Cada día me da más miedo el teléfono que suena a deshoras, el timbrazo que salta como una hoja afilada y rompe la quietud y el silencio o desbarata el sueño con una sugestión de alarma que es todavía mayor porque me deja extraviado entre la inconciencia y la vigilia. Abro los ojos y tardo en saber dónde estoy: a veces ni siquiera sé identificar el sonido que me ha sobresaltado, si es el despertador o el teléfono, o el timbre de la puerta. Lo que sí sabe uno por instinto, por un aprendizaje que se afianza con los años, es que probablemente esos timbrazos no son el augurio de una buena noticia. A veces uno se cambia de casa y al principio suenan a deshoras llamadas para el antiguo propietario, o para el titular del número de teléfono que uno sin saberlo ha heredado. Levanto el auricular con el corazón agitado y oigo una voz extraña que pregunta por alguien de quien no sé nada. Digo “Quién es”, medio dormido todavía, a pesar de la alarma, y nadie contesta, o escucho el pitido regular de un fax que estarán intentando enviar desde una oficina en la que rige otro huso horario.
El 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, ya estaba medio despierto cuando sonó el teléfono, a las nueve en punto de la mañana. Las tres de la tarde en España, la hora del tardío almuerzo español y del principio de los telediarios. El teléfono tiene una manera brutal de irrumpir en la vida cotidiana de uno. Hablando con personas que han perdido a seres queridos en atentados terroristas observo que siempre recuerdan el instate en que una llamada de teléfono fue el primer signo de una amptación de la que ya no iban a recuperarse, como la primera punzada de dolor que avisa a un organismo de una enfermedad irreversible. En la mañana del 11 de septiembre hubo en Nueva York un vendaval de pitidos de teléfonos que iban dilatando por la ciudad y luego por el mundo la onda expansiva de la catástrofe. Nos llamaban con pánico desde nuestro lejano país, llamábamos para asegurar que estábamos bien, mientras hubo tiempo y tuvieron línea los teléfonos. Pero después vino el silencio y fue todavía más temible. Nadie llamaba, no se podía llamar a nadie. Contaron luego los bomberos que escuchaban pitidos de teléfonos móviles entre los escombros de las Torres Gemelas. Y hubo llamadas casi desde el otro lado de la muerte, desde los aviones que estaban a punto de alcanzar su destino apocalíptico: suena un teléfono a una hora inesperada y es una azafata que está llamando a su marido para decirle que el avión en el que viaja ha sido secuestrado y está a punto de estrellarse. Hemos oído grabaciones de esas voces, mucho tiempo después, y no podemos imaginar qué sintió el hombre que escuchaba desde este lado, el que seguramente estaba en la misma casa que la mujer ya casi muerta había abandonado con toda normalidad unas horas antes, camino del trabajo. Un beso, un gesto de adiós y la puerta que se cierra, y el hombre ni siquiera levanta la cabeza del periódico y no sabe que ese adiós de todos los días es una despedida final. Llamaban los vivos y parecía que también llamaran los fantasmas de los muertos. Se publicó una historia macabra que luego resultó falsa, pero que tuvo una inmediata cualidad de escalofrío: una mujer contaba que su marido la estaba llamando desde un garaje o un sótano sepultado por las ruinas, pedía ayuda, exigía que alguien fuera a ayudarle antes de que se agotara el oxígeno y su refugio se convirtiera en una tumba.
También han contado eso en Madrid: en los primeros minutos, después de las explosiones en los trenes, entre la chatarra humeante, los cristales rotos, los gritos de los heridos, el humo y los cadávares, se escuchaban llamadas de teléfonos móviles que nadie iba ya a responder. Todo empieza y acaba en eso, en el sonido de un teléfono, que puede tener esas variedades caprichosas de sintonías que se escuchan ahora, y que tanto nos irritan. Una rapsodia húngara de Brahms, el Para Elisa, un allegro de las Cuatro Estaciones, la parte rápida de la obertura de Guillermo Tell. Cualquier sintonía es buena para anunciar la desgracia, para avisarnos de que una vida se ha roto o de que lo que parecía más seguro y más familiar en nuestro mundo se ha convertido súbitamente en un paisaje de ruinas, en el escenario de una matanza. El terrorista sabe lo que ignoramos nosotros, que el apocalipsis puede ocurrir, se acerca a su cumplimiento con la fatalidad de una cuenta atrás en el disparo de un cohete. El mundo soberbio y corrompido que tanto escandaliza a su cerebro fanático puede ser fácilmente aniquilado, purificado por el fuego, reducido a cenizas.
El jueves 11 de marzo yo no estaba en Madrid. Otro teléfono, unos pocos días antes, me había despertado en mitad de la noche. La madrugada entre el domingo y el lunes. Un domingo apacible y soleado de Madrid, uno de esos días de fiesta en los que la calma de la ciudad parece que se corresponde con la que a veces logra uno dentro de sí mismo. Una quietud de holganza, de tareas gustosas y menores, cuidar un jardín o poner orden en una biblioteca, cocinar un plato de cierto compromiso, preparar la mesa para la eucaristía terrenal y laica de una comida con personas muy próximas. El mundo parece estar bien hecho, como en un poema de Jorge Guillén, bien hecho y con fundamentos sólidos, con la liviandad de una música bailable, con una tranquilizadora virtud de duración. La tarde declina demasiado pronto hacia la noche, un frío inesperado disuelve la tibieza del aire. La melancolía de un presentimiento laboral acaba tiñendo siempre los anocheceres de domingo.
Pero esta vez el lunes llegó con una anticipación cruel, en mitad de la noche, mucho antes de que amaneciera. Suena un teléfono a deshoras, a las tres de la madrugada, y una parte firme de la vida se derrumba como una torre de cristal. Una presencia sólida y querida se convierte en ausencia de un momento a otro, nos ha sido robada a traición por la muerte mientras nosotros dormíamos, mientras disfrutábamos el descanso gustoso de las tareas y los placeres del domingo.
Qué miedo da ahora el teléfono, su forma doméstica, el aire inocuo con que permanece sobre la mesa de noche, junto a la lámpara y el libro, tramposamente agrupado con ellos, un espía o un criminal del que nadie sospecha, y del que luego dicen los vecinos, cuando se lo han llevado con la cara tapada, con la cabeza cubierta por una bolsa negra de plástico, que parecía un buen chico y saludaba con educación a todo el mundo, quién iba a pensarlo. Queremos creer que el enemigo, el terrorista, viene de fuera y de muy lejos. La negrura de su conciencia, la crueldad de sus actos, su celebración de la sangre, son demasiado obscenos como para existir en este mismo espacio que nosotros habitamos, en el tiempo de nuestras mismas vidas. Y luego descubrimos que esa cara en las fotos que difunde la policía se parece extraordinariamente a la de cualquiera, incluso es una cara con un aire ostensible de rectitud o de bondad, la máscara necesaria para pasar inadvertido entre las víctimas futuras. Henri Parot, uno de los criminales más sanguinarios de eta, que fue detenido cuando preparaba en Sevilla una carnicería con más de seiscientos kilos de explosivos, tenía una cara tan limpia de bondad que sus vecinos en el pueblo del sur de Francia donde vivía tardaron mucho en aceptar que no era un viajante de comercio. Cuando los hombres de la Gestapo lo detuvieron, Jean Améry descubrió algo que nunca habría imaginado: que no tenían caras de verdugos de la Gestapo, sino de personas comunes. Una ortodoxia entre sociológica y tercermundista quiere que el terrorismo islámico sea la consecuencia de una extrema pobreza que alimenta reacciones de desesperación y rebeldía, de religiosidad fanática, pero hasta ahora los terroristas que vamos conociendo no son precisamente pobres, no han padecido los estragos de una educación ruda y retrógrada. Mohamed Atta y muchos de los que iban con él en los aviones del 11 de septiembre pertenecían a una clase de burguesía de herencia tan cosmopolita como la egipcia, habían estudiado carreras difíciles en universidades europeas, habían vivido largamente en grandes ciudades occidentales y disfrutado con notoria dedicación las libertades, las comodidades y los placeres de países desarrollados y abiertos. Los extremos más inauditos de barbarie los conciben con frecuencia mentalidades universitarias y viajadas, y las ideologías de los mayores tiranos y matarifes antioccidentales, como ha observado Ian Buruma, han sido alimentadas por el pensamiento occidental: Abimael Guzmán no era un indio campesino y hambriento, sino un profesor universitario, y Pol Pot no adquirió su versión milenarista y genocida del comunismo en las selvas de Camboya, sino en la universidad de la Sorbona. ¿Cuántos profesores, literatos, hijos de la más cultivada burguesía italiana, había en las filas de las Brigadas Rojas?
Tampoco parece que los terroristas de Madrid fueran emigrantes clandestinos, exasperados por la marginación, gastados por la miseria de los trabajos que nadie quiere, asustados de un mundo demasiado complejo en el que sus mentes campesinas se sintieran perdidas. Llevaban años prósperamente instalados en España, administraban negocios, habían estudiado carreras. No hay nada amenazante o turbio en sus caras, nada que delate resentimiento o pobreza: la que da más miedo de todas es la de ese hombre joven, de piel tan clara que parece europeo, con un corte de pelo moderno, con unas gafas de montura liviana. A uno de ellos sus estudios de ingeniería química le serían útiles para preparar la matanza; al otro, su familiaridad con la tecnología de los teléfonos móviles, los que provocaron la carnicería con su simple sonido. Qué sintonías habrían elegido para ellos: quién llegaría a escucharlas, en el interior de una mochila abandonada en el tren, un segundo antes de morir.
Salían cada mañana a la calle, saludaban a sus vecinos en el barrio popular y desastrado de Lavapiés. Señoras con rulos y batas de boatiné y comerciantes africanos de piel muy oscura y túnicas policromadas, músicas árabes y chinas y partidos de fútbol en los aparatos de radio, olores de calamares fritos mezclados con vaharadas de sándalo y humo de grasa quemada de cordero y de especias muy fuertes. Éxtasis de multiculturalismo para turistas concienciados, que prefieren no ver las dificultades de acomodo en un espacio demasiado estrecho de este aluvión inabarcable de recién llegados, las tensiones que provoca un cambio demasiado rápido en los grupos más frágiles de la población nativa, jubilados asustadizos y trabajadores pobres. Y también lo innombrable, las mafias que se emboscan entre los inmigrantes y hacen de ellos sus víctimas principales, la delincuencia que no se puede mencionar para que no se levanten sospechas virtuosas de racismo, pero que se ceba sobre todo en los más débiles, en los compatriotas mismos de los malhechores.
Nada más fácil que camuflarse en esta gran riada. Algo ha estado sucediendo, preparándose, mientras nosotros dormíamos, mientras no prestábamos atención, y cuando suena el teléfono ya es demasiado tarde y nos damos cuenta con estupor y remordimiento de que hubiéramos debido mantenernos en vela, vigilar las señales que nos avisaban y que no quisimos ver, por pereza, por falta de atención, por la creencia aletargada de que siempre habrá tiempo para remediar cualquier cosa, para decir lo que hemos callado. El jueves 11 por la mañana la llamada interrumpió un sueño turbio de fatiga y somníferos, después de noches en vela, ensombrecidas por el luto. Suena el teléfono y uno quisiera creer que no ha abierto los ojos a una realidad ahora irreconocible, sino a otro sueño que se disipará pronto, y en el que habrá la misma luz anterior a la primera llamada, al primer sobresalto, la misma confianza en la perduración y la firmeza de las cosas, en la ilimitada disponibilidad de un tiempo en el que nos será posible corregir cualquier error, disipar un malentendido, compensar cualquier ingratitud. Como el 11 de septiembre en Nueva York, la realidad a la que uno acababa de ser devuelto por la llamada parecía empeñarse en una perfecta indiferencia hacia el horror que nos estaban contando. Nada cambia, la luz que entra por la ventana es la misma, la pesada inercia de la conciencia y del cuerpo te mantienen anclado a una normalidad que para muchas otras personas ha sido abolida. Nadie sabe plenamente qué está pasando, nadie puede todavía hacer cuentas, calcular con precisión la magnitud de lo inconcebible. Miraba el televisor, sentado en la cama, el teléfono móvil todavía en la mano, oyendo hablar de explosiones y de un número cada vez más increíble de cadáveres. Hay que llamar urgentemente, repasar la lista de los familiares, de los amigos cercanos, asegurarse de que están a salvo. Cada señal de llamada en un teléfono que no obtiene respuesta es un paso que nos acerca a la carnalidad más concreta del miedo. La voz que contesta de pronto tiene el metal tranquilizador de los que todavía pertenecen al reino de los vivos.
España es un país de mala memoria en el que abunda mucho la lucidez retrospectiva. Somos expertos en vaticinar con suficiencia lo que ya ha sucedido. A estas alturas seguramente no queda nadie que no crea haber sabido desde el principio que se trataba de un ataque de terroristas islámicos. Pero esa mañana, en las primeras horas, cuando se difundía la noticia, sonaban los teléfonos, crecía la contabilidad de los muertos, nadie tenía la menor duda acerca de los culpables de la matanza, y hasta parece ser que algunas voces madrugadoras ya se adelantaban a justificarla, alegando la dureza del conflicto en nombre del cual vienen celebrando o disculpando ya tantos crímenes. Los españoles tenemos una memoria corta y distraída, pero aun así no es fácil que se borre el recuerdo de tanta sangre derramada por los pistoleros del norte, de un acoso terrorista que arreció sobre todo no en la dictadura, sino cuando ya estaba plenamente establecida la democracia. Sabíamos que algo muy grave podía pasar, que desde hacía varios años los terroristas estaban planeando una matanza de grandes dimensiones en Madrid. Quisieron atentar contra la torre Picasso y contra la estación de Chamartín, y ya en alguna ocasión habían asesinado indiscriminadamente con coches bomba en barrios populares de la ciudad, igual que en 1987 habían matado a 21 personas en el Hipercor de Barcelona. Hay que recordar estas cosas. Y no sólo porque se injuria a las víctimas dejándolas a solas con su dolor y su memoria. También para que no se nos reblandezca la conciencia política, para no amortiguar nuestro asco hacia una forma conocida de terrorismo por el simple motivo de que ha irrumpido de pronto otra con una capacidad de daño y una vocación de muerte aún más decididas. Un asesinado no lo es menos porque otros doscientos inocentes no hayan muerto al mismo tiempo que él. La multiplicación del crimen puede embotar nuestro sentido del dolor, pero a ninguna persona que tuvo una cara y una vida, un nombre, una historia, se la puede borrar en la abstracción de una cifra. Como se dijo en Nueva York en el otoño de 2001, en las Torres Gemelas no habían muerto tres mil seres humanos, anónimos en el escándalo del número: había muerto un ser humano tres mil veces.
¿Aprendimos de verdad algo entonces? ¿Aprenderemos algo después de la matanza de Madrid, de la confusión desoladora de los días siguientes, del desenlace inusitado de las elecciones? En Madrid, igual que en Nueva York, se ha visto el trabajo admirable de muchos cientos de personas que han cumplido su deber con eficacia y coraje, con un sereno heroísmo civil. También hemos visto, con vergüenza, con asco, el oportunismo político, el sectarismo irresponsable, el impudor de quienes no tienen escrúpulos en prolongar sus diatribas partidistas y sus maquiavelismos de poder dejando a un lado la obligación suprema de honrar a los muertos y dar consuelo y apoyo a los supervivientes, y un sentido de concordia y firmeza a la ciudadanía. Recuerdo, en Nueva York, la dignidad y la entrega generosa de la gente, la entereza en medio de la adversidad y de la incertidumbre: también recuerdo la impúdica agitación de banderas agresivas y el provecho cínico que se procuró en el desastre la camarilla ultramontana y patriotera del presidente Bush, que gracias al 11 de septiembre logró que casi nadie recordara la escasa legitimidad de su triunfo en las elecciones. Después de varios días de luto agravados por la confusión, por una histeria no mitigada de final de campaña, me gustó el aire entristecido y sereno con que José Luis Rodríguez Zapatero celebró su victoria. Templanza y coraje nos van a hacer mucha falta en los próximos tiempos. Templanza y no blandura ni resignada capitulación, coraje cívico y no furia envenenada contra el adversario político. Y sobre todo nos hará falta saber distinguir bien entre el adversario y el enemigo, para no tener luego que lamentar amargamente un error que se haya vuelto irreparable.
Pero tardaremos mucho en perder el miedo a los teléfonos. ~
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