Georg Brandes, el danés errante (1 de 9)
De Georg Brandes (1842–1927), quien fuera el crítico literario más famoso del mundo, no queda mucho rastro. Es como si en cien años se recordase sólo vagamente a Harold Bloom o a George Steiner: en el tránsito entre los siglos XIX y XX, Brandes tuvo el prestigio universitario, canónico del primero y la autoridad moral, política del segundo. René Wellek le concede, de mala gana, un capítulo entero de su Historia de la crítica literaria (1965) y comienza afirmando que mucho hizo Brandes para merecer el olvido. Tan famoso era el crítico danés de origen judío que en junio de 1914, nos dice Wellek, la policía tuvo que dispersar a un millar de personas frustradas por no haber logrado entrar a escuchar su conferencia sobre Shakespeare en el Comedy Theatre de Nueva York. Entre los pocos trabajos que sobre él pueden leerse en lenguas distintas al danés, se señala, melancólicamente, que Brandes no sólo era el consentido del gran público que lo leía en inglés y en alemán (en Francia su importancia fue menor), sino la clase de “intelectual público” (para usar el redundante término anglosajón) que los políticos, los aristócratas, la gente de mundo de ese entonces, se preciaban de haber leído y de frecuentar.
Wellek reproduce la muy antipática opinión de un profesor aun más olvidado que el crítico, quien dijo que Brandes “no lleva nada adentro; no es más que un pregonero de la cultura judía continental. Ni idea tiene de lo que es poesía. [Vive] enfervorizado en su credo de serrín, o sea, racionalismo, progreso, ilustración; todo, rematadamente abstracto.”(1)
Nietzsche, a cuya celebridad Brandes está asociado y quien ya no alcanzó a darse cuenta de la intensa labor que el crítico hizo por su causa, al llamarlo “buen europeo y misionero de la cultura”, de alguna manera lo maldijo. Quedó Brandes en eso: en un filántropo originario de un país venido a menos, una especie de reformador cultural de los que abundaron en esa época. Tan exótico como un Rabindranath Tagore.
El caballo de batalla de Brandes fueron los seis volumenes de Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX (1872–1890), que estaban traducidos al inglés y al alemán a principios del nuevo siglo. Apenas en 1946 los argentinos culminaron en dos gruesos tomos la traducción al español. La obra había tenido fama de enciclopédica y adornó muchos hogares burgueses del mundo porque Brandes fue, como lo veremos con más detalle, lo más burgués, en su anti–burguesismo, que hubo en su tiempo. Quiso Brandes que su gran historia de la literatura europea terminase en 1848 y que fuese una sinfonía romántica a través de la cual se manifestaran los espíritus nacionales en la creación de la historia, partitura que Brandes adornó –en opinión de Wellek– con un toque positivista superficialmente tomado de Hyppolite Taine, el gran maestro francés del danés y de medio mundo en ese entonces.
Creía que la literatura expresaba la psicología de las naciones y en esa simplicidad, Wellek encuentra a Brandes más como un heredero tardío de Madame de Stäel, más preocupado en dividir a la humanidad europea en subgéneros, que como un contemporáneo de Nietzsche, la dura carga que le tocaba llevar por haber difundido su filosofía. Desde entonces se le ha acusado de no comprender verdaderamente al filósofo del martillo, acusación que también he leído dirigida contra Mencken, otro de los primeros nietzscheanos. Ese cargo exige, con no poca alevosía, encontrar la arrogancia de los nietos en el entusiasmo de los descubridores.
Brandes pasó por ser un progre volteriano y sostuvo sin mácula ni asomo de duda que “el problema teológico” lo había resuelto Feuerbach: Dios había sido creado a imagen y semejanza del hombre, y punto. En nuestros primeros años del siglo XXI no pocos ateos y agnósticos, hartos de la gazmoñería fundamentalista que es de buen tono defender o justificar en las sociedades liberales, suscribirían la cazurra certidumbre de Brandes, quien se volvería a morir al ver a los ciudadanos libres de Dinamarca, por ejemplo, acusados de blasfemia por los clérigos mahometanos.
Con los años –y regreso a la glosa de Wellek– al danés le dió por los grandes hombres y se convirtió en un nuevo tipo de Carlyle, publicando libros sobre grandes escritores y héroes representativos: sobre Shakespeare (1902), libro injustamente olvidado según dicen los que saben, sobre Goethe (1915) y sobre Voltaire (1917). Más populares aún fueron sus biografías de Ferdinand Lasalle, el socialista alemán que le peleó a Marx la fama, de Disraeli (otro judío exitoso como Brandes), de Julio César (1918) o de Miguel Ángel (1921).
La influencia de Brandes fue enorme: feminista, amigo y traductor de John Stuart Mill, escudero de Ibsen, impío condenado por los luteranos, aristócrata radical y liberal nietzscheano (aunque suene raro), cosmopolita indómito y héroe público de Dinamarca, difusor de la literatura rusa, mal lector de poesía y autor de una obra que a la posteridad le ha parecido monumental y provinciana. Mejor que Las grandes corrientes de la literatura del siglo XIX, que ya no se leen, Wellek prefiere recomendar como sus ensayos perdurables los dedicados a Ibsen y a Kierkegaard, su gran paisano. René Wellek concluye su capítulo sobre el danés errante, en el tomo dedicado a la segunda mitad del siglo XIX de la Historia de la crítica literaria (1965), catalogándolo entre la cadena de seres que se han equivocado sobre sí mismos, más un Sainte-Beuve que un Taine, un “Sainte–Beuve asomado a más vastos horizontes, pero mucho menos fino y sutil”. El retrato es más o menos fiable y nos sirve como introducción a la historia de quien fuera el más famoso de los críticos literarios.
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(1)René Wellek, Historia de la crítica literaria (1750–1950), IV. La segunda mitad del siglo XIX, versión castellana de J.C. Cayol de Bethencourt, Gredos, Madrid, 1988, p. 463.
(Una versión anterior de esta serie se ha venido publicando en el suplemento El Ángel de Reforma a partir de febrero de 2008)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile