El fin del relajo

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Cuando uno va al futbol, lo último que quiere es pensar. Pero el ambiente en el Estadio Azteca durante el partido del miércoles lo hizo inevitable. El pulso de la multitud me remitió, de entrada, a otros tiempos en los que, sin ánimo de caer en romanticismos fáciles, la convivencia en las gradas, la fila para las cervezas y hasta la frecuencia y ardor de las arengas del “respetable” se sentían distintos. La afición del 2009 —o al menos la del 12 de agosto, contra Estados Unidos— era una fanaticada tensa más allá de la importancia del partido. En mi zona del estadio presencié al menos cinco intercambios de gritos por una bolsa de botana o un par de cervezas. Por largos lapsos del partido, el estadio se perdió en un silencio ominoso. Era como si la afición esperara que, dados los tiempos que vivimos, la selección perdiera como nunca había perdido. Sin importar la historia de asombrosa invulnerabilidad del equipo en el Azteca (aquí, ni Brasil), la gente había tomado asiento con el mismo entusiasmo de quien presencia una ejecución. El gol de Sabah —magnífico, digno de un equipo diametralmente opuesto a lo que sentía en la grada— no fue un bálsamo; fue una sorpresa. Aunque México ha perdido sólo una vez en competencia oficial, ha ganado todos los partidos de Copa del Mundo que ha jugado en el Estadio e incluso ha vencido a Brasil en una final de torneo de FIFA, los aficionados no podían creer —ni disfrutar como Dios manda— el triunfo. Era un pesimismo que desafiaba las probabilidades. Un pesimismo irracional y, por ende, profundamente neurótico.

La neurosis se transformó en psicosis unas horas después en el Ángel de la Independencia. Si bien es cierto que ya antes habían ocurrido desmanes durante los festejos de un triunfo futbolístico, lo visto en las últimas dos victorias del equipo no es cualquier cosa. La tarde del miércoles, el ánimo de celebración dio rápidamente paso a la violencia. De acuerdo con los reportes, los presentes no pararon de beber cerveza a pesar de la prohibición de venta de bebidas alcohólicas en los alrededores. Como pasó también después de la final de la Copa de Oro, hubo intentos de abuso sexual en contra de turistas y paseantes diversos. En un momento dado, una turba de enloquecidos (y fueron cientos, que no es lo mismo que decenas), trataron de ingresar al hotel María Isabel para alcanzar un grupo de aficionados estadounidenses. Cuando los granaderos les impidieron la entrada, “los rijosos arrojaron piedras y botellas contra el hotel, causando destrozos en uno de los vitrales, por lo que fueron detenidas seis personas”, informó un diario. La crónica no permite matices: lo que pasó a las afueras del María Isabel fue un intento de linchamiento. Si alguno de los aficionados rivales hubiera caído en manos de la turba, cualquier cosa habría sido posible. Esa es la triste verdad.

Más allá de lo meramente coyuntural (¿qué más podría haber hecho la policía?, ¿qué tanto y qué tan bien planeó el gobierno capitalino para esta contingencia?, etc.), la conducta de esos cientos de enloquecidos merece una lectura cultural. Apenas supe de lo ocurrido me remití a Jorge Portilla. En su Fenomenología del relajo, Portilla explica que el festejo —la celebración de la alegría— sirve en México para escapar de la realidad en grupo. El relajo en su mejor sentido hace más llevadera una realidad que resulta, con frecuencia, apabullante. Para Portilla, por supuesto, el relajo implica una buena dosis de irresponsabilidad, de “valemadrismo”. Pero también tiene mucho de entrañable. Si algo sabe el mexicano es alegrarse. Cuando uno ve lo que pasó en el Ángel no puede más que temer que esa virtud tan valiosa se ha perdido poco a poco en nuestra sociedad. Ahora, el festejo tiene que culminar en el “desmadre”, en la “madriza”. Nuestras celebraciones cada vez son menos nobles y más perversas. ¿Por qué razón? Está claro que la crisis actual y el ambiente de violencia no ayudan. Los índices de consumo de drogas menos. Pero lo que pasó en el Ángel debe ser también una llamada de atención para los que apuestan obsesivamente por la discordia y la implosión: en México, la distancia entre el festejo y la barbarie es muy, pero muy pequeña.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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