Foto: Alexandra Délano

Devoción guadalupana y activismo indocumentado en Nueva York

Una crónica de la Carrera de la Antorcha Guadalupana que parte de la Basílica de Guadalupe (ciudad de México) y termina en la Catedral de San Patricio en Nueva York.
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Aún no amanece y ya se me hizo tarde. En cuanto llego a la parroquia de un barrio de inmigrantes antillanos al este de Queens, me presento con mi capitán que me pone cargar cajas con botellas de agua en la cajuela de una van. Un hombre me pide que amarre al cofre de su camioneta una bandera mexicana con la Virgen de Guadalupe estampada sobre el águila y la serpiente. “No todos somos católicos ni mexicanos, pero todos somos guadalupanos”, me dice el hombre con gorra de los Mets. Es de la mixteca poblana y desde que empezó la Carrera de la Antorcha Guadalupana en el 2002 ha corrido la última etapa con la antorcha que trae el fuego del cirio de La Villa.

La Antorcha Guadalupana tarda más de dos meses en llegar a Nueva York: recorre los pueblos de la Mixteca —porque de ahí viene la mayoría de los migrantes mexicanos que viven en esta ciudad—, se encamina hacia el norte por la costa del Golfo, cruza la frontera entre Brownsville y Matamoros, recorre la costa este de Estados Unidos, pasa frente a la Casa Blanca y algunos días después entra a Manhattan desde Nueva Jersey. El hombre de la Mixteca parece decepcionado; por primera vez no podrá correr con la antorcha, porque no le dieron el día libre en el autolavado. “Tal vez si ven cuántos mexicanos somos nos den libre el 12 de diciembre”.  Sus esperanzas parecen inmoderadas, porque los únicos días de asuento, con derecho a goce de sueldo, que tiene son el de Acción de Gracias, Navidad y el 4 de julio. En todo caso, le da coraje que este año la Arquidiócesis no haya prestado la Catedral de San Patricio para terminar la carrera. Él quería que fuéramos más, dice que no está bien que nos dividamos, que la carrera debe de ser para unir y no para desunir. Sabe que cuando se lucha por representación lo más importante es la visibilidad, emerger como mexicanos en la arena de lo político, en pleno Manhattan y, si se puede, llegar bailando el Tecuani —una danza de la Mixteca que dirige un hombre vestido de jaguar— hasta las Naciones Unidas cargando dos cuadros monumentales de la Virgen de Guadalupe y San Juan Diego. ¿Por qué las Naciones Unidas? Porque las exigencias trasnacionales exceden, al menos en espíritu, a la autoridad nacional.

Mientras platico con el hombre de la gorra de los Mets, nuestro capitán empieza a gritar números. En fila india, un grupo de jóvenes sale de la parroquia y sube ordenadamente en las nueve camionetas que traemos. Vienen vestidos como yo, usando el uniforme oficial que nos dio la Asociación Tepeyac con el lema de la carrera “Mensajeros por la dignidad de un pueblo dividido por la frontera” estampado en la espalda[1]. La insistencia por hablar de la frontera, aquello que nos divide, expresa la exigencia histórica más básica de los mexicanos en Estados Unidos: déjenos pertenecer en nuestros propios términos, no intenten volver la diferencia en similitud. Es la misma idea que Anzaldúa expresó con sentimentalismo chicano: “la frontera es una herida abierta donde dos mundos convergen para formar un tercer país”.

La frontera se encarna como herida, se lleva como estigma, se experimenta como el estereotipo de que por parecer mexicano se es también ilegal. Cruzar la frontera de forma indocumentada es saberse parte de la tradición migratoria mexicana que consiste en emplearse como mano de obra barata y desechable porque “allá, en México, el dólar vale más;” es entender que la ilegalidad borra la personalidad legal, delimita la realidad a eso que puede ser documentado; es vivir las acciones más mundanas —trabajar, manejar, viajar— como actividades ilegales. Como sugiere D.M. Carter, “migrar como ilegal es aceptar que se revoque la promesa del futuro, dejar de planear a largo plazo debido a la incertidumbre que provoca la posibilidad de ser deportado.”

Nos subimos a la cajuela de una van sin asientos y nos apretamos entre las cajas de botellas de agua. Comienza a amanecer y la mayoría de corredores del Comité guadalupano aprovecha el camino a Manhattan para echarse una siesta. El hombre junto a mí, entretenido con su celular sube a su perfil de Facebook una foto de su hija frente a la Virgen de Guadalupe.

“Ya faltan como diez minutos para llegar al George Washington Bridge” anuncia el capitán que conduce la camioneta y por unos momentos la gente deja de cabecear. Pasa junto a nosotros una patrulla con la sirena prendida. “Ahorita que nos paren van a decir que venimos llegando de México y nos van a querer regresar”, bromea una mujer que rompe el silencio en el que veníamos ensimismados. Se burla de nuestra situación evocando una experiencia común: amontonarse en una camioneta después de cruzar la frontera clandestinamente.

“Ahora que la policía agarre a todas estas mojarritas. I’m sorry, excuse me. Yo como tengo papeles no hay bronca, lo siento por ustedes”, bromea el hombre junto a mí antes de improvisar el siguiente diálogo con un policía imaginario:

— Tu qué chingados hacer aquí.

—No pus aquí vine a acompañar a los paisanos, haciéndoles bola.

—Tu parrar, todos mojarras abajo.

—Pero si ahorita ya voy a llegar.

—¿Por qué venir lento?

—Yes

—¿Y por qué no le pisas?

—Yes.

—¿Quieres un ticket?

—Yes.

“Te van a bajar, güey”, le advierten al hombre que ya se empezó a reír de su propio chiste y lo remata diciendo: “puro yes, le va a decir y la policía nos va a llevar a todos”. Bromea sobre estatus de ilegalidad, sobre ser una mojarra, un mojado y sobre  las ironías que producen las diferencias de raza, idioma y estatus legal “El juego no es una cosa trivial, dice George Lancaster, el poder simultáneamente creativo y destructivo de la risa nunca debe ser subestimado”.

Llegamos por fin al George Washington Bridge que cruza el Hudson hacia Nueva Jersey, y en cuanto bajamos de la camioneta para formarnos extrañamos el calor de la cajuela. Los charcos de las banquetas están congelados. Tenemos prisa de empezar a correr para calentarnos y queriendo hacer plática le digo a la joven formada junto a mí que se me va a caer el dedo gordo del pie. “Por eso yo me puse doble calcetín”, me responde y poco despúes me cuenta que va a ofrecer la carrera, la madrugada y el frío a la Virgen para que interceda por su madre que está en México y tiene diabetes.

***

Con sesenta miembros, nuestro Comité guadalupano es el más grande de la carrera y por ello en cuanto la antorcha entre a Nueva York seremos los primeros en correr. Todos estamos a la expectativa y volteamos cabeza cada vez que algún alarmista grita en falso que ya viene la antorcha. Después de hora y media de espera, el capitán da permiso para ir a comprar algo de comer y los más lentos nos perdemos la llegada de la antorcha. Cuando regresamos al punto de partida la alcanzamos a ver al principio de una larga fila que baja camino a Riverside Drive, el malecón del Río Hudson, y va escoltada por una patrulla y tres motocicletas que detienen el tráfico a su paso.

A gritos de ¡Viva la Virgen de Guadalupe! avanza la antorcha frente del Hospital Presbiteriano; los médicos y los estudiantes de la Universidad de Columbia sacan sus celulares para tomar fotografías. ¡Viva San Juan Diego!, y el tráfico se detiene para dejar pasar a los mexicanos. ¡Viva la Morenita del Tepeyac!, y algunos curiosos se asoman a sus balcones agitando la mano y dando vivas con tal de unirse al festejo. ¡Vivan los corredores!, y un coche se detiene a repartir banderas mexicanas —que agitan ciudadanos americanos de ascendencia mexicana— y banderas americanas, que agitan sus padres indocumentados. ¡Vivan los mexicanos! y un xenófobo despavorido grita ¡Go back home! desde un segundo piso tratando de aguar la fiesta. This is home dice riendo y en perfecto inglés un adolescente mexico-americano detrás de mí, que se sume después de un rato en una crisis de identidad nacional y buscando en su amigo una respuesta a una cuestión personal le pregunta: ¿Are you american? ¡Viva Lupita!, y los peatones se detienen pasmados frente a la fila que ya alcanza la longitud de dos o tres cuadras, porque la antorcha se ha ido relevando entre los comités guadalupanos de diferentes parroquias que la escoltan con sus estandartes.

Cuando llegamos al bulevar que delimita el Central Park por el oeste, nos empieza a faltar el aliento, pero nos reanima un coche con dos bocinas amarradas al techo que repetirán indefinidamente el mismo ciclo musical: La Guadalupana, Paloma Blanca y Las Mañanitas. Al pasar frente al Museo de Historia Natural, la música religiosa mexicana retumba a todo volumen. Al principio, los corredores vamos murmurando las canciones, después nos acostumbramos y al final nos desesperan.

A medio día llegamos a la Concha Acústica de Central Park, un auditorio al aire libre para conciertos de música clásica. A la entrada me encuentro a Karla, una dreamer que conocí dos días atrás en las oficinas de Asociación Tepeyac. La acompaño por un atole y me platica que en las mañanas estudia enfermería en el Queens Borough College y en las tardes ayuda a su papá con la tienda de jugos que tiene en el (duda de la traducción por un momento) Manhattan de Arriba.

Karla está con sus dos hermanos, nacidos en Estados Unidos, y su mamá que llegó a Estados Unidos después de la Amnistía de 1986 sin beneficiarse de ella. Me dice que heredó la devoción guadalupana de su padre, quien pudo venir a la carrera porque se quedó atendiendo el negocio y preparando el convivio de la tarde, pero ha contratado a una banda de mariachis para que lleve serenata a la Virgen que tiene en la juguería. Mientras platico con Karla, los cuadros monumentales de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego están frente al escenario de la Concha Acústica al lado de la antorcha; un sacerdote los bendice mientras los danzantes aztecas hacen sonar el huéhuetl (un tambor alargado que se toca con dos maderos) y mueven sus incensarios con copal.

Es la una de la tarde y seguimos nuestro camino por Park Avenue, una de las calles más elegantes de Nueva York donde están las sedes de corporaciones como American Airlines, New York Life y Blackstone Group. Nuestro paso coincide con la hora de comida.Garroteros y cocineros que toman su descanso en los callejones y deliveryboys en sus bicicletas se hincan y persignan cuando pasa frente a ellos la Virgen.

Muchas personas se acercan a preguntar qué hacemos, sobre todo después de que los organizadores reparten las pancartas con los rostros de los 43 normalistas desaparecidos. Pero, tengo la impresión de que las respuestas los dejan igual de perplejos. La explicación sobre la Antorcha Guadalupana no corresponde con la experiencia. Y es que resulta difícil clasificarla porque es al mismo tiempo una procesión religiosa, una declaración de afiliación a dos naciones, una protesta para exigir que se deje de ver mal la diferencia y un evento deportivo. Pero, sobretodo es una manifestación en la que los mexicanos[2], muchos de ellos indocumentados, se hacen presentes y podrán no estar autorizados, pero merecen ser reconocidos

Después de recorrer treinta cuadras por Park Avenue bajo la mirada perpleja de oficinistas, gerentes y ejecutivos del jetset financiero internacional llegamos a la sede de las Naciones Unidas en la calle 42. Ahí ya nos esperan los medios hispanos. Univisión, Telemundo y algunas estaciones de radio, comienzan a hacer entrevistas. Los turistas que estaban por casualidad en la sede de Naciones Unidas se vuelven de pronto fotógrafos etnográficos y en poses de reporteros de guerra retratan el baile del Tecuani y, de paso, a quienes lo vemos comiendo conchas de pan dulce y tomando chocolate caliente. Los cuadros y la antorcha quedan por fin en reposo y los corredores aprovechan para retratarse frente a ellos.

Me despido de la gente que conocí durante la carrera y voy visitar la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores en Corona, el barrio donde vivo, y el que tiene más mexicanos nacidos en el extranjero (15,000, 15% de la población total).[3] Las flores ya no caben en el altar, los tres monaguillos que las acomodan no se dan abasto y empiezan a poner los jarrones repletos de flores en la primera fila de bancas. Si la Virgen de Guadalupe en territorio nacional provoca sentimientos de férreo patriotismo, apasionada devoción religiosa y ternura maternal; al norte de la frontera se vuelve un símbolo más poderoso, porque evoca la nostalgia de un lugar idealizado por la incapacidad de regresar, la culpa de abandonar lo que se presiente irremplazable y la unión de una diáspora que se niega a perder la esperanza de regresar algún día.

El gesto piadoso de la Virgen de Guadalupe evoca el perdón incondicional de cualquier falta sin importar su gravedad y por eso refleja también el deseo de amnistía. La devoción por la Virgen permite reunir a cientos de mexicanos, muchos de ellos con ciudadanía estadounidense, para exigir que el gobierno reconozca su contribución y deje de complicar su vida con regulaciones prohibitivas y vigilancia cada vez más estricta. La virgen de Guadalupe concentra en una imagen motivos patrióticos, religiosos y políticos; en todos ellos el componente indispensable es un intenso deseo de reconciliación.



[1]Este lema resuena con los lemas históricos del movimiento chicano. El clásico: “no cruzamos la frontera, la frontera nos cruzó”; el de reconquista: “no reconocemos las caprichosas fronteras del Continente de Bronce”; el panamericano: “somos un pueblo sin fronteras” y  el monista: “somos uno porque América es una”.

[2]La población mexicana en Nueva York está cerca de los 320,000 según el censo estadounidense del 2010.

[3]Aquí puede verse un mapa interactivo para analizar la composición nacional de la población en Nueva York desagregada a nivel de barrio.

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Estudió Política y Administración Pública en El Colegio de México.


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