El affair Daoud

Las acusaciones de islamofobia que se le hacen a Kamel Daoud revelan como hoy muchos intelectuales progresistas caen en el patrón de las falacias de antaño.
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El  mes pasado el novelista y periodista argelino Kamel Daoud sorprendió a los lectores parisinos de Le Monde al amenazar con renunciar al periodismo. No lo hacía porque temiera a los islamistas en Argelia, donde vive, no obstante que hay una fatwa en su contra, sino por otra razón que consterna igual. Ha sido severamente condenado por miembros de la clase intelectual occidental, y él considera que el silencio es la respuesta apropiada.

Las denuncias en contra de Daoud son un episodio inquietante. Y resultan doblemente inquietantes porque se ajustan a un patrón harto familiar. El patrón es el siguiente: aparece un escritor con ideas liberales de origen musulmán, quizá incluso vive en ese país. El escritor propone críticas al Islam como se practica ahí, o a la represión sexual bajo el dominio islámico (uno de los temas importantes), o a un movimiento islamista. Las críticas les parecen blasfemas a los islamistas y a los imanes radicales y responden en forma. En los países occidentales, los intelectuales que se consideran progresistas realizan su propio cuestionamiento del autor o autora y de sus ideas. Buscan ciertas críticas oblicuas y reticentes, del tipo que ellos realizan usualmente. Pero lo que encuentran es algo distinto –críticas más furibundas y más vehementes y más generalizadoras o más directas.

Los intelectuales occidentales, algunos de ellos, se detienen consternados. Y como si de pronto se liberaran de sus reservas, lanzan su propia condena del escritor ofensor, no en términos de blasfemia sino en términos que se asumen de izquierda. Los intelectuales occidentales acusan al liberal del mundo islámico de ser racista en contra de los musulmanes, o de ser islamófobo, o de ser un “informante nativo” y de ser una instrumento del imperialismo. Algunas veces. Incluso acusan a este liberal del mundo islámico de estupidez o, más aún, de falta de talento. Esta fue la experiencia de Salman Rushdie cuando publicó Los versos satánicos en 1988, como lo describió en su libro de memorias Joseph Anton; o la experiencia de Ayaan Hirsi Ali, originaria de Somalia, es el caso más discutido después del de Rushdie. Pero el patrón de condena occidental puede verse en muchos otros casos además, dirigido en contra de escritores liberales de otros tipos y de otras puntos de vista –autores de ensayos políticos, libros de memorias, crítica literaria, periodismo, y novelas; de orígenes tan distintos en países tan diversos como Egipto, Irán, Afganistán y Paquistán. El colega argelino de Kamel Daoud, el novelista Boualem Sansal, ganador del premio de la Academia Francesa del año pasado, ha recibido este tipo de denuncias. Y ahora el patrón vuelve a hacerse presente en el caso de Daoud.

Daoud ocupa un sitio alto en la escena mundial gracias a su novela, Meursault, caso revisado, que le suma una dimensión filosófica al asunto. El libro es un homenaje a Albert Camus y también un reproche. En 1942 Camus publicó su novela El extranjero. Cuenta la historia de un francés argelino llamado Meursault, que asesina de modo totalmente gratuito a un árabe silencioso y sin nombre en una playa. En Meursault, caso revisitado, Daoud cuenta la historia del hermano del asesinado, que se pregunta qué significa ser silenciado y desprovisto de nombre por el opresor. En Francia, esta respuesta a Camus le mereció el premio Goncourt a Primera Novela en 2015, entre otros premios, a Daoud. En Estados Unidos recibió dos grandes bendiciones que el periodismo de ese país puede otorgarle a un escritor extranjero. La revista The New Yorker publicó un extracto de su novela. Y en The New York Times Magazine apareció un largo perfil lleno de admiración. [Republicado en nuestras páginas.]

Estos triunfos crearon una demanda de su trabajo periodístico también. Desde hace 20 años ha escrito para el periódico argelino Le Quotidien d’Oran, pero, debido al éxito de su novela, sus trabajos periodísticos aparecen en Le Monde y otros periódicos europeos. Lo invitaron a escribir en el New York Times. Y él respondió a estas oportunidades del modo en el que cualquier lector alerta y admirador de su novela habría esperado.

Ofreció opiniones acerca del Estado Islámico; atacó a Arabia Saudita con un golpe oblicuo dirigido a la extrema derecha de Francia. Pero también analizó el asalto tumultuario sufrido por mujeres en Año Nuevo por un grupo de hombres que se cree incluyeron hombres árabes. Rechazó el impulso de la derecha europea a considerar a los inmigrantes como bárbaros. Y rechaza también esa naïveté moralista de izquierda acerca del caso. Señala en cambio un problema cultural. Escribió en el New York Times: “Una de las grandes miserias que asolan al llamado mundo árabe, y al mundo islámico en general, es su relación enferma con las mujeres”. Y más: “La relación patológica que tienen algunos países árabes con las mujeres está haciendo su aparición en escena en Europa.” En Le Monde escribió que Europa, al aceptar a los nuevos inmigrantes y refugiados, tendría que ayudarlos a aceptar nuevos valores también –“a compartir, a imponer, a defender, a hacerse entender”. Y con eso empezaron sus problemas.

En Francia un grupo de 19 profesores redactó una declaración en la que acusaban a Daoud de una serie de crímenes ideológicos, incluidos “clichés orientalistas”, “esencialismo”, “psicologización”, “paternalismo colonial”, una perspectiva “anti-humanista” y otros errores por el estilo que se suman para culminar en racismo e islamofobia. Le Monde publicó estas acusaciones. Recibió una segunda denuncia, esta en privado. Se trató de una carta del autor del perfil del New York Times Magazine, el periodista literario Adam Shatz. En su carta, Shatz le profesa su afecto a Daoud. Aseguraba no hacer ninguna acusación. Escribió: “No digo que lo estés haciendo a propósito, ni siquiera que estés haciéndole el juego a los ‘imperialistas’. No te acuso de nada. Excepto, quizá, de no haberlo pensado mucho, y de caer en trampas extrañas y potencialmente peligrosas” –es decir que prácticamente repite lo mismo que dijeron los 19 profesores, y le añade la acusación de estupidez.

Daoud publicó la carta del periodista estadounidense en Le Monde, solo para hacer evidente a lo que se enfrentaba –aunque lo hizo con una elegante muestra de amistad. Explicó que es él, y no sus detractores, quien vive en Argelia y entiende su realidad. Reparó en el tono estalinista de los ataques. Insistió en la validez de sus emociones. Se negó a aceptar la lógica política que le exige guardar silencio acerca de lo que cree. Y luego, en lo  que parece ser una evidente furia vengativa con sus detractores, declaró que a fin de cuentas hará lo que sus detractores, de hecho, le han exigido. Callará su periodismo: un gesto cuyo golpe emocional viene de Meursault, caso revisado con su tema de silencio. O, como mínimo, Daoud amagó con callarse –aunque naturalmente las solicitudes de que continúe hablando han empezado ya, y sin duda tendrá que responder.

Quienes firmamos este comentario traemos a cuento un segundo patrón que aparece en este tipo de denuncias y que data de los tiempos del comunismo soviético. Todos los que recuerdan la historia del siglo veinte se acordarán de que durante el periodo de la década de los veinte a los ochenta, un disidente articulado y valiente tras otro en el bloque soviético lograba comunicar el mensaje al público occidental acerca de la naturaleza de la opresión comunista. Eran valiosos porque los disidentes describían con la precisión de la fuente primaria al régimen soviético y sus estados satélites.

Y en uno y otro caso, gran parte de los intelectuales occidentales respondieron advirtiendo: “¡Oh, uno no debe decir esas cosas! ¡Así solo fomentarás a los reaccionarios!”. O decían: “Debes ser un reaccionario, un instrumento del imperialismo”. Los intelectuales que respondían así eran a veces comunistas que profesaban su lealtad a la Unión Soviética, y a veces eran compañeros de viaje que defendían a la Unión Soviética sin hacer promesas de lealtad. Pero en otras ocasiones se trataba simplemente de personas preocupadas por sus propias sociedades –preocupadas porque las críticas a la Unión Soviética eventualmente beneficiarían a los fanáticos de derecha en Occidente. Estas personas consideraban que, al denunciar a los disidentes soviéticos estaban protegiendo la posibilidad de tener una conversación lúcida y progresista en sus propios países.

Pero ese fue un error. Al denunciar a los disidentes, lo que intelectuales occidentales lograron fue ofuscar la realidad soviética. Y le otorgaron el peso de su propio prestigio al régimen soviético; es decir, en lugar de ser los enemigos de la opresión, terminaron siendo sus aliados. Los intelectuales progresistas no se engañaban al preocuparse por el fanatismo de derecha en sus países, pero debieron de reconocer que algunas veces los argumentos políticos tienen que ser un poco más complicados. Debieron aprender a defender a los disidentes soviéticos al tiempo que atacaban a los fanáticos de derecha en Occidente. Debían plantear dos argumentos al mismo tiempo.

Muchos intelectuales progresistas de hoy caen en el patrón de esas falacias de antaño. Tienen razón en preocuparse por la intolerancia antimusulmana en los países occidentales. Pero al transformarse en los enemigos de toda una categoría de escritores liberales de orígenes musulmanes, logran lo opuesto de lo que buscan. Se quieren oponer al racismo. Pero terminan trazando una distinción odiosa entre personas como ellos, que deben tener la libertad de criticar ferozmente a sus propias culturas y sociedades, y los intelectuales de países musulmanes, quienes deben morderse la lengua. Pretenden defender la lucidez pero ofuscan la realidad al sofocar las noticias que traen los escritores liberales. Pretenden inhibir el crecimiento de los odios irracionales en Occidente. Pero terminan sumando al odio dirigido en contra de los escritores liberales. Pretenden externar su simpatía con el mundo árabe y musulmán y terminan castigando a sus escritores más talentosos. Pretenden promover el progreso y terminan sumando su propio peso a las condenas islamistas. Daoud, en su protesta elocuente, ha revelado estas ironías. Lo aplaudimos, y aplaudimos a los periódicos que lo han publicado –y esperamos que, aclarado su punto, regrese al negocio de hacer que las personas piensen. 

 

Publicado previamente Tablet

Traducción: Pablo Duarte 

 

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