Celebro los aniversarios de Ramón Xirau y Gabriel Zaid, que cambian de década este fin de semana: Ramón cumple noventa años y Gabriel ochenta. Reticente a los radiosos zodiacos, encuentro simpático no obstante que su signo astral les dé la profesión de acuarios (es decir, portadores de agua) pues en sus páginas líquidas de poesía y de pensamiento la regalan a quien la pida. Hoy felicito a Ramón.
Lo quise desde que nos conocimos, y más desde el día en que, en una de nuestras primeras conversaciones, en un minuto estupefacto, caímos en la cuenta de que él había nacido el mismo día, mes y año en que nació mi padre, Guillermo Sheridan Scarborough, y yo el mismo en que nació Joaquín Xirau Icaza, su hijo prematuramente fallecido.
Pero lo conocí antes. Aún adolescente, lo leía cada mes en Diálogos, la revista que fundó en 1964 y dirigió durante años. Era formidable, y lo sigue siendo, pues una buena revista literaria tiene la particularidad de no fecharse, y además porque El Colegio de México –que hospedó a la revista al año de nacida– tuvo el buen tino de compactar sus muchos años en un instantáneo disco digital.
No tengo idea de cómo haría esa revista benemérita para llegar a las librerías de Monterrey, pero llegaba. Y con ella llegaban José Emilio Pacheco, que era el jefe de redacción, y tantos poetas y narradores, críticos y filósofos. Las escuelas de literatura deberían estar en las hemerotecas. En Diálogos leí por primera vez a María Zambrano y a Tomás Segovia, a Antonio Alatorre y a Severo Sarduy. Octavio Paz, tan editor de revistas como escritor –y que carecía en ese tiempo de una propia–, aconsejaba y le acercaba colaboradores a las de sus amigos: a Sur, la de Victoria Ocampo y José Bianco en Buenos Aires, y a Diálogos en México. Varios amigos suyos, que más tarde colaborarían en Plural, debutaron para México en la revista de Xirau: Yves Bonnefoy, Henri Michaux, Maurice Blanchot… ¿Y por qué recuerdo con tal exactitud el día en que leí en Diálogos, desconcertado, ese cuento de André Peyre de Mandiargues, “La marea”?
Conocí a Ramón más tarde: un pequeño volcán domesticado cuya cumbre rodeada de niebla perpetua lanzaba cenizas a diestra y siniestra. Me dio el don de una amistad que conjugué con la lectura de su poesía y su pensamiento crítico. Lo primero que leí fue su Genio y figura de Sor Juana Inés de la Cruz; y después, ya en la universidad, su Introducción a la historia de la filosofía, con esas primeras páginas deslumbrantes en las que, desde el vientre fecundo de los mitos, se presencia el lento parto de la filosofía. Y luego sus ensayos filosóficos, como The Nature of Man que escribió con Erich Fromm, o el precioso ensayo sobre Maimonides; y los ensayos sobre misticismo; y los literarios, sobre Borges y Paz, sobre Juan Ramón Jiménez y César Vallejo…
Su poesía me gusta mucho, aunque “gustar” es poco verbo para la experiencia de perderse entre los susurros y revelaciones, las imágenes y respiraciones de esas raras palabras destiladas (está en Poesía completa, 2007, que tradujo Andrés Sánchez Robayna para el Fondo de Cultura –Xirau escribe poesía sólo en su lengua materna, el catalán). Una poesía con los pies en la tierra y los oídos atentos a la casi inaudible voz –y música– de lo sagrado. Una poesía, frágil, casi quebradiza, suspendida como un fruto del gran árbol del lenguaje, ese árbol a cuya sombra conviene recostarse, a veces.
No veo a Ramón hace un par de años. Es un hombre muy viejo y su salud flaquea. Ojalá que esté bajo ese árbol, sobre “el musgo, espuma verde de la hierba”, mirando pasar “los instantes de la noche, del día, de la dicha/ candente como un viento ciego”. Ojalá se entere de que su amigo Guillermo le deseó “palabras de nacimiento, nacimiento exacto,/ mayor nacimiento”.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.