LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA 1453
Reino de Redonda, aparte de un sutil juego de genealogías y linajes literarios, es también un exquisito sello editorial dirigidos ambos, el juego y el sello, por Javier Marías. Su último lanzamiento, La caída de Constantinopla 1453, de sir Steven Runciman, el célebre historiador inglés de la Cruzadas, quizá la mayor autoridad de la historia en el mundo bizantino.
Sobre este libro, publicado por la Universidad de Cambridge en 1965, corre la leyenda de haber sido el texto inspirador de El señor de los anillos, la épica saga para jóvenes de Tolkien. ¿Estrafalario? Los invito a leerlo. Detecto al menos siete elementos que refuerzan la idea:
—Las acciones extraordinarias. Los turcos trasladaron su flota por la colina de Pera para evadir la cadena que cerraba el acceso de sus naves al Cuerno de Oro. Una mañana, desde las invictas murallas, los bizantinos vieron con horror helado que, con las velas sueltas al viento, los bajeles otomanos eran trasladados a hombros de miles de cargadores y los barcos, pieza por pieza, armados de nuevo en la otra orilla. O la construcción del cañón que fue minando la resistencia de las murallas, puesto a subasta por su inventor, un sabio en balística húngaro que primero se lo intentó vender a los bizantinos, y ante su escasez de fondos, fue al campamento enemigo. Ochenta días (y noches) tardaron en armarlo. Era tan pesado y difícil de utilizar que había de tener doscientos soldados a su merced, y podía lanzar tan sólo siete cañonazos al día. Eso, sí, demoledores.
—El mutuo fervor religioso y sus imaginarios contrapuestos. La gran catedral de la cristiandad, Santa Sofía, en misa permanente, implorando con plegarias y rezos el favor del Altísimo. Del otro lado, los llamados del almuecín, cinco veces al día, desde improvisados alminares, para el rezo hacia la Meca de las tropas musulmanas.
—La propia épica de la resistencia de la ciudad, abandonada por los reinos cristianos europeos, vetusta y empobrecida, pero fiel a su credo ortodoxo y orgullosa de llevar una continuidad cultural griega de más de dos milenios sobre sus espaldas.
—Las apasionantes biografías de Constantino, último emperador de Bizancio, que decide morir en una carga de caballería antes que rendir la ciudad, y el sultán Mehmet, verdadero constructor del Imperio otomano.
—La violencia como escenografía del poder. Prisioneros turcos de la ciudad decapitados en respuesta al empalamiento de los cristianos capturados fuera de las murallas. Y todo de manera ostentosa, para infundir terror.
—El lenguaje de la realidad que nos suena fantástico: en los nombres de los reinos de la época (emir de Sínope, voivoda de Transilvania, emperador de Trebisonda…), en el rango y composición de las tropas (jenízaros, almogávares, bachi-bazuks…), en el vocabulario de la guerra (períbolos, mangonéles, cimitarras…), recreando un marco real que parece imaginario.
—Los pequeños detalles que pudieron cambiar la historia para siempre. Por ejemplo, el olvido clave de no echar la tranca a la poterna de Kerkoporta, en el ángulo en que se tocaban las murallas de Blanquernas y Teodosio y que propició la entrada de las tropas turcas a la ciudad invicta.
En última instancia, el libro narra con maestría, amplitud de miras, atención al detalle, humor, y entraña uno de los momentos estelares de la humanidad, de cuyas consecuencias, en un sentido u otro, aún somos deudores.
– Ricardo Cayuela Gally
(ciudad de México, 1969) ensayista.