Crónicas desde Cuba

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No hace mucho, en un reportaje del suplemento cultural Babelia, un grupo de escritores cubanos residentes en la isla fueron consultados acerca de la situación del poeta y periodista cubano Raúl Rivero, acusado de “actos contra la independencia o la integridad territorial del Estado”, procesado vertiginosamente y condenado a veinte años de prisión. La entrevista es sintomática por varios motivos, pues expresa la decadencia absoluta del medio intelectual cubano, reflejo a su vez de la decadencia del país y su más que probable futuro agónico.
     En vez de dirigirse sin titubeos al centro del problema —el peligro que se cernía sobre el acusado y los subsiguientes peligros de deterioro de las posibilidades cada vez más estrechas de sobrevivencia del gremio intelectual en la isla—, los literatos encuestados optaron por dirimir la situación en un presunto ámbito literario, en el cual la poesía de Rivero, y a veces su figura como antiguo funcionario de cultura, no salían bien paradas.
     Que algunos de los escritores más reconocidos dentro y fuera del país, sean jóvenes o de las más viejas generaciones, hayan procurado escurrir el bulto de manera tan ridícula al problema cívico —y no literario— que se les planteaba, explica una vieja situación que hoy, por la gravedad del momento histórico, y por la desmesura impúdica de las condenas, tiene su particular importancia.
     Según mi propia experiencia —salí de Cuba al exilio en 1997, bastante tarde como para no haber experimentado buena parte del proceso—, conozco de primera mano la incertidumbre moral e institucional que sufre —y que a la vez ampara— la casi absoluta mayoría de los intelectuales cubanos residentes en la isla. Los intereses personales, las rencillas entre generaciones y capillitas, más la intervención del Estado a través de medios de influencia coercitivos y gratificadores, han conducido al estamento intelectual cubano a zonas de incertidumbre moral sólo comparables a la década de 1970.
     La política cultural cubana, desde los primeros años de 1960 hasta hoy, ha visto en los intelectuales un sector al que hay que “atender” especialmente. Y qué duda cabe de que se les ha “atendido”: el Comité Central del Partido, el Ministerio de Cultura y el Ministerio del Interior han sido las instituciones señeras para mancomunar la labor. Desde el Comité Central emanan las “directrices generales” de la “política cultural cubana”, y es el Ministerio de Cultura, con su red de funcionarios e instituciones (entre ellas las asociaciones de artistas y escritores), el organismo que se encarga de articular en la realidad dichas “directrices generales”. ¿Qué papel juega el Ministerio del Interior en este imbroglio? Sencillamente el de “controlar” a los funcionarios que aplican la política cultural, así como a los escritores y receptores de la cultura en general.
     Recuerdo que un par de años antes de marcharme de Cuba tuve una fuerte discusión con el actual ministro de Cultura, que por esos momentos presidía la Unión de Escritores y Artistas del país. Le pregunté: “¿Y cómo es que permites que los agentes de la Seguridad del Estado se paseen por los pasillos de esta institución?” La respuesta fue lacónica, lenta, incluso menos agresiva que el resto de la conversación, como si habláramos de un tema que nos rebasaba: “Son necesarios, velan por nosotros y nunca podremos prescindir de ellos“.
     Uno de los medios que han utilizado tanto la Seguridad del Estado como las instituciones políticas y culturales ha sido el reclutamiento de una porción considerable de artistas, científicos y escritores, sea como meros “informantes”, sea como oficiales del Ministerio del Interior. Estos últimos siempre en correlación muy ínfima respecto a la cantidad casi irresponsable de “informantes” reclutados, que hoy son legión en el medio cultural. De ahí la imposibilidad de dirimir con propiedad quién o no podría ser tu “padrino” (o tus “padrinos”, según la importancia del caso: podías tener hasta tres “padrinos” si engrosabas la lista de los “peligrosos”), tu visitante de turno, tu confidente, suerte de ángel de la guarda que no te pierde pie ni pisada en tus recorridos y conversaciones. Una vez, conversando acerca de nuestros “padrinos”, Raúl Rivero me contaba, gordo y picarón, arrellanado en su butaca, que él tenía una buena variedad de ellos. Iban a visitarlo una o dos veces por semana, o lo llamaban por teléfono. Y no incluía entre los padrinos a los oficiales de facto de la “seguridad del Estado”, entre los que se contaba un coronel extremadamente fuerte que visitaba a Rivero en los momentos de “crisis”, y que le golpeaba amistosamente la espalda aconsejándole, a la manera cubana: “Pórtate bien, poeta, no cruces la raya”.
     No sé por qué Raúl Rivero no cuenta estas cosas en su libro Sin pan y sin palabras. No las cuenta o por pudor, o por no dar más razones para acusaciones. El coronel de la “seguridad del Estado”, según la onírica tradición del sistema judicial cubano, podría muy bien resultar de acusador contra Rivero por ataques ad hominem, pues Rivero me confesaba riendo: “Sentía sobre el hombro la mano de un inmenso gorila”. Y eso estaba grabado.
     El libro de Raúl Rivero pertenece a cierto género híbrido entre la crónica periodística y el alegato político. Es un género profuso en Cuba antes de 1959, incluyendo el siglo XIX: la crónica de costumbres, tamizada por un énfasis verbal en la opinión. La descripción del “estado de las cosas” y como colofón una toma de partido, o una velada o abierta moraleja o didáctica, son los móviles más visibles de este género entre el periodismo y la literatura. Género por supuesto postergado desde 1959 por la inexistencia de un espacio público de libertad tanto para el periodismo como para la literatura.
     En la crónica “Vender el sofá” nos enteramos —no fue publicada en Granma, único periódico nacional— que a los cubanos se les ha prohibido la “navegación de recreo y la pesca individual”. Uno de los párrafos iniciales no puede ser más irónico: “Dicen los manuales de geografía que una isla es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes. Se supone que los habitantes de esas regiones sean diestros en las artes de pesca y aficionados a las excursiones y giras en bote.”
     En “Hombre en tercera” (que hace alusión a la tercera base del juego de béisbol, la base más peligrosa, el hombre a punto de anotar), nos enteramos (tampoco lo publicó el Granma, único periódico nacional) de que los líderes del Partido por la Democracia de la provincia de Matanzas convocaron a los primeros juegos deportivos de la oposición política. “Una labor tenaz y férrea de la policía política impidió que se celebraran el juego en la primera fecha que marcaron. Los aspirantes a campeones fueron retenidos, desde muy temprano en la mañana, en sus municipios de origen. Se les impidió llegar hasta Colón, de modo que a la hora del juego sólo se habían presentado once atletas y hubo que suspender el partido. Unos días después, sin anunciar previamente el sitio donde se celebraría el juego, consiguieron reunir en una casa de Colón a 25 jugadores y en bloque, armados con sus guantes y pelotas, marcharon sorpresivamente hacia el Complejo Deportivo de Colón, y se dio la voz de play ball.” Sin embargo, antes de que se terminara el juego, el terreno fue cerrado por su administrador y un carro de la policía no dejó de darle la vuelta al estadio durante los siete innings (de nueve) que duró el partido.
     Algunas de las crónicas, como “Tenencia legal de alma”, “Taller de prensa”, “Sin pan y sin palabras” y “Cuba sí, Biscet también”, narran la terrible situación que viven los periodistas independientes y la modestia con que realizan su labor en las condiciones más difíciles, trasladándose en bicicleta kilómetros y kilómetros para dar una noticia al pie del suceso, casi siempre esperados por la policía política.
     En “Dentro del juego” se relata una de las nuevas formas de sobrevivencia económica del cubano, como las casas de juego a domicilio:

A la 1:45 de la madrugada quedaban tres jugadores. El tipo gordo, blanco, alto, de cadenón de oro, tiró la última carta sobre la mesa, que estaba cubierta con hule barato y polvo de cenizas y manchas de café. “¡Caballerroj, ejto ej mío!”, dijo el tipo y saludó a una gradería invisible quitándose y poniéndose una gorra de los Bravos de Atlanta. Cuando se levantó tenía en los bolsillos 350 dólares y 1.800 pesos cubanos. Como estaba contento le dio a María 300 pesos. Desde que se inició la partida, alrededor de las cinco de la tarde, ella les servía café, refrescos y agua fría. Este es el negocio de María Eugenia. Una negra esbelta, 35 años, divorciada de un economista, una hija de ocho años. “Estábamos pasando las de Caín —recuerda María—. No teníamos ni ropa que ponernos y comíamos lo de la libreta y punto.”

En “Casta de robles”, Rivero toca uno de los problemas más sensibles hoy en Cuba, el nacionalismo:

¿Cómo somos los cubanos de fin de siglo? He aquí una pregunta para estremecer a cartománticos, científicos, cubanólogos y babalaos, pero para cualquier funcionario comunista criollo es pura sencillez: los cubanos, al menos los de la isla, somos valientes, decididos, antimperialistas e invencibles. El siniestro nacionalismo artificial creado a través de una prensa concebida bajo un síndrome de Down, ha conseguido convertir a muchos ciudadanos de este país en coprófagos universales, título que en buen cubano tiene un adjetivo más sonoro y poderoso.

El librito cierra con la narración de la esposa de Rivero, Blanca Reyes, de algunos pormenores del juicio a que fue sometido el escritor. Entre ellos los testimonios de dos ex compañeros de Raúl Rivero en la agencia de prensa independiente, compañeros hasta ese momento en que intervinieron como testigos acusadores: ambos resultaron ser “agentes encubiertos” de la “seguridad del Estado” cubana. Uno de ellos, “el agente Miguel” (Miguel, nombre de arcángel), Manuel David Orrio, dijo estar muy triste porque nunca más podrá actuar como agente encubierto. Que él era un “militar de honor”, y que como cumplía órdenes, abandonaba a su pesar la honorífica labor, y soltó un par de lagrimitas. El otro testigo, un caso más patético que el del tal Orrio, resultó ser Néstor Baguer, un anciano de más de ochenta años y que por más de diez años dirigió la Asociación de Periodistas Independientes. A este pobre viejo le habían adjudicado el elegante nombre de Octavio, el “agente Octavio”. Nombre de emperador. ~

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