Caterina di Giacomo di Benincasa, conocida en la actualidad como santa Catalina de Siena, a los siete años de edad miró al cielo y vio a Jesús y a varios santos, vestidos de blanco, rodeados de haces de luz; formó un grupo de compañeros de juego que se flagelaban furtivamente con bramantes anudados; huyó de casa, se sentó a rezar en una cueva todo el día y comenzó a levitar. A los quince, una querida hermana mayor murió de parto, y los padres de Catalina pretendieron desposarla con el antañón pero rico marido de su hermana: Catalina se cortó todo el cabello para que nadie se casara con ella nunca. Hizo votos de silencio absoluto, salvo para confesarse, llevaba cadenas de hierro, se mortificaba a diario durante horas, recibió los estigmas, aunque nadie fue testigo de ello, y aprendió, milagrosamente y sin instrucción, a leer. A los 18 ingresó inesperadamente en las hermanas terciarias, una orden de viudas seglares, en lugar de un convento, y salió a recorrer mundo para asistir a los pobres y a moribundos víctimas de la peste. En los cismas que precedieron al Cisma de Occidente, se transformó en una fuerza política enfrentada a la Liga opuesta al papado y a los mercenarios ingleses desperdigados en el campo, urgió una nueva cruzada para unificar a la cristiandad, viajó por toda Italia y hasta Aviñón para pugnar por la vuelta del papa a Roma, fundó un convento de estricta observancia que casi nunca visitaba, negoció un tratado para la república de Florencia, eludió por poco su asesinato en las intrigas de güelfos y gibelinos, y la desanimó que se hubiese impedido su martirio.
A los 16 comenzó a comer sólo hortalizas crudas, pan y agua; a los 21 dejó el pan; a los 25 dejó las hortalizas por hierbas amargas y agua, y perdió la mitad de su peso. La Iglesia, que sospechaba brujería o vanidad, la obligó a comer, pero vomitaba los alimentos que se le daban. A los treinta dejó el mundo y se retiró a sus visiones; a los 33 dejó de alimentarse y de beber del todo, a fin de morir en 1380, poco tiempo después del Viernes Santo, a la misma edad que Cristo.
En sus últimos años sostuvo largas conversaciones con Dios que se transcribían mientras Catalina, arrobada, con los brazos cruzados al frente, miraba al cielo hablando en las dos voces. La trascripción rebasa las trescientas páginas, y Dios, como era de esperar, habla más que ella. La humanidad le decepciona y le horroriza su malignidad; se siente incomprendido:
“Algunas veces consiento que todo el mundo se oponga a los justos, y al final reciben una muerte que deja a los mundanos pasmados de asombro. Les parece inicuo ver a los justos pereciendo ya sea en el mar, ya sea en el fuego, ya sea destrozados por las bestias, ya sea corporalmente muertos bajo sus casas arrasadas… Algunas veces creen que el granizo y las tormentas y los rayos que abato sobre sus cuerpos son crueles. Juzgan que no me intereso en su bienestar… Así los mundanos intentan torcer cada una de mis obras y las interpretan según la infamia de su entendimiento… Con cuánta paciencia he de tolerar a mis criaturas, hechas a mi imagen y semejanza con amorosa ternura.”
Dios le dijo a Catalina que la gente es un árbol de siete ramas que se inclinan hacia la tierra, hasta el polvo de la fragilidad y la desordenada sustancia del mundo, un árbol con las raíces sumidas en el monte de la soberbia y del amor propio. Las ramas son los siete pecados mortales, y cada rama está cubierta de flores podridas y fétidas que son los pensamientos pestilentes del corazón humano, que hace juicios malevolentes de los juicios y caminos ocultos de Dios, condenando lo que Él ha hecho según su enfermo parecer. Cada rama está cubierta de hojas repugnantes que son las palabras que emite su boca, vituperando a Dios, causando revoluciones, homicidios y la ruina de las ciudades. Los frutos podridos del árbol son sus obras, emponzoñadas por sus muchos y diversos pecados, y su deseo por esos frutos es insaciable. La humanidad, afirma Dios, es un árbol de egoísmo sensualista, sacudido por cuatro vientos.
El primero es el viento de la prosperidad, causante de que la gente sufra por lo que no tiene, alimenta la soberbia con la presunción, y, si de alguien con autoridad se trata, domina con injusticia y vanidad, con engrandecimiento de sí mismo, con inmundicia de cuerpo y espíritu.
El segundo es el viento del temor, por lo que se teme la pérdida de lo que se ama: la vida misma, la de los hijos y las demás criaturas, los bienes, la posición o las riquezas. Y así la gente es servil por el miedo y nunca encuentra la paz que proviene de la conformidad con las prioridades divinas.
El tercero es el viento de la adversidad, que confirma sus temores y la priva de la salud, los hijos, las riquezas, la posición social, los honores, la vida: todo lo que Dios, que se llama a sí mismo “dulce Médico”, considera necesario para su salvación y permite que acaezca.
El cuarto es el viento de la conciencia. Dios afirma: “Mi divina misericordia crea este viento después de que he intentado atraerlos con amor a través de la prosperidad, y me he valido del temor a fin de mover sus corazones a través del infortunio para que amen virtuosamente, y he procurado tender dificultades a fin de que reconozcan la fragilidad e inconstancia del mundo. Mas nada de esto parece complacer a algunos. De modo que, porque os amo a todos inexpresablemente, os espoleo con la conciencia para incitaros a que abráis la boca y vomitéis la podredumbre de vuestros pecados en la santa confesión”.
Catalina fue la vigésimo cuarta de 25 hijos y a la única que amamantó su madre, pues la gestación provoca que la leche, aguada y menos dulce, sea rechazada por el infante, y la madre de Catalina siempre estaba encinta. Catalina tuvo una hermana gemela, Giovanna, pero no hubo leche suficiente para ambas, así que Giovanna fue enviada con una nodriza y murió. El alimento había salvado a Catalina y su carencia matado a su gemela: el rechazo a la comida fue su penitencia cardinal y habría de asegurarle la vida eterna.
Cuando Catalina se hambreaba y charlaba con Dios en Siena, al oeste, en el imperio azteca, se sabía que los niños fallecidos antes de poder hablar transitaban al mundo superior y no, como los otros muertos, al inferior. Allí se reunían en Chichihualcuauhco, Lugar del Árbol Nodriza, sentados con la cabeza echada atrás y la boca abierta mientras la leche goteaba de las hojas de un gran árbol que los mantenía con vida. El mundo de los hombres dependía de esos niños, pues cuando sobreviniera el fin del presente ciclo cósmico y todos los hombres y la naturaleza fueran devastados, los espíritus infantiles dejarían el Árbol Nodriza para poblar de nuevo el mundo. –
Traducción de Aurelio Major
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