Dios en la Biblia

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"Ya que es de Dios de quien estamos hablando, vosotros no lo entendéis —observó San Agustín en una de sus famosas disertaciones sobre su tema favorito—. Si pudiereis entenderlo, no sería Dios".
     La ligereza teológica de siglo cuarto de San Agustín me sorprende por su total modernidad y su adecuada vaguedad. Nuestro sentido de alejamiento de Dios ya llevaba un siglo cuando la revista Time publicó famosamente en su portada: "Dios ha muerto". Para un hombre tan distante de los dogmas de la Sagrada Escritura como Jean-Paul Sartre, la búsqueda de verdad espiritual es un esfuerzo desesperado por llenar lo que llamó el "vacío  en forma de Dios" en la psique humana. Y Salman Rushdie, cruelmente castigado por juzgar mal la naturaleza medieval de la fe a finales del siglo XX, confiesa que él también ha luchado por dar sentido al vacío que Sartre describió.
     "Incapaz de aceptar los irrefutables preceptos absolutos de la religión —escribe Rushdie—, he tratado de llenar el vacío con literatura".
     Irónicamente, ambos humanistas seculares se alejan del punto central de las escrituras sagradas, reunidas y preservadas en el libro al que llamamos Biblia. Los hombres y las mujeres que deslizaron la pluma en el pergamino, en primera instancia, ya sea que los consideremos profetas y apóstoles inspirados por Dios o —según lo describe un especialista de la Biblia— "artesanos literarios antiguos", se afanaron en describir lo divino mediante la dudosa herramienta del lenguaje humano.
     "En el principio era el Verbo —dice la primera línea de apertura del Evangelio según San Juan—, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios" (Juan 1:1).
     Por supuesto, Juan concebía al "Verbo" como un concepto profundamente místico (más que débilmente gnóstico). Sin embargo, es una verdad literal y evidente que todos los autores bíblicos se vieron precisados a utilizar meras palabras para expresar lo inexpresable. Tal es la razón de que en la Biblia nunca se defina o se describa a Dios con claridad, coherencia o congruencia. Más bien, para crédito de los autores originales de la Biblia (y los editores que compilaron sus escritos), pretendieron ofrecernos una vasta antología de relatos acerca de Dios, rica y diversa, y tuvieron la suficiente entereza para invitarnos a elegir entre las varias caras de Dios que ahí encontramos. La Biblia es también un esfuerzo por colmar con literatura el vacío en forma de Dios.

A imagen suya
El esfuerzo por comprender a Dios inicia en la misma primera línea de la Biblia. "En el principio creó Dios el cielo y la tierra" (Gén. 1:1). Pero, ¿cómo debemos imaginar a Dios en el momento de la creación? En principio se presenta como una deidad sin rostro y sin forma, cuya simple voluntad da existencia al mundo: "Dijo, pues, Dios: 'Sea hecha la luz'. Y la luz quedó hecha" (Gén. 1:3). Pero entonces, sólo unas líneas después, se representa a Dios como una especie de escultor cósmico, quien se adentra en el fango para crear con sus propias manos y su propio aliento al primer ser humano: "Formó, pues, el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, e inspiróle en el rostro un soplo de vida" (Gén. 2:7).

     La línea más provocativa en toda la Biblia nos impele a concebir a Dios en la forma que mejor conocemos, la humana: "Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya" (Gén. 1:27). Aun cuando posteriormente los Diez Mandamientos nos advierten no adoptar ninguna imagen de Dios, ya que, de hacerlo, caeríamos en el pecado de idolatría (Éxodo 20:4), la Biblia misma nos invita con frecuencia a ver a la divinidad como puramente antropomórfica. De pequeño, así como otros innumerables niños a lo largo del milenio, siempre imaginé a Dios como un hombre de edad avanzada, con una larga barba, y lo veía ir de cama en cama para atender a la incalculable cantidad de chicos de todo el mundo durante sus oraciones nocturnas. ¡Recuerdo la angustia de mis primeros años porque no llegara Él a mi cama antes de que me rindiera el sueño!
     Por supuesto, es casi imposible leer la Biblia sin evocar la misma imagen familiar. Nunca se muestra a Dios manifestándose a sí mismo en la forma del sol o de la luna, de piedra o de árbol, de toro o de serpiente. En realidad, la Biblia condena todas aquellas expresiones simbólicas de lo divino, tan comunes y tan socorridas durante las prácticas rituales del mundo antiguo, como una "abominación". Entonces se nos deja con el mandato de vernos a nosotros mismos en la imagen de Dios, y con el impulso de verlo a él estrechamente parecido a nosotros. Es así que, cuando un artista medieval presentó en el Libro del Éxodo la escena donde Dios permite a Moisés verlo de espaldas, su figura es encorvada, tiene la cabeza calva y rizos plateados que alcanzan el cuello de su vestido. En otras palabras, Dios es un anciano al que le hace falta un corte de pelo.
     A veces, Dios es representado de una manera deliberadamente nebulosa en las páginas de la Biblia. En un momento, se hace oír como una voz que sale de en medio de una zarza que está ardiendo pero que no se consume (Éxodo 3:2); en otro momento, se manifiesta como "una columna de fuego por la noche, una columna de nube durante el día" (Éxodo 13:22). Sin embargo, con mayor frecuencia, aun cuando los varios autores bíblicos no se ponen de acuerdo sobre quién es Dios o qué es lo que Él quiere, parecen coincidir en que debemos observarlo.
     Para el patriarca Abraham, Dios tomó la forma de un vagabundo que apareció en su tienda un día caluroso, mendigando alimento —ya que las leyes dietéticas que prohibían la mezcla de leche con carne no se entregarían a Moisés sino hasta siglos después, Dios se sintió en libertad de sentarse al festín de chuletas de ternera, de requesón y de leche (Gén. 18:8). Según Daniel, intérprete de los sueños mucho antes que Freud, Dios era la "Antigüedad de los Días", un potentado de barba y túnica, sentado sobre un trono celestial, mientras miles y miles de ángeles corales acudían a su más mínimo capricho. De acuerdo con Moisés, Dios pudo haberse mostrado en forma totalmente humana —Dios tuvo el cuidado de cubrir los ojos de Moisés "mientras mi gloria pasaba por ahí", permitiéndole verlo sólo por la espalda; pero la palabra hebrea normalmente traducida como "gloria" significa también "hígado", y en ocasiones la Biblia la usa de modo idiomático para hacer referencia al órgano reproductor masculino.
     "El hecho de que el Señor quiera ser visto sólo por detrás —explica Jack Miles en Dios: una biografía— puede sugerir que está ocultando a Moisés sus genitales".
     Para el profeta Elías, quien suplicó a Dios se le revelara en toda su gloria así como lo había hecho alguna vez ante Moisés, Dios se manifestó con más elegancia e, incluso, apremio. En la cima de una montaña sagrada, escondido en la hendedura de una roca, Elías esperó la aparición prometida del Todopoderoso y la Biblia describe lo que vio:

Y he aquí que pasó el Señor, y delante de él corrió el viento fuerte e impetuoso, capaz de trastornar los montes y quebrantar las peñas a su paso, pero no estaba el Señor en el viento; y después del viento vino un temblor de tierra, pero no estaba el Señor en el terremoto; y luego de éste vino un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego; y tras el fuego, llegó un soplo de un aura apacible y suave (Reyes 19:11-12).
La Biblia nunca explica del todo la referencia oblicua a un "soplo de un aura apacible y suave" —algunos lectores podrían interpretarlo como la voz de la conciencia y otros podrían llamarle "Dios". Para Elías, Dios era algo menos palpable que el fatigado extraño con quien compartió Abraham los alimentos; algo más modesto que la Antigüedad de los Días que deslumbró a Daniel, y aun así el pasaje invita al investigador más empeñoso a hacer una conexión particularmente íntima con Dios. Es muy significativo que se trate de un enlace que no requiere de sacerdote, de rabino o de ministro alguno; de una iglesia o de una sinagoga, ¡o incluso de una copia de la Biblia!
     Confieso que, por una razón completamente personal, yo encuentro en la representación de Dios referida como un "soplo de un aura apacible y suave" una resonancia profunda. Si alguna vez he experimentado la voluntad de Dios, fue el día que vi a un pequeño niño cruzando distraídamente una calle en hora pico y, sin pensarlo, paré mi carro, atravesé la vía en pleno tránsito, levanté al pequeño, lo llevé a un lugar seguro, regresé a mi carro y seguí mi camino. No estoy proponiendo que actué con heroísmo. Todo lo contrario; lo hice sin reflexión o intención verdadera. De alguna manera, sin saber por qué o cómo, me encontré llamado a hacer lo que podía para salvar al niño del peligro. Para decirlo de otra forma, un "soplo de un aura apacible y suave" me instruyó a que lo hiciera.
     La Biblia, si leemos y reflexionamos sobre lo que en ella está realmente escrito, nos da el poder a cada uno de nosotros para que actuemos como nuestro propio teólogo. La enseñanza esencial de la Biblia hebrea es que los seres humanos tenemos la bendición del libre albedrío y que estamos llamados a tomar nuestras propias decisiones morales. No hay milagro, mandamiento, promesa o recompensa celestial, no existe amenaza de castigo divino en modo alguno suficiente para constreñir a un ser humano a actuar con honradez, o de esa suerte lo descubrió para sí el Dios omnisciente y omnipresente de la Biblia. "Te he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición —declaró Moisés en su protesta final—, elige desde ahora la vida" (Deut. 30:19). La palabra operativa es "elige".

La distinción mosaica
Por supuesto que la Biblia no siempre representa a Dios como a alguien de mentalidad abierta. En varias partes de la saga bíblica, se muestra a Dios exigiendo (o, al menos, aceptando) purgas sangrientas, guerras de exterminio, incluso uno o dos sacrificios de infantes. Si leemos la Biblia sesgadamente —práctica alevosa pero trágicamente común— podemos salir con la idea de que Dios es arbitrario, caprichoso y sanguinario.
     "Suena extraño: Dios no es un santo —escribe Jack Miles—. Gran parte de lo que la Biblia dice sobre él rara vez se predica desde el púlpito, ya que, visto de muy cerca, resulta un escándalo".
     La historia prueba con exactitud cuán peligroso puede ser leer la Biblia con un móvil ulterior. Los fundamentalistas del judaísmo, cristianismo e islamismo comparten la creencia de que la Biblia es Escritura Sagrada, y aun así cada fe encuentra una revelación por completo diferente dentro de sus páginas. En realidad, las tres grandes ramas religiosas se han astillado en innumerables sectas, denominaciones y movimientos, todos y cada uno convencidos de que su interpretación de la Biblia es la correcta y que la de cualquier otro no lo es. El resultado ha sido dos mil años de violencia trágica, que va desde las Cruzadas y la Inquisición hasta el último incidente de agresión sectaria en Belfast y Jerusalén.
     Irónicamente, la mayor innovación teológica en la Biblia —la idea de monoteísmo— es precisamente lo que ha inspirado la máxima expresión de la violencia. Los antiguos eran flexibles frente a los asuntos de la fe; libremente se pedían prestados los dioses y las diosas, y asimismo unos ofrecían sacrificios en los templos de los otros; si peleaban brutalmente los unos contra los otros, tanto en la guerra como en la paz, la matanza nada tenía que ver con el temor o el odio de una fe rival. No es sino hasta el Pentateuco de Moisés que se encuentra la noción de que, a excepción del Dios de Israel, todos los demás son falsos, los "no dioses", de acuerdo con una curiosa frase que aparece en la Canción de Moisés (Deut. 32:21). De manera más crucial todavía, Moisés insistió en que el culto a tales dioses no era sólo una práctica fútil, sino corrupta y perversa —una "abominación", según lo repite, como un mantra, la Biblia.
     "La intolerancia religiosa —observa Freud— inevitablemente nació con la creencia en un solo Dios".
     Aquí está el lado oscuro de la teología de la Biblia hebrea: Dios nos bendice cuando estamos con él y nos maldice cuando no. "Yo esconderé de ellos mi rostro —advirtió Dios—. Y estaré mirando su fin desgraciado" (Deut. 32:20). Es una teología que sugiere una respuesta perturbadora a la pregunta: "¿dónde estaba Dios en Auschwitz?" Mucho antes del Holocausto, y mucho después, se ha invocado el mismo credo desapacible con resultados sangrientos en manos de cruzados e inquisidores, autócratas y teócratas, para castigar a cualquiera cuyas creencias difieran de las propias.
     "Permítasenos llamar a la distinción entre lo verdadero y lo falso en religión la 'Distinción Mosaica' —propone el egiptólogo Jan Assman—, ya que la tradición la adscribe a Moisés".
     No obstante, en ciertos momentos sublimes, Moisés también puede ser visto como un hombre compasivo e indulgente que comprendía las debilidades de sus congéneres; como un ser intrépido y valiente que reprendió a Dios por haber amenazado con exterminar al Pueblo Elegido tan sólo a causa de su escasa piedad y de su desobediencia. "¿Por qué, oh Señor, se enardece así tu furor contra el pueblo tuyo?", desafía Moisés a Dios, quien amenazara con "borrar al pueblo de la faz de la tierra" por haber rendido culto al becerro dorado (Éxodo 32:11-12). El ejemplo de Moisés puede sorprender a quienes creen que la única actitud apropiada que un ser humano puede asumir ante la voluntad del Todopoderoso es de complacencia abyecta. De hecho, podríamos estar tentados a preguntar: "¿dónde estaba Moisés en Auschwitz?"

Un Dios más afable y benévolo
Si se nos convocara a seleccionar y a escoger entre las diferentes y contradictorias visiones de Dios que se encuentran en la Biblia, por mi parte me inclinaría siempre por la del Dios más afable y benévolo. En realidad, el verdadero reto al leer la Biblia es el lograr algún grado de entendimiento común sobre cómo un artículo de fe se traduce en un acto concreto de la conducta humana. Ésa es, precisamente, la razón de nuestra hambre de palabras de instrucción moral provenientes del Creador, para llenar en nuestras almas el hoyo en forma de Dios; palabras que pueden ser comprendidas y llevadas a los actos, no en el cielo sino aquí y ahora.
     Siempre se ha prestado demasiada atención a los aspectos externos de la práctica religiosa, pero la Biblia muestra a Dios como muy poco interesado en tales temas. Las elaboradas ceremonias de adoración, independientemente de qué tan solemnes y reverentes sean, carecen de significado ante los ojos de Dios si no se acompañan con misericordia y justicia, tal como nos lo dicen los más desafiantes, y los más eminentes, de los profetas hebreos.
     "Vuestras calendas y solemnidades son por lo mismo odiosas a mi alma; las tengo aborrecidas, cansado estoy de aguantarlas —advirtió el Señor a Isaías—. Y cuantas más oraciones me hiciereis, tanto menos os escucharé" (Isa. 1:14-15).
     La naturaleza de Dios puede ser compleja, como San Agustín lo advirtió. Sin embargo, lo que en realidad quiere de nosotros es simple y directo, fácil de entender, aunque no así de llevar a cabo.

Se trata de que compartas tu pan con el hambriento,
Y que a los que no tienen hogar los acojas en tu casa;
Y vistas al que veas desnudo;
Y no desprecies tu propia carne.(Isa. 58:7).
Decir que el Dios bíblico es un Dios de amor no es una mera perogrullada, es un deber moral que proclama al sentido vehemente de justicia social que la Biblia difunde. Sólo tres veces a lo largo de la Biblia hebrea se nos ordena amar. "Amarás, pues, al Señor Dios tuyo, con todo tu corazón", dice el Deuteronomio 6:5. El Levítico, 19:18, nos dice: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" y, posteriormente, 19:34, eleva el amor a nuestros semejantes a nivel de deber sagrado: "El forastero que viniere a vuestra tierra vivirá entre vosotros como natural del país, y le amaréis como a vosotros mismos".
     Si existe un leitmotiv moral en un libro tan complejo y contradictorio como lo es la Biblia, con seguridad se trata del mandato de amar al prójimo. "Es una sentencia que resume, en principio, cualquier revelación que se presentare posteriormente —escribe Cynthia Ozick—. Sobre ella hemos construido cada idea de civilización moral".

El rostro de Dios
En las inmediaciones de Tucson, Arizona, en la cima de la montaña Kitt Peak —que se levanta abruptamente, contrastando sobre la planicie del desierto sudoccidental—, está en operación un observatorio astronómico de vanguardia. Con frecuencia, la autopista que lleva a través de una reservación india hacia Kitt Peak está decorada a lo largo de la acotación con pequeños altares —cruces, velas y flores— en conmemoración a las víctimas de accidentes automovilísticos recientes. El sentido de lo sagrado sólo se aprecia hasta la propia cima: los telescopios están inmersos en prístinos domos blancos que se antojan como templos griegos, y los astrónomos parecen sacerdotes que llevan a cabo sus rituales tan sólo de noche. "¡Silencio!, ¡durmientes diurnos!", reza la advertencia afuera del dormitorio que alberga a estos adeptos, muy a la manera de un retiro en el desierto.
     Durante un ascenso a Kitt Peak, cualquiera que conozca la historia del Éxodo recordará a Moisés en Sinaí. Es seguro que Moisés haya experimentado algo parecido a la sensación de lo sagrado que yo percibí cuando, parado en esa elevación helada, miré al vasto desierto extenderse muy por debajo de mis pies. Y cuando observé las imágenes de los distantes enjambres de estrellas que los astrónomos habían captado con sus instrumentos científicos, tuve la fantasía de que estaba contemplando el propio rostro de Dios o, al menos, lo que ahora se interpreta como Dios en ciertos círculos.
     Aun así, la sola idea de que la cara oculta de Dios puede verse en una supernova desde algún rincón muy remoto del cosmos es, en última instancia, insuficiente, incluso aterradora. Si la Biblia define a Dios en modo alguno, la definición debe expresarse en el vocabulario de moralidad humana: "¿Y qué es lo que el Señor pide de ti? —preguntó el profeta Miqueas—. Sólo que obres con justicia y que ames la misericordia, y que andes solícito en el servicio de tu Dios" (Miqueas 6:8). De esta suerte, me veo arrastrado de nuevo hacia el manantial de la literatura más que hacia la cima glacial de la ciencia, en el esfuerzo por resolver el misterio de quién es Dios y qué es lo que quiere.

Cuando observabas a un hombre o a una mujer con cuidado, siempre podías empezar a sentir piedad, cualidad ésta que la imagen de Dios traía consigo —escribe Graham Greene en El poder y la gloria, novela que se desarrolla en México durante la época en que un cura era hombre perseguido—. Cuando veías las líneas en las comisuras de la boca, cuando veías cómo crecía el cabello, era imposible odiar. El odio era sólo un fracaso de la imaginación.
Al fin, la sola noción de Imago Dei —la aspiración humana de moldearnos a nosotros y a nuestras vidas según la imagen de Dios— debe reducirse a términos puramente humanos. Nikos Kazantzakis, a quien la Iglesia Ortodoxa Griega expulsó y negó entierro en suelo sagrado debido a lo que escribiera acerca de Jesús de Nazareth en La última tentación de Cristo, narra la anécdota de un indigente que, así como Elías, suplicó se le permitiera mirar a Dios, aunque se preguntaba cómo podría verle sin que su luz divina lo cegara.
     "Entonces, Dios se convirtió en trozo de pan, en vaso de agua fresca, en túnica tibia, en cabaña, en mujer que amamanta a un infante —escribió Kazantzakis—. 'Te agradezco, Señor —murmuró—. Te humillaste a ti mismo por mí. Te transformaste en pan, agua, en túnica tibia y en mi esposa e hijo para que yo pudiera verte. Y te vi. ¡Hago reverencia y honro tu amado rostro de múltiples rostros!"
     Además de sublime —yo siempre me estremezco al leer estas palabras: "…pan, agua, una túnica tibia y mi esposa e hijo"—, el relato expresa una verdad fundamental acerca de la forma del vacío en forma de Dios en su alma y en la mía. –

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