El cliente número 9

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Una vez más, la inmejorable frase de Francis Scott Fitzgerald: “No hay segundos actos en las vidas americanas”. En algunos lugares, México en primerísima fila, puede haber incluso más de siete y casi siempre por las razones equivocadas. Pero en el estado de Nueva York, el dictum se ha cumplido a cabalidad con la deshonra pública y consecuente renuncia de Eliot Spitzer a su cargo de gobernador. En cuestión de horas, el otrora implacable fiscal de Manhattan, el enemigo acérrimo de los criminales de cuello blanco, se convirtió en una figura vilipendiada y patética. En una colaboración reciente sobre este tema para The Washington Post, el escritor Richard Russo (autor de las novelas Ni un pelo de tonto y Alto riesgo, entre otras) recordaba que en sus días como maestro de escritura creativa desaconsejaba a sus alumnos utilizar en exceso la virtud y el coraje inquebrantables como condimento en la creación de personajes literarios. Los argumentos del profesor eran irrebatibles, y ponía como ejemplo nada menos que al gran Gatsby: su historia y desventurado final nos atrae y atrapa precisamente porque todos hemos sido ciegos alguna vez, todos hemos cometido el tipo de tonterías auto-denigrantes que, por esas paradojas de la buena literatura, también restituyen un poco de nuestra endeble y pobretona humanidad.

Lo mismo sus acólitos que sus detractores han evocado la arrogancia y ambición que caracterizaban a Eliot Spitzer. Para nadie es misterio que sin ambas cualidades negativas, no hay político que logre sobrevivir ni mucho menos prosperar en esa jungla demente. Casi todo mundo sabe que en política se puede (o se debe) ser un perfecto canalla y al mismo tiempo un dizque hombre o mujer de bien. Lo contrario resulta monstruoso —e inservible para la literatura, diría Richard Russo. Esto viene a cuento porque un cierto día de octubre de 2007, la vida real me puso unas horas en el camino del gobernador Spitzer. La ocasión, en mi caso el mero producto de un accidente, fue el lanzamiento en Lisboa de la “International Carbon Action Partnership”. Para suscribir esta especie de acuerdo cuyo propósito es poner en marcha un mecanismo global de mercado para reducir la emisión de gases de efecto invernadero, estaban anunciados los usual suspects del momento: el primer ministro de Portugal, el presidente de la Comisión Europea y una marabunta de funcionarios internacionales preocupados sobre todo en que sus viáticos terminaran esfumándose en la atmósfera por efecto de la constante apreciación del euro frente al dólar. La verdadera agitación provenía más bien de la asistencia confirmada de un grupo de gobernadores de Estados Unidos, republicanos y demócratas por igual, cuya sola presencia contravenía la postura de la administración Bush respecto al famoso protocolo de Kioto. La noticia real, pues, estaba en el hecho de que ante un tema tan candente como el cambio climático, los gobiernos locales en el vecino país pueden oponerse a su contraparte federal y tomar decisiones más racionales y eficaces. Pero en esos mismos días un incendio catastrófico arrasaba los valles de California y el ojo del huracán mediático estaba puesto en el único personaje que nunca llegó a la cita: el gobernator Arnold Schwarzenegger. Todo mundo se tuvo que conformar con la presencia de un grupo de dignatarios que mostraban amplias sonrisas y menor masa muscular. Quizás junto a un ex Míster Universo cualquiera puede parecer una lumbrera intelectual, pero en ningún momento el temple y agudeza de Spitzer, sin duda un tipo sólido y carismático, dejó de relucir entre sus colegas gobernadores en aquel distinguido y olvidable convivio a las orillas del río Tejo. Junto a él, un supuesto estadista como José Durão Barroso adoptó su auténtica estatura de euroburócrata.

Al ver las fechas reveladas en la investigación en contra del Emperor’s Club VIP, casi podría afirmar que poco después de su visita a la ciudad del fado, el gobernador Spitzer hizo una rápida escala en el hotel Mayflower de Washington para sacudirse el stress en brazos de Ashley Dupré alias “Kristen”, una joven prostituta de piel deliciosamente aceitunada cuya biografía se remonta a las aceras pobladas de almas renegadas en su natal Nueva Jersey, las mismas calles de fuego a las que Bruce Springsteen ha dedicado más de una canción. Ante el largo brazo de la ley, el severo y odiado sheriff de Wall Street, el célebre defensor del pequeño inversionista y del equilibrio climático del planeta, el gobernador visionario que incursionó en un terreno donde su presidente no se atreve, terminó transmutado en una ficha, en un aséptico dato judicial: el Cliente número 9. El linchamiento público no se hizo esperar: —This is America, buddy. El crimen de Spitzer no fue soliviantarse ante un cuerpo de “7 diamantes”, según una escala que en manos de Ashley Dupré debe sentirse tan intensa como la de Richter, sino en participar en una red de trata de personas y en organizar el pago bancario por los servicios recibidos en una forma semejante a las operaciones de blanqueo del narcotráfico.

Algo similar puede ocurrirle nada menos que a Barack Obama en el caso de sus tratos con Tony Rezko, un cacique inmobiliario de Chicago e importante contribuyente a las campañas políticas en el estado de Illinois, o peor todavía, con la fabricación de un escándalo y de un crimen inexistente a partir de la relación con su pastor, el reverendo Jeremiah Wright. En el primer caso, Obama se adelantó a la tormenta al explicar con lujo de detalle ante la Junta Editorial del Chicago Tribune la compra de una franja de terreno aledaña a su casa y propiedad de Tony Rezko. Es difícil de entender, pero sigue siendo perfectamente plausible ser un senador elocuente e inteligentísimo, y al mismo tiempo pasarse los domingos de los últimos veinte años escuchando arengas para tarados en voz de un neurasténico. Ni hablar de nuestro secretario de Gobernación, quien se halla en manos de unos verdugos que a cada hora sacan a relucir nuevas pruebas pero que a cada minuto que pasa se muestran reticentes a iniciar el debido proceso legal. Parece que en política vale más y paga mejor la reyerta que la ley. En ese fango cualquiera es culpable, pero es un hecho irrebatible que el gobernador Eliot Spitzer, el Cliente número 9, la habrá gozado como ninguno de ellos.

– Bruno H. Piché

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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