Son muchas las cosas que por obvias, por la costumbre que tenemos de haberlas visto siempre iguales, nos pasan desapercibidas. Por ejemplo, el hecho de que a lo largo de la historia, y hasta hoy, los protagonistas de las obras literarias (cualquier diccionario de temas y motivos de la literatura universal nos ayudará a verlo meridianamente claro) sean en su gran mayoría varones. Aunque para ser más precisos, no es tanto una cuestión de cantidad como de variedad. La literatura nos ha presentado un amplísimo abanico de personajes –el avaro, el traidor, el héroe, el peregrino, el aventurero, el bohemio, el donjuán, el oficinista gris…– que no tendrían por qué pertenecer a un determinado sexo. En efecto, ni la avaricia, ni la promiscuidad, ni el heroísmo, etcétera, son per se masculinos ni femeninos, sino humanos. Sin embargo, la literatura los ha encarnado casi exclusivamente en personajes masculinos. En cuanto a los femeninos, han aparecido y siguen apareciendo como figuras secundarias (aunque pueda parecer lo contrario), que desempeñan una gama muy reducida de papeles, definidos por su relación con el protagonista varón: son el objeto de su deseo. Permítaseme citar a modo de ejemplo las dos últimas novelas de autores de lengua española que he leído. Tanto en El amor verdadero, de José María Guelbenzu, como en Tan cerca de la vida, de Santiago Roncagliolo, el centro del escenario lo ocupan numerosos y variados personajes masculinos, que se definen por sus ideas políticas, sus amores, su ambición profesional, su relación con el poder, sus amistades… Los femeninos, en cambio, son muy pocos (dos, en ambos casos), y aunque parecen gozar de una gran importancia, porque la tienen para el protagonista, observamos que fuera del ámbito en que se relacionan con el varón –el amoroso–, poco sabemos de sus preocupaciones, sus inquietudes, sus ideas, sus amistades, su vida, en fin. Ello no resta calidad a estas novelas, pero sí limita su representatividad.
Por eso, la importancia de que existan escritoras no es una simple cuestión de oportunidades profesionales para las mujeres, sino una necesidad si queremos que la literatura nos ayude (una función hoy desacreditada, pero que algunas/os seguimos creyendo imprescindible) a conocer y entender el mundo en el que vivimos. Mientras los hombres trabajan, hacen política, fundan empresas, se van a beber y filosofar con los amigos, asisten a congresos, ¿qué hacen las mujeres (cuando no están manteniendo una relación con ellos, casi la única situación en que los escritores nos las presentan)? Probablemente están en el hogar, desempeñando ese papel que todas las mujeres desempeñan –tanto si trabajan fuera como si no–: el de amas de casa. ¿Y dónde está la representación literaria de esa realidad? “Todas las cenas están cocinadas; los platos y vasos limpios; los niños enviados a la escuela y al mundo. Nada permanece de todo eso”, se lamentaba Virginia Woolf en Una habitación propia. Así fue hasta que aparecieron autoras que reflejaron, en su obra, esa cotidianeidad doméstica, como la misma Woolf, Dorothy Parker, María Luisa Bombal, Doris Lessing, Annie Ernaux, Clarice Lispector… o Sue Kaufman. Sirvan estas consideraciones, en efecto, para introducir Diario de un ama de casa desquiciada, una novela de 1967 que publica ahora en español Libros del Asteroide, con una traducción realmente brillante de Milena Busquets (en la que solo echamos de menos algunas notas: ¿qué demonios significa, por ejemplo, “una mente a lo Krafft-Ebing” o una actitud “a lo ZaSu Pitts”?).
La protagonista de Diario de un ama de casa desquiciada, Tina Balser, es una mujer norteamericana de treinta y seis años, culta, universitaria, que tuvo en el pasado ambiciones artísticas (pintaba), pero que, como mandan los cánones de la época, al casarse y ser madre ha abandonado cualquier proyecto propio para dedicarse en cuerpo y alma a su familia. Su marido es un abogado de éxito, que ha heredado además una pequeña fortuna y gana mucho dinero invirtiéndola, entre otras cosas, en producir obras teatrales –lo que pone a los Balser en contacto con los medios artísticos y los convierte en eso que hoy se conoce en inglés como bobos (bohemian bourgeois).
Un marido joven y guapo, dos hijas preciosas, un piso de siete habitaciones en Central Park, dinero a manos llenas… ¿Qué más se puede pedir? ¿No es esa una vida de ensueño? ¿Por qué, entonces, Tina Balser está, como vemos al empezar la novela, deprimida, irritable, tomando tranquilizantes, fumando sin parar? ¿Qué le pasa?… En su famoso ensayo La mística de la feminidad, publicado en esa misma década (en 1963), Betty Friedan lo llamó “el problema sin nombre”: un malestar tanto más agudo cuanto que no es reconocido, ni merece compasión alguna; de hecho Tina registra la perplejidad de su marido, la hostilidad –comprensible– de la criada negra o del limpiacristales y, sobre todo, su propia angustia al no entender lo que le pasa. Que es, en apariencia, nada. Escaramuzas con el servicio, pequeñas enfermedades de las niñas, asistencia (sin ganas) a fiestas, paseos con la perra, compras… Nada importante ocurre en la novela hasta casi el final. Y sin embargo, contrariando todas las idées reçues (que hoy parecen estar más en boga que nunca) sobre la necesidad de trama, de intriga, y hasta de pintoresquismo y de golpes de efecto, lo cierto es que leemos esta novela sin argumento alguno con interés, con curiosidad, con emoción, pasando las páginas afanosamente. La clave, sin duda, se halla en la personalidad de Balser-Kaufman: una mente lúcida, sincera consigo misma, inteligente, mordaz, con sentido crítico y sentido del humor, pero que nunca resulta afectada ni banal (no teman: si a algo recuerda Diario de un ama de casa desquiciada es a Las horas o a Revolutionary road, no a El diario de Bridget Jones).
¿Y cómo acaba? Ah, esa es la cuestión. El dilema potencialmente trágico planteado en los últimos capítulos (no puedo ser más explícita sin revelar demasiado) se resuelve de un plumazo, eludiéndolo: era, se nos asegura, una falsa alarma. En este sentido, Diario de un ama de casa desquiciada nos recuerda otra gran novela –muy distinta por lo demás– de una mujer, Nada, de Carmen Laforet: ahí también la autora parece retroceder al final, asustada por su propia osadía. Por lo visto, ni los veinte años que separan a una y a otra (Nada es de 1945), ni, por cierto, los transcurridos desde entonces, han bastado para que se aborde sin tapujos algo tan conflictivo como es la maternidad no deseada.
La imagen final de Diario de un ama de casa desquiciada es excelente: esa cucaracha atrapada en la esfera del reloj de la cocina resulta, como debe ser todo buen símbolo, verosímil, realista, y a la vez susceptible de muchas interpretaciones. Kaufman, sin embargo, la reduce a una moraleja que cierra el relato en falso y no responde a las cuestiones que ha ido suscitando a lo largo de trescientas páginas. Y es que escribir una buena novela es difícil, pero ponerle un final que esté a su altura –y no olvidemos que el final arroja retrospectivamente sentido sobre la novela entera– es una prueba de fuego que pocas grandes novelas superan. ~