Feliz 10 de mayo

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No nací de madre. Tras una rápida cesárea fui conducido a una incubadora. Por eso el objeto de mi deseo no es el seno materno, sino el tupperware.
     Las Navidades en mi infancia eran tan tristes que los regalos no los traía Papá Noel, sino Noel Coward.
     Recuerdo los días de las madres como una vergonzosa demostración de mi inutilidad. Los primeros años traté de dibujar paisajes para regalárselos a mi madre. Frente a lo que yo creía un incuestionable mar embravecido con puesta de sol, ella exclamaba: "Las ardillas te quedaron bien." Luego fuimos obligados en la escuela al jarabe tapatío y me tocó bailar con la más alta del salón, una llamada Vladimira Palacios. A la hora de pasar el botín con punta de metal por encima de la cabeza de mi pareja, le propiné un patadón que terminó en puntadas en una clínica de urgencias. La única que vez que hice feliz a mi madre en un 10 de mayo fue el día que me puse el suéter que me había tejido y fingí entender que la manga en el pecho era, en verdad, una bufanda.
     Se dice que en los periodos la mujer tiene cambios inexplicables de ánimo, que llora sin razón. ¿Qué otra razón quieren para llorar? Si yo presenciara cíclicamente cómo sangro, dirían que me desmayo sin ninguna razón.
     Las mujeres son los seres que sangran durante días y no se mueren. Hay también una nota de asesinato en su placer. Sus gritos no son como los gorgoreos de los hombres, muy parecidos a cuando probamos un buen cereal. En el goce femenino hay apuñalamientos, desmembramientos, hay algo más que sed saciada; es como si el agua que las sacia tuviera vidrios. Producto de esos desgarramientos, y por raro que parezca, la sangre cesa. El costo de tan ansiado logro es que le sigue el vómito. Tras casi un año, sus cuerpos ensanchados se parten en dos y expulsan, entre natas sanguinolentas, a un extraño a quien deberán tener en brazos succionando materia de ellas varios meses. Es el mismo extraño que algún día les dirá:
     —Te dije que te tomaras el calcio. Ahora ya te rompiste la cadera, inútil.
     A esto llamamos el milagro de la vida.
     Los 10 de mayo observo a las ancianas empujadas hacia dentro o hacia fuera de los restoranes. Estos excesos siempre terminan mal: la anciana insiste en preparar ella misma la comida y todo termina en un pleito con el chef. Y es que una abuela es una persona que se siente incómoda si no está picando jitomate.
     La vida sexual de mi abuela, una vez comenzada a los once años, nunca decayó. De hecho, a los ochenta continuaba de alguna manera cuando ella misma insistía en padecer una "vagina de pecho".
     La "celebración de la maternidad", el 10 de mayo, fue un invento del Excélsior de 1922, en respuesta al reparto que el gobierno "socialista" de Yucatán hizo de un folleto firmado por Margarita Sanger, "La regulación de la natalidad o la brújula del hogar", en el que se daban consejos prácticos para evitar los embarazos no deseados. Los Caballeros de Colón, indignados por ese "intento de extinguir la raza humana", presionaron al secretario de Educación, José Vasconcelos, para que, desde las escuelas públicas, se celebrara ese año el 10 de mayo para "hacer un monumento de amor y de ternura a la que nos dio el ser, a manifestar en una palabra que todos los sacrificios, que todas las infinitas ansiedades de que es capaz el corazón de la mujer cuando se trata de sus hijos, sean valorados". Entre las recomendaciones de Excélsior para "agasajar a la autora de tus días" se contaban "un juego de thé", "un estuche de bombones" y "unos gemelos para el teatro".
     Las mujeres que hace no mucho deseaba, ahora llevan niños en los brazos. Los bebés son inauditos: tienen ojos pero, en realidad, la posibilidad de que lo estén viendo a uno es muy remota. De hecho, estoy convencido de que cuando se ríen no lo hacen por alguna razón en particular. Pero poco podemos saber de su mundo: un llanto interminable puede decir cosas tan distintas para una madre preocupada como "tiene calor, tiene hambre, tiene sueño, no quiere pertenecer a este país", etc. El comentario más certero es el de la madre profesional: "Ha de estar incómodo." Su llanto, sin embargo, lleva a toda clase de soluciones: tomarlo en los brazos y, al mismo tiempo, marearlo y asfixiarlo, taparle la boca con una mamila o un seno gordo, engatusarlo con frases tan extrañas que necesitan que los adultos cambien de voz, o tratar de convencerlos del gran espectáculo que es agitar las llaves del coche. Un bebé deja de llorar después de comprobar que los seres a su alrededor son patéticos.
     Los niños sólo son útiles cuando se trata de sacar objetos de debajo de los muebles. Eso quiere decir que su edad productiva va de los cinco a los cinco años y medio. Antes de esa edad les falta la madurez suficiente para que entiendan que deben sacar el objeto de debajo de, por ejemplo, una cama, sin romperlo y sin, instantes después, tratar de chuparlo.
     Las deformidades familiares se adivinan a temprana edad pero la belleza no, por lo que cualquier comentario al respecto carece de sentido: nadie puede adivinar en la cara hinchada y enrojecida de un bebé signo alguno de una belleza que no sea simplemente un buen deseo. Predispuesta a decir: "pero qué bonito", una tía mía exclamó cuando me descobijaron frente a sus ojos a los dos días de nacido: "¡Pero qué inteligente!" Desde entonces, esa tía es, para mí, sólo una anécdota.
     No obstante todas estas evidencias, la gente a mi alrededor sigue teniendo hijos. La voz de un padre tan orgulloso que se embriaga todos los días brindando por su fertilidad me lo explicó así la otra noche: "Sientes una necesidad que brota de adentro como una lava incandescente, sube por tus entrañas y te quema si no la dejas salir." Acto seguido, pasó a vomitar.
     La hijita de los vecinos ha vuelto a entrar por mi ventana. Está ahora mismo parada ahí metiéndose un dedo en la nariz. No falta mucho para que empiece con su pregunta tradicional: "¿Qué escribes?" Y ante los resultados, de veras, no sabría responderle. –

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