Ese cerro gentil, al voto mío,
segundo Potosí fuera de plata,
si la plata no fuera fugitiva,
o alguna vena desatara arriba.
Luis de Góngora
A Laura Martínez Domínguez,
con el entusiasmo de la afinidad y la amistad.
Un par de ancianos —un hombre español y una mujer indígena—, con sus “ciento y tantos años” de vida aseguran nunca haber “visto junta tal maravilla”. Es un recurso ingenioso: algunos pintores y grabadores del siglo xviii solían dibujar uno, dos o tres personajes al margen de las vistas de las ciudades con la intención de incluir al espectador en la escena (o al lector en el texto). En este caso, el objetivo es que nos sorprendamos, con los ancianos, del lujo —uno que no se ha visto en más de “ciento y tantos años” — de la fiesta con que la ciudad de Potosí[1] recibió al virrey Morcillo en 1716.
Frente a la parroquia de San Martín, bajo un palio de seda y oro sostenido por un grupo de caballeros, marcha el nuevo virrey.
Hace un momento, juró defender los privilegios del Potosí; acaba de atravesar el arco triunfal. De las paredes de las casas cuelgan pinturas alegóricas, damascos y tapices. Le acompañan los caballeros más distinguidos, una compañía de infantería, alcaldes, regidores y las autoridades eclesiásticas.
La ocasión de esta visita no puede ser más lamentable. Otro par de ancianos, Emilio y Galeazo, personajes de Góngora, se habrían escandalizado al enterarse de que ese Cerro Rico que tanto admiraban y al que intentaban comparar con la ciudad de Toledo producía ahora menos plata que nunca. De ahí que Morcillo, preocupado, se desviara cerca de 1500 kilómetros de la capital del virreinato del Perú para visitar el Potosí. Los mineros necesitaban, urgentemente, insumos y mano de obra, esto es, el trabajo de los indígenas y el mercurio que separaba a la plata del resto de los minerales, cuyo precio se había vuelto inaccesible debido a que la Corona tuvo el monopolio de la oferta entre 1599 y 1811.[2] Para conseguir un cambio en la política laboral y minera, los potosinos gastaron 100,000 pesos de oro en el recibimiento del virrey[3] (tres veces más que la fiesta novohispana más cara), levantaron 120 arcos triunfales de plata, organizaron un desfile con carros alegóricos por la tarde y una mascarada en la noche, por último, le encomendaron a Melchor Pérez de Holguín que trabajara en un óleo que conmemorara la ceremonia.
El pintor de Cochabamba, quien no dejó pasar la oportunidad de retratarse en este cuadro, entregó lo prometido. Decidió alterar las reglas de este género de pintura de modo que no se olvidaran las tres partes de la fiesta: el recibimiento de la ciudad (la imagen principal), el del clero (en el recuadro de la esquina superior izquierda) y la mascarada nocturna (en el recuadro de la derecha). Con sus pinceles, Holguín anotó, como quien hace cuentas, las columnas salomónicas del arco triunfal y el marco de oro de las pinturas que lo adornaban, así como cada bandera, hilo de oro y trozo de seda que se le dedicaron al virrey. Y no dudó en escribir, en la filacteria, que los mineros y los señores azogueros habían asistido a su recibimiento, lo que resulta en un amable recordatorio de la deuda política que debía saldarse.
El artista también copió las pinturas, de temas mitológicos, que colgaban en las casas de la ciudad. Estas no articulaban una retórica ociosa y anacrónica sino que, por el contrario, se oían como el mensaje elocuente que une a la gratitud de los súbditos con el compromiso que adquiere gobernante, el elogio y su retribución, el intercambio de arte y favores que se expresa de manera contundente en esta obra.
Las alegorías compararon a Morcillo con Eros y Anteros, lo que dejó en claro el tipo de amor que la imperial villa esperaba de él; otra de las pinturas le advirtió que los errores podían hacer que cayera como Ícaro
De acuerdo con Lucía Querejazu Escobari, estudiosa de la pintura colonial latinoamericana, el Coloso de Rodas se relaciona con el siguiente emblema moral: “Reyes, vuestros esplendores / son burlas y son engaños, / pues las púrpuras mejores / encubren más de mil daños, / pesares, penas, dolores”.[4]
Creo que esto le recordó al ministro el peso de los deberes que acababa de asumir. Por si fuera poco, Holguín dibujó, a detalle, las vetas de plata del Cerro Rico: una manera poco velada de dirigir la atención del homenajeado gobernante al tema que angustiaba a los patrocinadores de la fiesta y del cuadro souvenir. Así, el lienzo es casi una factura del generoso gasto de los potosinos, una cuenta que se liquidaría cuando el virrey favoreciera a sus anfitriones. Parece que Morcillo se dio por enterado, pues al final de la celebración comentó: “Harto me ha dado Potosí, yo me acordaré de su liberalidad”.
[1] Potosí pertenece actualmente a la República de Bolivia, pero formaba parte del virreinato del Perú en el periodo referido en este artículo.
[2]Esto también tuvo consecuencias en la minería novohispana. Para saber acerca de las repercusiones de esta medida en la industria y la economía mundial, ver Eduardo Flores Clair, “La ilusión de la minería novohispana: Los límites entre la reforma y el progreso (1760-1821)”, en 20/10 El mundo atlántico y la modernidad iberoamericana, 1750-1850, vol. 2, diciembre de 2013, GM Editores.
[3] Sergio Angeli, “Retratando el microcosmos colonial. Melchor Pérez Holguín y la ‘Entrada del arzobispo virrey Morcillo a Potosí”, Atrio, 17, 2011, p. 89.
[4]Lucía Querejazu Escobari, “El programa emblemático alegórico en la entrada del virrey Morcillo a Potosí en 1716”, en Memoria del iv Encuentro Internacional sobre Barroco. La fiesta, Visión Cultural-Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2011, p. 153.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.