Irena Milogova encontró sin dificultad el número 21 de la calle Franz-Böhm, la dirección que el desconocido le había dado. Mientras ascendía por la estrecha vereda plagada de abrojos, recordó las palabras que la habían llevado hasta ahí: “No le pido que me crea”, le había dicho el hombre, “pues creer no sirve de nada. La invito a que se convenza por sí misma de que digo la verdad. Lo cierto es que necesitamos urgentemente su ayuda”. Algo en la voz del desconocido la había persuadido de que su angustia al menos era sincera. El motivo más poderoso, sin embargo, había sido la extrema, casi patológica, atracción que los enigmas ejercían sobre la criptóloga. Otros lo llamaban “morbo”.
“Si esto fuera un thriller”, pensó al darse cuenta de que no había ni timbre, ni campanilla ni siquiera aldaba, “habría comenzado aceptablemente, pero, a partir de aquí, debería de empezar a decaer, como sucede siempre”.
El hombre que respondió a sus toquidos sobre la madera enverdecida de la puerta tenía el abdomen amplio, el pecho angosto, y los años le había reducido la cabellera a dos ralos mechones descoloridos que se confundían con los espesos matojos que le asomaban de las orejas. Su breve estatura, acentuada por la encorvadura de la edad, lo hacía parecer un gnomo milenario frente al metro ochenta y los veintisiete años de la criptóloga.
–¡Señorita Milogova! ¡Qué placer tan encantador!
–Espero poder decir en algún momento lo mismo… –fue su distanciada respuesta.
–No se preocupe, le aseguro que no la decepcionaré. Pero, pase, pase.
La casa carecía de vestíbulo, de modo que, al poner el primer pie dentro, se encontró en medio de una estancia cuyas paredes estaban atiborradas de libros con forros de piel. “Típico”, pensó socarronamente mientras recorría los estantes con la mirada.
–Pero, por favor, no se quede con las ganas –la animó empáticamente su anfitrión.
La criptóloga cogió el primer libro a su alcance y comenzó a pasar las páginas.
–Pero ¡qué demonios…! –exclamó, y sin cerrar el primero, tomó otro de los volúmenes y empezó a hojearlo, apoyándolo sobre el anterior–. ¡Cómo es posible!
Colocó los dos ejemplares en su lugar y, frenéticamente, comenzó a recorrer los anaqueles, extrayendo, examinando y devolviendo libros, mientras profería todas las exclamaciones de azoro que obraban en su repertorio.
–Si quiere, puede continuar toda la noche con su análisis –comentó amablemente el anciano–. Pero le aconsejo darse prisa: lo que ve aquí no es sino una ínfima parte del acervo entero de nuestra biblioteca.
–¿Quiere decir que hay más todavía? –Levantó el tomo abierto que tenía en las manos y, golpeando incrédulamente sus letras, insistió–: ¿Y que todos están escritos en el alfabeto del Manuscrito Voynich?
–Oh, sí, y no se imagina cuántos. Espere a ver nuestra Gran Biblioteca.
–Entonces, su amigo decía la verdad…
–Me alegro de que se haya convencido, aunque, a decir verdad, no se trata de un amigo sino de mi hijo –intercaló una pausa reflexiva antes de agregar–: Mejor sería decir que es ambas cosas. Por cierto –elevó la cabeza y avivó la voz–, ¡Víktor! ¡Víktor! ¿No quieres bajar a saludar a la señorita Milogova?
A través de la duela del techo se escuchó una serie de ruidos sordos, como de tumbos ciegos, seguida de un ininterrumpido silencio.
–No tardará en bajar –consideró el septuagenario–. Es algo tímido, ¿sabe?
–Así que su hijo se llama Viktor –le espetó la experta, agriando el tono.
–Tiene razón –concedió el anciano–, en realidad se llama –emitió una palabra impronunciable–, pero, para facilitar la comunicación, hemos decidido llamarlo Viktor.
–Muy gentil de su parte, pero ¿no le parece que ya va siendo hora de que me diga de qué se trata todo esto? ¿Quiénes son ustedes, por ejemplo?
–Pero, ¡qué descuido tan atroz! Con toda la algarabía olvidé presentarme. Le ruego me disculpe. Mi nombre es… quiero decir, mi nombre para ustedes es Ptolomäus Wagner.
–Sí, sí, gracias, mucho gusto, pero yo me refería a quiénes son ustedes –y trazó un abanico en el aire frente a la ominosa biblioteca.
Bajando la voz hasta el umbral de la confidencia, respondió:
–Lo que voy a decirle es algo que muy pocos de ustedes saben. De hecho, usted es la primera a quien me toca revelarlo y, por lo mismo…
Aquello fue suficiente para que todo cobrara intempestuoso sentido. Desbordada por los corolarios externó:
–No siga. Seguramente va a decirme que se trata de una hermandad secreta que ha vivido durante siglos en la clandestinidad.
–Veo que su lógica funciona a las mil maravillas.
–He leído suficientes novelas del género.
–¡Ah, sí! ¡La literatura! –se entusiasmó el vejete–. No se imagina cuántas veces sus escritores han estado a punto de descubrir nuestro secreto, ¡y sin tener ni la menor idea acerca de nuestra existencia!
–Será porque la ficción es tan solo una de las tantas vías que conducen a la verdad.
–¡Es lo que siempre digo!
El brillo de simpatía que refulgió en los ojos del anciano se reflejó con pareja intensidad en los de la criptóloga.
–Y, bien –dijo ella, tratando de recuperar la objetividad–, ¿va a terminar de contarme la historia?
–Supongo que así lo que exige el protocolo del trhiller, ¿no es cierto? –bromeó el septuagenario.
Los tenues labios de Irena Milogova permanecieron inmóviles. Ante la ausencia de sonrisa, el talante del anciano cambió. Con pasos meditabundos se dirigió a uno de los estantes y con el dorso del índice recorrió los lustrosos lomos como si se tratara de un teclado mudo. Extrajo un libro al azar y, abriéndolo en una página cualquiera, se lo mostró a la experta.
–Dígame qué ve, por favor.
–Ya se lo he dicho, es un manuscrito en el alfabeto Voynich.
–Sí, sí, pero ¿qué más?
La chica repasó las líneas con redoblada atención.
–No cabe duda de que se trata de un texto diferente al del manuscrito en cuestión –concluyó.
–Efectivamente. Y eso es algo que sólo una experta como usted sería capaz de advertir a primera vista.
–Llevo tantos años tratando de descifrarlo que lo conozco tan bien como a mis propios sueños. –Sin ánimo de nada, añadió–: O quizás debiera decir: mis pesadillas.
El anciano le dedicó un silencio comprensivo.
–Y ahora –tomó otro de los volúmenes y lo abrió en la misma página que el anterior–, dígame qué ve aquí.
Tras un somero análisis, la criptóloga concluyó:
–¡Vaya!, pues son idénticos.
–Bueno, casi –la corrigió Wagner–. Mire usted esta palabra, por ejemplo, aquí y aquí –su dedo saltó de un libro al otro.
–Por supuesto que hay diferencias mínimas –dijo ella con cierto fastidio–. Aquí, en la apertura de los ángulos, y aquí, en el diámetro de las curvas, pero tratándose de manuscritos, no podría ser de otro modo. El trazo puede diferir pero las letras son las mismas –sentenció lapidaria.
–Disculpe que le diga que se equivoca. Eso que usted llama las mismas letras son en realidad letras distintas –Dibujó un semicírculo frente a los estantes–: Y lo mismo ocurre con el resto.
–¿Quiere decir que…?
La pregunta quedó moribunda en el aire, porque, en ese momento, se escuchó una detonación proveniente del piso superior.
–¡Viktor!
(Imagen)
Muchas gracias a todos los que participaron. Estos fueron los resultados de la votación.
Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.