Es una pregunta sencilla, directa. ¿Sabe usted qué le ocurrirá al morirse? ¿Sabe usted qué ocurrirá con su cuerpo? Y por último aunque quizá más importante: ¿Sabe usted cuánto costará que eso ocurra? Yo no tenía idea. Algo intuía de lo que había visto en una de mis series favoritas de los últimos años, Six Feet Under (hbo, 2001-2005), pero ahí, evidentemente, se nos escatimaban algunos detalles. Detalles en los que uno puede abundar si se asoma a un par de libros publicados por la joven editorial Global Rhythm: Fiambres de Mary Roach (2007) y Muerte a la americana de Jessica Mitford (2008), y a otro, El enterrador, escrito por el director de funeraria y poeta Thomas Lynch, editado en 2004 por Alfaguara.
A diferencia de Babette Gladney, fascinante personaje de esa pequeña joya escrita por Don DeLillo llamada Ruido de fondo, uno no está pensando constantemente en la muerte. Es más, uno no piensa en la muerte, la muerte propia, sino hasta que ha de dolerse por una muerte cercana, y muchas veces ni siquiera entonces. Durante demasiado tiempo, a lo largo de nuestra vida la muerte es algo que le ocurre a otros, que nos tocará algún día pero no sabemos cuándo y entonces para qué preocuparse mientras tanto. Y, sobre todo, para qué preocuparse de la burocracia y el negocio de la muerte. De eso trata Muerte a la americana, de la burocracia y el negocio de la muerte.
La señora Jessica Mitford, hermana menor de la recientemente popular en España Nancy Mitford, publicó una primera versión de este reportaje en 1963 que le granjeó el elogio unánime de la crítica, el agradecimiento de los lectores y el odio feroz de la gigantesca industria mortuoria estadounidense. Años después, en 1996 y pocos meses antes de morir, completó una segunda versión, corregida y aumentada, que no vería la luz hasta 1998. Es ésta la versión que finalmente ha llegado a los lectores hispanoparlantes. ¿Qué hacía la señora Mitford en este libro, piedra angular del periodismo de denuncia americano? Demostraba, paso a paso, con una paciencia infinita, un trabajo de investigación envidiable y un inagotable a la par que corrosivo sentido del humor cómo el ritual de paso que conlleva todo fallecimiento se había convertido en el Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XX en otra forma más de engatusar y esquilmar al desafortunado consumidor. Lejos del servicio público que dicen prestar, de la guía, asistencia y terapia del duelo que dicen estar capacitados para ofrecer, los directores de funeraria se han convertido en meros mercachifles únicamente preocupados por vender el féretro más caro, la mayor cantidad de arreglos florales y, prácticamente, obligar a embalsamar el cuerpo del difunto, aunque la familia sea contraria a ello. Para esto, no dudan en recurrir a la mentira, la manipulación e incluso la concertación de precios. Por no hablar del triunfo de las grandes corporaciones, que han ido apropiándose de los viejos negocios familiares en distintas ciudades americanas, con la consiguiente subida de precios y la desaparición del funeral sencillo y barato, eso sí, en estricta defensa de las “tradiciones” americanas (embalsamiento, velatorio con féretro abierto, tumbas subterráneas y cámara funeraria o cripta). Tradiciones que, como demuestra Mitford, no son sino un invento reciente de la industria, y que lo único que buscan salvaguardar es el bolsillo del proveedor de servicios mortuorios.
Una vez leído el libro de la señora Mitford, decidí preguntar cuánto costaba morirse en España. Llamé a la Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid (E. M. S. F. M. S. A.), responsable de la gestión de los catorce cementerios municipales de la ciudad. Me encontraba en guardia, alertado por el feroz retrato del negocio norteamericano, y esperaba toparme con un agresivo agente de venta o con un huidizo responsable que sortearía mis preguntas y me conminaría a acercarme a su negocio para tener la oportunidad de elegir yo mismo el ataúd que más me guste. No fue el caso. Ya era una buena señal que, como su nombre indica, la E. M. S. F. M. S. A. concentrara todo los servicios que la familia del difunto podría necesitar: Tanatorio, cementerio, crematorio, unidad de atención psicológica, etcétera. Me atendió una amable señorita, a la que expliqué que quería conocer los costes de un “servicio”. Me pidió que esperase un momento y transfirió mi llamada a otra persona. La segunda voz era la de un caballero, ligeramente tartamudo, que me preguntó directamente qué es lo que me interesaba. Le dije que me gustaría saber cuál era el precio de un funeral, en sus distintas variaciones. Yo seguía pensando en los agentes funerarios del libro de la señora Mitford, aquellos que no daban precios por teléfono e invitaban a su víctima a acercarse a su local para poder guiarlos en la compra del servicio más caro posible, pero lejos de esto, el caballero tartamudo respondió una a una mis inquietudes, informándome del precio de las tumbas (“sepulturas”, las llamó él) y los nichos. Las primeras oscilaban entre los 3.500 y los 5.846 euros, ésta última en el cementerio Sur, con capacidad para albergar cuatro cuerpos, según me explicó. En el caso de las sepulturas, la empresa se comprometía a cuidar los restos durante cien años. Pregunté si esos precios incluían el féretro y una sala de velatorio. Me dijo que no, pero que contaban con una especie de packs, en los que por unos 8.000 euros la empresa te ofrecía el ataúd, la sepultura, dos coches de duelo, corona y arreglos florales, la tramitación de los documentos pertinentes y el uso del tanatorio. Los nichos, por su parte, oscilaban entre los 1.000 y los 3.722 euros, dependiendo de su ubicación y del número de años que la empresa se comprometía a almacenar los restos, siendo diez años lo mínimo y noventa y nueve el máximo. Pregunté qué se hacía con los restos una vez se cumplía el plazo contratado, pero, finalmente y por primera y única vez, me respondió que lo lamentaba pero no estaba autorizado a darme ni disponía de esa información. Por otra parte, un pack de incineración salía por unos 2.785 euros, si uno decidía quedarse con las cenizas (urna incluida), o por 3.200 euros, si lo que se deseaba es que la urna con las cenizas reposase en un columbario.
En resumen, morir en Madrid es caro, aunque no tanto como en los Estados Unidos descritos por Jessica Mitford, donde la factura promedio en 1996 superaba sin demasiado aspaviento los 15.000 o 20.000 dólares.~
(Lima, 1981) es editor y periodista.