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Unas horas después de la publicación de este artículo, Marty McFly llegará al futuro. Es decir, al presente. A nuestro presente. Al menos eso es lo que sucede en la ficción de Volver al futuro II, donde el personaje encarnado por Michael J. Fox —junto con su novia Jennifer y el Doc Emmett L. Brown— viaja, desde su 1985 original, hasta el 21 de octubre de 2015 a las 16.30, hora del oeste de Estados Unidos (GMT-7).
Un rato más tarde volverán al pasado, para descubrir que todo ha cambiado, y para solucionar ese problema no deberán volver al futuro, sino otra vez al pasado. Pero no es mi objetivo contar la película. Ni siquiera analizarla, que bastante bien ya han escrito otros sobre ella (para no ir más lejos, hace muy poco, Luis Reséndiz publicó este excelente texto aquí en Letras Libres).
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¿En cuánto acertaron los realizadores de Volver al futuro acerca de cómo sería la vida en una pequeña ciudad de Estados Unidos en 2015? Sobre esto también se ha dicho bastante. Enormes televisores de pantalla plana, videoconferencias, hornos microondas superpoderosos e incluso unas gafas de “realidad aumentada” (como las Google Glasses) se puede decir que existen en la actualidad.
Sin embargo, los desarrollos más espectaculares —y por lo tanto, los más recordados— como los autos y los skates voladores, las máquinas que convierten la basura en combustible y las zapatillas que se ajustan solas, por ahora no. Todavía necesitamos caminos.
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Y ahora, ¿cómo nos imaginamos el futuro dentro de 30 años? La presencia en nuestras vidas actuales de muchos elementos no imaginados o previstos por la ciencia ficción da cuenta de la dificultad de esa tarea.
Siempre recuerdo un capítulo de la serie animada Robotech en la que un robot —una especie de cabina telefónica con ruedas— busca por las calles de la ciudad Macross a Rick Hunter para avisarle que tiene una llamada. Es decir: los realizadores fantasearon con una nave extraterrestre, reparada por humanos, que podía teletransportarse hasta la órbita de Plutón y llevarse con ella una ciudad entera en la que siguiera viviendo gente… pero no imaginaron los teléfonos celulares.
Esto no quiere decir, desde luego, que no existan los visionarios capaces de vislumbrar, grosso modo, cómo será el futuro. Sin embargo, se me ocurre que hay una cuestión amarga, melancólica, inherente al ejercicio de pensar en el futuro: en ese lugar llamado futuro seremos más viejos, quizá ni siquiera estaremos ahí. ¿Para qué querremos autos voladores si no podremos volar?
Antes, cuando suponía que alguien —a causa de ser muy mayor o de haberse muerto— no podría disfrutar de algo del futuro que a mí me ilusionaba mucho (fuera esto un desarrollo tecnológico o cualquier acontecimiento), sentía una particular compasión hacia esa persona. Lamentaba que hubiera nacido tan pronto como para no poder llegar a apreciar lo que nos preparaba el porvenir.
Hasta que en algún momento me di cuenta de que esas personas se habían ilusionado con otras cosas en el pasado, incluso antes de que yo naciera, y que tal vez hubieran experimentado esa misma sensación hacia sus propios mayores. Y que las nuevas generaciones, en el futuro, desarrollarían esa misma compasión por mí.
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Darse cuenta de eso es, de alguna manera, comprender la frase de Tom Lupo con la cual Luca Prodan abre su versión de Años, de Pablo Milanés: “Lo único que progresa con el paso del tiempo es la tecnología. El hombre no, siempre es el mismo”.
En un extraordinario librito titulado Ayudar a morir (original: Matters of Life and Death. Key Writings), de 2008, la médica inglesa Iona Heath apunta que “el principal empeño humano es encontrarle sentido a la vida y construir un relato de vida coherente que dé sentido a la experiencia”.
La autora cita a un especialista, Arthur Kleinman, quien escribió que, para las personas mayores,
En la última etapa de su vida, mirar hacia atrás constituye buena parte del presente. Esa mirada retrospectiva sobre los momentos difíciles de la vida es tan fundamental para la última etapa del ciclo vital como lo es soñar para los adolescentes y los adultos jóvenes.
Estos adolescentes y adultos jóvenes son los que sienten compasión por los mayores que no podrán vivir en el futuro que ellos mismos proyectan. Pero, en el fondo, eso a los mayores no les importa. Lo importante es, en palabras de Heath, darle sentido a la experiencia. Y, como explica Ricardo Piglia, la manera de dar sentido a la experiencia es contando el final del relato. “Hallar sentido en el relato de una vida es un acto de creación”, dice Heath. Y cita la novela Amor, etc., de Julian Barnes: “El relato de nuestra vida nunca es una autobiografía; es siempre una novela”.
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En el final de la trilogía, Jennifer le pregunta al Doc Brown por qué se ha borrado el papel que ella se llevó consigo desde el futuro (desde 2015). “Tu futuro no está escrito todavía”, explica el científico. “El de nadie está escrito. Tu futuro es lo que sea que hagas. Así que hagan uno bueno”, les aconseja a ella y a Marty.
A algunos de nosotros, un pedazo de juventud se nos quedará en el camino después de este 21 de octubre. El futuro continuará ahí adelante pero, como dice el chiste, ya no será lo que era. De todos modos, seguiremos el consejo del Doc, eso de tratar de hacer un futuro bueno. El mejor que nos salga. Sabiendo que en la vida —como en las buenas historias de ciencia ficción— lo más importante no son los autos voladores, ni los televisores de pantalla plana, ni las zapatillas que se ajustan solas. La vida está en otra parte.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.