Defensa e ilustración del FCE

Un Estado como el mexicano está para algo más que subsidiar a los más pobres. Está para cuidar la alta cultura y ponerla a disposición del mayor número posible de ciudadanos.
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No me convencieron las razones esgrimidas por el director del Fondo de Cultura Económica, José Carreño Carlón, explicando la tertulia periodística que le organizó al presidente de la República para celebrar las reformas estructurales (yo, si importa decirlo, también las festejo) e iba yo a ocuparme de sumar mi desconcierto al de otros colegas. Pensaba recordar cómo, a la benemérita editorial del Estado, un expresidente de la República, De la Madrid, la cuidó del celo partisano. Que las administraciones panistas, temerosas de viajar por lo ignoto, tomaron la decisión correcta y nombraron editores de cepa como directores del FCE. Pero el artículo de Leo Zuckermann (Excélsior, 28/agosto/2014), preguntándose si “¿se justifica la existencia del Fondo de Cultura Económica?”, me obliga a cambiar un poco de tema y abordarlos ambos, como lo ha hecho en estas páginas Jesús Silva-Herzog Márquez.

Las democracias contemporáneas son celosas del destino del erario e incluso la función de instituciones tan queridas como lo es el FCE (no soy imparcial: soy autor de esa casa desde 1989, trabajé en ella y formo parte, sin goce de sueldo, de su comité asesor de literatura) debe ser revisada de tarde en tarde.

El FCE tenía sentido, afirma Zuckermann, cuando Cosío Villegas lo fundó dada la pobreza del mercado en lengua española, hace ochenta años, en traducciones de obras clave del pensamiento social y económico. Que editar el best seller de Piketty, como lo ha anunciado ahora el FCE, es una redundancia. No, no lo es. Por supuesto que cualquier sello editorial, propiedad de los tres o cuatro dueños del mercado planetario del libro, podría publicarlo, ya sea en español o en eslovaco, en papel o digitalmente. Pero la tradición exige que ese libro, al parecer muy importante, pase a formar parte de un catálogo histórico de la que probablemente sea la más importante editorial de la lengua que sobrevive ajena a la grosería mercantil. Tan importante como que una pieza arqueológica perdida o robada ocupe un lugar modesto pero eterno en un museo: para ser preservada y mirada (leer es mirar) por las generaciones actuales y las sucesivas. Me temo que las palabras “tradición” y “catálogo” son poca cosa para quien profesa un liberalismo honrado pero ramplón.

El FCE es una tradición que debe ser conservada porque, en efecto, fue creado para subsidiar a las élites. Si las élites de 1934 eran mayores o menores en números absolutos o relativos que las de hoy, es materia de debate erudito y si estaban más hambrientas que las actuales de traducciones de libros de economía o hasta de novelas, también lo es. Importa subrayar que la misión de las élites científicas e intelectuales es fecundar e incubar la alta cultura y para ello requieren de mecenazgos, que desde fines del XIX, también provienen del erario. Si a Zuckermann le parece que el Estado no debe subsidiar a las élites, habrá que liquidar las orquestas sinfónicas (dada la indiferencia que a millones de mexicanos les producen Haendel o Bartók), cerrar los instituciones de investigación humanística de las universidades públicas junto a los observatorios astronómicos y revisar, con la lupa de López Obrador, el presupuesto del Conacyt, por ejemplo. Y un largo etcétera.

Un Estado como el mexicano, está para algo más que subsidiar a los más pobres, como cree Zuckermann. Está para cuidar a la alta cultura y ponerla a disposición del mayor número posible de ciudadanos. Yo también soy liberal ma non troppo, pues como decía J.G. Merquior, en América Latina, al liberalismo, en la economía y en la cultura, hay que apuntalarlo con una dosis periódica de bonapartismo.

El tele comentarista ignora que en toda la República Mexicana no hay más de cincuenta librerías dignas de ese nombre y de ellas solo un puñado merecen ser visitadas por un bibliómano. Las librerías del FCE le han hecho competencia desleal al vacío: cerrarlas sería catastrófico, por ejemplo, para los lectores de Guadalajara y Monterrey, no de Tepeji del Río ni de Coatzacoalcos, donde supongo que no las hay. Hay en el texto de marras una expresión delatora de su puerilidad: afirma que en este país ya hay suficientes “tiendas de libros”. Esas son las que se imponen, precisamente, no librerías sino tiendas donde los gadgets van arrinconando a los libros, tendencia mundial que en México la frena una tradición como el FCE. En sus respuestas a Silva-Herzog, mostrándose impresionado por el tamañote de la Feria de Guadalajara, Zuckermann demuestra no tener idea de cómo se hacen y se venden los libros. Por eso llama a las librerías, “tiendas de libros”, así como de un tiempo para acá a los mensajeros me entregan los envíos de las editoriales les ha dado por anunciar que “vienen a dejarme una publicidad”. Que ellos ya no sepan qué es un libro quizá se deba al desprecio de los Zuckermann por la alta cultura, no por ser inalcanzable, sino porque el Estado le otorga un modestísimo apoyo.

(Publicado previamente en la Revista R de Reforma)

 

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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