Durante sus últimos meses, Daniel Sada fue perdiendo la vista. Pero, habiendo desarrollado una mirada sobrenatural durante toda su vida, se volcó hacia su paisaje interior con naturalidad –como hacía desde niño cuando las insuficiencias del mundo lo decepcionaban– y lo halló interesantísimo, divertido y apacible.
Desde allí encaró todas las ordalías del cuerpo y fue dejando de lado, sin renunciar a la vida ni en el último minuto, las distracciones del mundo.
No es que no habitara a diario el universo de su invención. Desde siempre, conforme iba configurándolo con sus palabras prodigiosas, se vivía y desvivía en él –procedimiento habitual en los escritores–; salvo que ahora podía entregarse a su contemplación con toda calma, cuando el desasosiego de su enfermedad, brutalmente desgastante pero por fortuna indolora, se lo permitía.
En ese paisaje convivían los numerosos personajes que comenzó a engendrar desde antes de conocer el alfabeto; todos los lugares que supo inventar, con sus correspondientes mapas, capitales y gentilicios; todos los libros que leyó y releyó, y de los cuales había memorizado páginas completas; todos los vocablos que con minucia y deleite acopió, hibridó, inventó; todas sus tramas desopilantes; todas sus frases entreveradas; todo su humor sardónico, candoroso, diablesco, culterano.
Poco menos de un mes antes de su muerte, quiso que le releyera los inicios de sus textos preferidos. Seguía escribiendo con la cara muy cerca de la pantalla de la computadora, con tipografía Times New Roman a 72 puntos, reconcentrado como siempre, muy en lo suyo, pero se cansaba pronto. Nos recostábamos entonces para tomar la siesta, con extremo cuidado de no remover la línea, el catéter de la diálisis que hubo que hacerle cuatro veces al día los primeros meses, de manera manual, y luego cada noche con una ruidosa cicladora portátil, y después, ya en los últimos días, en el hospital.
La línea era lo que lo mantenía con vida. La línea de goma estéril que purificaba su sangre; la línea por día que recomendaba Victor Hugo; la línea de su pensamiento. La línea de la memoria. La cadena de significantes. Las palabras en su ordenada sucesión, dóciles y siempre un poco bárbaras entre sus manos, en su cerebro, en sus labios.
Me pidió que comenzara leyéndole el principio de Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosa. A los dos renglones él ya repetía conmigo la prosa del brasileño. Me callé y él siguió. Así fue durante casi tres páginas; habría seguido, pero estaba agotado.
Al otro día dijo completo el “Canto a un dios mineral” de Jorge Cuesta; yo leía los primeros versos de cada estrofa y él los completaba. Se regodeaba en el ritmo; degustaba los vocablos. Durante los días siguientes fue recordando y repitiendo en voz alta pasajes enteros de El zafarrancho aquel de via Merulana, de Gadda; de las Memorias de Adriano, de Yourcenar; de la Divina Comedia de Dante –la traducción en verso–; de Al revés, de Huysmans, del Tristram Shandy de Sterne, del Ulises de Joyce y de los varios tomos de En busca del tiempo perdido de Proust; de Confesiones de una máscara de Mishima. Con la poesía se prodigaba: regresó varias veces al “Amor constante más allá de la muerte” de Quevedo, y a varios de los versos obscenos y satíricos del mismo; iba de una estrofa a otra del Polifemo y las Soledades de Góngora; de uno a otro de los numerosos romances del Cancionero español; con el “Prometeo” de Leduc se divertía en grande; se detenía en Díaz Mirón pero mucho más en López Velarde, en Pessoa y sus heterónimos –en especial en Alberto Caeiro–; pasaba al padre Placencia, a Concha Urquiza, a Mallarmé, a Walcott, a Octavio Paz… “Piedra de sol” giraba en su boca, lo mismo que “Trabajos del poeta”: “Como un dolor que avanza y se abre paso entre vísceras que ceden y huesos que resisten, como una lima que lima los nervios que nos atan a la vida, sí, pero también como una alegría súbita, como abrir una puerta que da al mar…”
Regresaba a Suetonio y a Los doce césares; iba de Plauto a Terencio y en Plotino se quedaba por largos ratos; seguía con Séneca y Marco Aurelio, con Epicteto y los Diógenes: el cínico y Laercio.
Resolvía crucigramas por interpósita persona; solo había que leerle el acertijo léxico y él iba llenando las casillas cruzadas por intermedio de mi mano. Él, que se entregó a sus cóleras y a sus impaciencias como cualquiera –y pocas cosas lo impacientaban tanto como ser interrumpido mientras escribía–, sacó provecho de los filósofos grecolatinos, en especial de los estoicos, como nadie que yo haya conocido.
Nunca habló de la muerte conmigo; jamás condescendió a la queja. Es verdad que la neuropatía que le quitó la vista y le enmascaró los infartos también le evitó el dolor físico, pero motivos tenía de sobra para maldecir por todas las atrocidades que tuvo que soportar durante años enteros y que se intensificaron en su último año de vida. Pero no lo hizo; nunca maldijo en sus últimos días.
Su relación con el universo y con las palabras se fue haciendo cada vez más esencial; no es que no se quebrara a veces –cómo podía no haberse quebrado a veces–, pero se recuperaba de inmediato y enseguida volvía a apostar por la vida, es decir, por las palabras. Escribía otra línea; en voz alta decía otra línea, propia o ajena –pero ya todas eran suyas–; me pedía que le leyera otra línea. Se concentró en los momentos: “La vida puede ser un infierno, pero cada instante es un milagro”, citaba de memoria.
Sí: el paisaje interior de Daniel Sada fue la estación mejor en la que pudo estar antes de emprender su mayor viaje. Allá se retiró, a esos lugares que inventara y recorriera a placer por largos ratos y todos los días; él, que vivía a caballo entre lo que arbitrariamente denominamos realidad y ese cosmos imposible que iba construyendo conforme sus dedos largos y elegantes se desplazaban por el teclado.
“Quizá entienda en la otra vida, en esta solo imagino”, era el texto completo de uno de sus cuentos, llamado “Pase lo que pase” y dedicado a todos.
Ese cuento –él así lo concibió– es minimalista o minorativo según la terminología clásica; es una peculiaridad, una rareza entre sus demás textos caudalosos.
Daniel Sada construía su cosmos en el aire con la desaforada riqueza verbal que fue uno de sus sellos, con la sintaxis peculiar y preciosista que desembocaba con frecuencia en gracejos deslumbrantes, rudos, guiñolescos, imprevisibles y mordaces; con esa puntuación característica que llevó hasta sus límites el recurso formal de la aposiopesis, subclase de la elipsis que insertaba pausas de donaire; cambios de ritmo que introducían pies quebrados entre la profusión de octosílabos, alejandrinos, endecasílabos; síncopas que daban una extraña vivacidad a sus entreveradas frases. Así era la prosa proliferativa, desmesurada y virtuosa de quien consideraba que un escritor sin oído no podía aspirar nunca a escribir bien.
Insisto: no es que otros escritores no se vayan todos, en alguna medida, a vivir a sus ficciones –Sada solía recomendar enfáticamente a sus alumnos irse a vivir a la novela que estuvieran escribiendo, por ejemplo–, sino que la manera en que él ejecutaba esos viajes cotidianos se distinguía porque su narrador/sujeto lírico –ya Christopher Domínguez Michael lo nombró “el más poeta entre nuestros novelistas”– se endiosaba de tal modo con lo que iba contando, que no podía evitar entrometerse en las tramas a la menor provocación.
Indulgente e implacable, burlón y desapegado, con una mirada que desollaba con ternura a sus personajes al tiempo que los iba concibiendo, manipulaba a esos entes candorosos y excéntricos tanto como los obedecía. Le daban sorpresas deleitosas a menudo; mientras estaba escribiendo se le oía reír en voz alta; otras veces, al pasar frente a él, sus ojos alucinados revelaban que no estaba en este mundo, sino en el otro, en otros; en uno u otro de los muchos otros que rebullían en su cabeza y que esperaban con paciencia manifestarse por intermedio del escritor.
Se ha dicho con frecuencia y de distintas maneras que Sada se la ponía difícil al lector. No es extraño; sus otros apetitos y placeres vitales predilectos eran el beisbol y el ajedrez. Los juegos fáciles le aburrían; la prosa normalizada le parecía groseramente empobrecedora; lo previsible lo irritaba. De ahí que en sus narraciones no haya esos finales sorpresivos que los manuales y los decálogos recomiendan.
Sus desenlaces son como escansiones que prometen encabalgamientos; se daba el lujo de dejar en suspenso la acción, para no condescender con los remates efectistas tan del gusto de quienes consideran que el cuento, por ejemplo, deber ser una especie de adivinanza.
Para Daniel Sada en cambio, toda escritura que valga la pena debe renunciar desde el principio a pretender desentrañar el misterio; a lo que ha de propender, por el contrario, es a preservarlo, hay que ceder a la imantación de lo que se insinúa y no llega nunca a revelarse a plenitud.
Toda la escritura de Sada agrieta, por medio de los prodigios del lenguaje, la quebradiza capa de lo que damos por hecho para dejarnos entrever, por entre esos intersticios preciosistas, la extrañeza de lo habitual, la anomalía que con sus contrahechuras nos recuerda que la sustancia de nuestras certidumbres es puro humo, pura imaginería, puro polvo y sin embargo polvo enamorado, lujoso hasta en su reseca escarapeladura, lujurioso en sus opacidades.
De Lampa vida –su primera novela publicada, en la que un pobre diablo se roba a una muchacha y se pierde con ella por los pueblos del desierto norteño por el puro gusto de ejercer su malhadada vocación de payaso– hasta A la vista, donde un par de hombres humillados ceden a la atracción por el abismo, pasando por Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, crónica monumental de unos padres que buscan a sus hijos asesinados y desaparecidos tras una manifestación –asunto tan amargamente actual– y por Casi nunca, donde un agrónomo cerril y tosco se desfoga en el deseo y se ahoga de deseo al mismo tiempo, Daniel Sada aborda con una escritura que deja sin aliento los imperativos carnales del animal humano, con todas sus mezquindades, con todas sus torpezas y con todos sus apetitos.
A pura prosa medida, a puro léxico catedralicio, a puro meandro de frases derivativas, a pura agudeza de oído y visión minuciosa, y por pura fuerza estética, la pequeñez humana, la vileza, el crimen y los pecados mortales y veniales de toda laya devienen objetos dignos de atención, máquinas para experimentar el misterio.
El mundo para Sada fue, sobre todo, un acontecimiento del lenguaje, por supuesto. Educado en los clásicos y en los autores del Siglo de Oro, su relación con las palabras estaba tocada por la fascinación de los vocablos, sus primeros juguetes.
Tanto como los arcaísmos, los neologismos y la terminología técnica, los registros del habla popular le fascinaban; la retórica antigua, con todo su venerable bagaje, le divertía en grande; en los autores más culteranos encontró a sus pares y se sentía a sus anchas también entre lo que se denomina la gente común. Hablar con ancianos era para él motivo de alegría; los mayores le aportaban modos de decir que de inmediato incorporaba en sus escritos. Leía diccionarios antiguos y modernos, manuales y textos especializados con manía de antropólogo o naturalista del siglo XIX, siempre a la búsqueda de especímenes raros para su colección. Y, desde luego, también se daba el lujo de inventar palabras todo el tiempo.
Había hecho acopio de un bagaje tan sustancioso, se había apropiado de tal manera de cuanto lenguaje frecuentó, había memorizado tanto término jugoso, tantas páginas de tantos autores predilectos, que cuando el mundo se fue retirando de sus retinas pudo instalarse a placer en los paraísos de invernadero que con tanto gusto fue cultivando a lo largo de toda su existencia. No habitaba un solo paisaje interior: eran muchos y muy variados, pero es cierto que aquellos que con mayor fascinación disfrutó fueron los páramos encandilantes que creó para sí, análogos al desierto en el que vivió sus primeros años, ese al que le tenía veneración y también un sagrado respeto:
Quien vaya por el desierto no se espante al encontrar
esqueletos de animales o de gente
suele ser
pues es trasunto común el quedarse a la mitad.
Pocos son quienes lo cruzan,
pocos salen sin estrago,
acaso porque su luz no se muda,
está allí, desamparada, a la buena de los vientos.
Y si hay agua de espejismo es para insinuar la sed,
un engaño que pervive
o una trama prodigiosa que emborrona los caminos.
Después mata, sin saber…
Creando así sus desfiguros.
El espacio como siempre queda limpio
más austero o más ardiente.
Y es que el sol nos desconoce
el sol reza su oración
por eso no hay que atreverse.
(“Claridad reminiscente”, en Registro de causantes)
Es que el sol nos desconoce, sí; y no siempre en el desierto. Luego de su primera operación de cataratas, la luz del día se le puso en contra de tal modo que hubo que interponer entre él y esa luz exasperante y lesiva unas micas oscuras o amarillas. De eso tampoco se quejó; el mundo, de todos modos, siempre le pareció un tanto absurdo. También risible. Y lleno de acertijos que nunca juzgó necesario adivinar del todo, sino que condescendió a habitarlos a su modo y en sus términos.
Tal como era cuando venturosamente escribía, sus ojos estaban y no estaban en las cosas de aquí. Algo es seguro: lo que su mirada le daba era extremadamente divertido, misterioso y anómalo para su bien.
Este mundo insuficiente también era divertido para él; si bien no gustaba de hacer vida social en demasía, cuando llegaba a aceptar invitaciones era amenísimo; como maestro era entregado pero también implacable; contaba chistes como nadie, y era capaz de reírse de prácticamente todo. De niño le tuvo devoción a los títeres; de mayor, no dejaba títere con cabeza.
Al escribir, verdaderamente se fugaba: lo recuerdo con su cigarro entre los dedos, con un café turco muy espeso y muy negro junto al teclado, y con los ojos como alumbrados, perdidos, con un punto de regocijo y placer que no me es posible, por fortuna, olvidar.
“No entiendo eso del terror a la página en blanco –solía decir–, me dan lástima los que sufren tanto al escribir; mejor que no escriban; qué necesidad.”
Sin embargo lo conmovían profundamente los autores atormentados y malditos, a condición de que fueran también virtuosos del lenguaje.
Cuando grabó un disco compacto en la colección “Voz viva de México”, Daniel Sada decidió llamarlo Ver suceder. Esa figura del “ver suceder” aparece en su poesía, atraviesa su poética y es otra de sus claves. Ya sea que estuviera entre la gente, para quien sabía hacerse entrañable de inmediato si quería, como cuando se retiraba a sus paisajes interiores por intermedio del teclado o por los entresijos de la memoria, ese ver suceder fue una de sus divisas; y con lo que veía –“el punto de vista es lo fundamental de toda historia; ni el tema ni la anécdota ni siquiera el personaje tienen tal importancia”, enfatizaba siempre– elaboraba, tramaba, construía.
Leerlo es habitar sus paisajes interiores; dejarse seducir por su lenguaje, por sus ritmos, por sus prodigios, es ver suceder con él los absurdos del mundo con tanto compasivo placer y con tanto inocente sarcasmo como conviene a todo aquel a quien la realidad, como a él, le llegue a parecer insuficiente. ~