De un tiempo a esta parte, las manifestaciones han vuelto a ponerse de moda en España. La última se celebró el sábado con un motivo noble, repudiar el atroz asesinato que ETA cometió el pasado treinta de diciembre, en el que murieron dos hombres y se hundió una importante infraestructura aeroportuaria. Sin embargo, la convocatoria al acto fue por lo menos confusa y el principal partido de la oposición anunció que no asistiría. Por una vez, las distintas fuentes coincidieron en que habían participado unas doscientas mil personas. Muy poco en comparación con las últimas que, con motivo de la ley del matrimonio homosexual, la nueva política educativa o el proceso de negociación con ETA, habían reunido –según las fuentes– entre cien mil y un millón y medio de participantes. (El cálculo dependía en todos los casos del color político o la línea editorial de la fuente, aunque todas lo respaldaban con análisis pseudocientíficos.)
Sin embargo, desde las grandes manifestaciones de 2003 en contra de la guerra de Irak que se celebraron en las capitales europeas –entre cien mil y un millón y medio de participantes según las fuentes, etcétera– estos actos no tienen ya la misma finalidad que en el pasado. Ya no son, por decirlo técnicamente, ocupaciones del espacio público por parte de las masas con una finalidad política, sino más bien –y no querría parecer un filósofo francés– grandes espectáculos en los que los ciudadanos expresan su mortal aburrimiento ante la democracia representativa y su adhesión inquebrantable a los medios de comunicación que consumen.
Y es que, siendo así que ninguna de estas grandes manifestaciones que últimamente se han celebrado en España ha conseguido los objetivos políticos que supuestamente se proponía, ¿para qué seguir? Pues bien, sólo para no parar. Parece ser que incluso en las democracias la verdadera prueba de poder, al menos entre elecciones, es cortar calles con el mayor número posible de fieles que no quieren resignarse a mirar por la tele los debates parlamentarios de los representantes a los que han escogido. De seguir así, acabaremos votando a mano alzada en una concentración en la Gran Vía. Aunque si ustedes son mexicanos, saben perfectamente de qué les estoy hablando.
– Ramón González Férriz
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.