diez empresas más importantes en ese país, que demostró que las normas contables tenían una serie de defectos que permitían la sobreexplotación del consumo. Una de las consecuencias de la política económica nacida en 1944 fue el cumplimiento de las normas comúnmente aceptadas como salvoconducto en el sistema económico mundial. Enron acabó de un plumazo con esta situación.

En sólo un año, 2001, el gigante de la energía reportó ganancias por más de mil millones de dólares; en diciembre, sin embargo, se había declarado en quiebra argumentando deudas por más de treinta mil millones. Este escándalo, que llegó hasta los tribunales, afectó gravemente a Arthur Andersen, una de las firmas de auditoría contable que durante años rigió la economía mundial.

Sin embargo, y pese a las enormes pérdidas generadas, la crisis fue controlada; el sistema se depuró a fuerza de producir leyes como la Sarbanes-Oxley, que busca evitar que las empresas eludan la responsabilidad de sus actos gerenciales basándose en el desconocimiento y la falta de control sobre la información financiera reportada a los mercados.

En la crisis de Enron hubo crimen y castigo. La gente pudo respirar sabiendo que algo no había funcionado bien pero que los errores se habían rectificado, consolidándose así la economía fuerte y liberal de Estados Unidos: cualquier verdad, por cara y vergonzosa que sea, es más barata que una mentira colocada en el sistema.

Ahora hay un nuevo crimen y, sin embargo, el sistema, encabezado por la Reserva Federal, y con la plena complicidad del mandatario estadounidense, e incluso de los candidatos a la presidencia, es incapaz de reconocer que si hubiera que castigar a alguien sería al sistema en su conjunto.

Una regla de oro de la economía mundial dice que nunca hay que poner dinero bueno sobre dinero malo. Esta es la característica más grave de la crisis actual: no se debe a ciertos excesos amparados por otros sino a un conjunto de acciones que, al grito de “¡consumo!”, ha terminado por destruir la estructura ortodoxa del sistema económico.

La conversión de sociedades de producción en sociedades de consumo es un caballo que cabalga desbocado por una senda que, lejos de frenarlo, le incita a ganar una competencia que no tiene meta.

El 20 de enero de 2009, cuando el próximo presidente de Estados Unidos –sea un afroamericano, una mujer o un héroe de guerra– jure en la explanada del mall en que se ha convertido el Capitolio, más allá de presentar las pautas que marcarán su gobierno, deberá decidir si quiere gobernar un país y un mundo caracterizados por el consumo o si prefiere decir a los que gastan sin límite que la fiesta se acabó. ~

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