Guerra Civil y franquismo: el legado inseparable
La memoria del franquismo está estrechamente ligada a la de la Guerra Civil: lo quiso así su fundador, lo elevaron a dogma los vencedores y lo hubieron de sufrir los vencidos. Aquellos decretaron que la lucha había sido inevitable y una gozosa ocasión de heroico martirio, además de la justificación perpetua de su poder político. Sin embargo, España no fue el único país europeo cuyo siglo xx estuvo marcado a fuego por una guerra civil. Bajo el horror general de la Segunda Guerra Mundial hallamos los rescoldos de muchas: las hubo en Francia e Italia, en Hungría y Rumania, en Finlandia y en Grecia (en este caso inmediatamente después de 1945). Tampoco fue la franquista la única dictadura del continente, ni siquiera la más vetusta. La portuguesa, más burocrática y reaccionaria que totalitaria, se mantuvo entre 1928 y 1974. El salazarismo cayó casi a la vez que la dictadura de los coroneles griegos (1967-1974), impuesta por la torpeza de la gestión política propia y la colaboración de algunos paranoicos servicios secretos. Y ambas caídas señalaron el rumbo del franquismo postrero, cuyo eclipse se produjo, sin embargo, a lo largo de una laboriosa transición que se inició antes de la muerte del dictador –quizá en el laberinto de cábalas y sobresaltos del periodo 1969-1974 y como consecuencia diferida de los reajustes económicos entre 1956 y 1962– y seguramente se prolongó hasta la firma del tratado de adhesión a las Comunidades Europeas, en vigor desde enero de 1986.
Lo sucedido en la España del siglo xx no fue esa llamativa excepción europea que a veces se ha querido vincular a rasgos étnicos, a sombríos legados históricos o a la maldición de una injusta “leyenda negra”. Pero esa interesada percepción catastrofista tuvo la virtud de alimentar el rencor de muchos pesimistas, desmovilizó numerosas ilusiones y, lo que es peor, dio alas al propio franquismo para considerarse como salvador de España, y al cabo incluso para presentarse como una vía singular y nacional hacia un futuro de autoritarismo mitigado y de apogeo económico.
Memoria de vencedores, memoria de vencidos
La contienda armada de 1936 fue muy larga porque Franco y los suyos querían una victoria total, acompañada de un terrible proceso de reconquista territorial. La victoria se hizo obsesivamente visible hasta 1975 porque había que administrar el tiempo y el miedo. A lo largo de la guerra, los sublevados se vieron a sí mismos como la única España posible frente a una anti-España. La propaganda oficial de la República en armas se presentó, sin embargo, como una normalidad agredida, combatió a sus partidarios más radicalizados y, al cabo, ofreció soluciones políticas de transigencia que fueron rechazadas por sus enemigos. Los sublevados predicaron no solo la destrucción de sus contrarios sino una rectificación de la historia de España que empezaba por la abominación de los siglos XVIII y XIX. En ese afán convergían un catolicismo “fascistizado” desde 1931 y un fascismo que asumió dócilmente como propios los sueños ultramontanos. Comunismo y liberalismo fueron, por igual, los enemigos denostados.
Los testimonios de numerosos dirigentes republicanos –desde Manuel Azaña hasta Indalecio Prieto y Juan Negrín– demuestran que su repudio por la violencia y su congoja por las vidas inmoladas no tuvieron parangón alguno en los partidarios del bando vencedor. En la creación artística producida al calor de la guerra, los partidarios de la República hablaron más de sus sufrimientos que de sus victorias (el paradigma fue la dramática denuncia del Guernica, de Picasso) y definieron un horizonte futuro de hermandad más que de destrucción. Los delirios kitsch del Poema de la Bestia y el Ángel, de José María Pemán, no tienen nada que ver con la trémula piedad cavilosa que inspiró las elegías de Las nubes, de Luis Cernuda. Tampoco la amarga reflexión existencial de El lugar de un hombre, de Ramón J. Sender, es comparable con la fiebre juvenil de guerra y muerte en La fiel infantería, de su admirador fascista Rafael García Serrano. Las dolorosas reflexiones de Manuel Azaña en La velada en Benicarló y la noble sinceridad de Julián Zugazagoitia en Guerra y vicisitudes de los españoles contrastan con el odio y el rencor que segregan las obras destinadas a caracterizar a la “horda roja”, empezando por Raza (Anecdotario para el guion de una película), de Jaime de Andrade (pseudónimo de Franco), que vio la luz en 1942, y continuando por los estudios sobre “psiquismo del fanatismo marxista”, publicados por el psiquiatra militar Antonio Vallejo-Nájera, o los dicterios contra el progresismo liberal de los intelectuales, compilados por los autores del libelo de 1940 Una poderosa fuerza secreta. La Institución Libre de Enseñanza.
Nunca se desactivó del todo ni uno solo de los principios del odio al enemigo: la quema de imágenes religiosas, el recuerdo de las chekas, de las requisas de viviendas y vehículos, las delaciones de hipócritas porteros de fincas urbanas o de criadas desleales poblaron de resentimiento novelas de Concha Espina, Ricardo León, Wenceslao Fernández Flórez, Tomás Borrás, Francisco Camba o incluso del escéptico y nihilista Pío Baroja. Este pensaba (y lo escribió en Miserias de la guerra, como Fernández Flórez lo hizo en Una isla en el Mar Rojo) que las grandes víctimas habían sido los “burgueses liberales” como ellos y desdeñó implícitamente la retórica inherente a héroes, mártires y excautivos. Hacer perdurar el rencor fue la forma de memoria que eligieron muchos miles de españoles que, todavía en 1975, sintieron una vaga sensación de orfandad a la muerte de su protector y desfilaron ante su cadáver, nadie sabe si para rendirle el último tributo de gratitud o para comprobar por sí mismos que su minoría de edad civil había terminado.
Muy pronto se estableció para los vencidos el marco de una expiación que se prolongaría mucho tiempo: en febrero de 1939, antes de finalizar la guerra, se promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas; en marzo de 1940 se instituyó el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo y, poco después, se instruyó la Causa General (abril de 1940), cuyo primer avance impreso se publicó en 1943. Quienes habían perdido la guerra, o no podían sentirse vencedores, supieron muy pronto que serían señalados por visitar a sus parientes encarcelados o por honrar a sus muertos, que habrían de cumplir obligaciones religiosas que les eran ajenas (bautismos y bodas colectivas, obtención de certificados parroquiales de buena conducta), que deberían cambiar en el Registro Civil los nombres que no figuraban en el santoral, que habrían de borrar –libros, fotografías, colecciones de revistas, carnets de partido o sindicato– cualquier huella de su pasado.
Estaban obligados a no saber, o a callar lo que se sabía: el lugar de una tumba en una cuneta o el paradero de un familiar fugitivo. Salvo para una red no muy cerrada de convencidos resistentes, la memoria del pasado fue bloqueada por el fatalismo impuesto del presente. En general, fue más difícil sobrevivir en el campo que en la ciudad. La emigración fue el fruto de la miseria y de la industrialización pero también contribuyó a diluir la tragedia en el entorno urbano: ya no había que cruzarse a diario con el asesino o el delator, oír reproches en la escuela o en la calle (lo observa con sagacidad el libro de Michael Richards, Historias para después de una guerra. Memoria, política y cambio social en España desde 1936 [2015], mucho menos perceptivo en los aspectos intelectuales de la represión). Y, por supuesto, todos habían de consentir como inevitable la penetración del franquismo: bastantes hijos de “rojos” (un rango de minusvalía cívica que siguió activo mucho tiempo) aprendieron que la guerra había sido una “cruzada”, a la vez que comían caliente en un comedor de Auxilio Social, jugaban al futbolín en un “hogar” de Falange, o veían películas censuradas en una sala de Acción Católica. Sus hermanas, entre tanto, aprendieron bailes regionales en los Coros y Danzas de la Sección Femenina del Movimiento Nacional franquista (creados en 1939) o rudimentos de economía doméstica y cuidado de niños en las Cátedras Ambulantes que recorrían los pueblos de toda España.
La conquista de la posguerra
A la glaciación inclemente siguió la posguerra. En cierto modo, fue un avance. Lo señaló en un verso inolvidable un poeta de diecinueve años, Carlos Sahagún, en su libro Profecías del agua (1958): “Le llamaron posguerra a este trozo de río, / a este bancal de muertos, a la ciudad aquella / doblada como un árbol viejo” (años después, en el poemario Estar contigo [1973], la imagen de aquellos versos encontraría su natural complemento en los de un poema titulado “Desembarco”: “Pero nadie venía a destruir / la tiranía del silencio. / Nada en el horizonte de color Normandía. / Solo espuma en la orilla y tierra inhóspita / bajo los pies descalzos…”). La posguerra como convalecencia y espera fue una conquista moral de la generación más joven, nacida entre 1925 y 1936: significó hablar de guerra y no de “cruzada”, de muerte y no de “victoria” (algo que muchos aprendieron viendo el cine neorrealista italiano) y, sobre todo, hacerlo desde una voluntad lustral de inocencia. El texto más conmovedor y explícito de esa proclamación, el “Manifiesto de las generaciones ajenas a la Guerra Civil”, fue escrito entre 1956 y 1957 por algunos jóvenes universitarios de la revista barcelonesa Laye; no es una requisitoria acerca de los culpables sino la denuncia de una estafa de la que todos fueron responsables: nadie cumplió sus promesas, nadie cambió nada. Los poemas y las novelas, como alguno que otro drama, insistieron en la misma verdad y, a la vista de los rencores, el egoísmo y la mezquindad, apelaron a aquella inocencia que está presente en los jóvenes bañistas de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (o en sus vitales y alegres comensales domingueros), en los testimonios infantiles de Jaime Gil de Biedma que encontramos en los poemas de Moralidades, o en la Ana María Matute de Primera memoria; en el mundo de derrotados que puebla las obras teatrales de Antonio Buero Vallejo y en los casos de frustración juvenil que narraron Jesús Fernández Santos, Antonio Rabinad o Luis Goytisolo. Muy temprano, el testimonio del viaje por la España rural más empobrecida se convirtió en una suerte de sacramento generacional: lo inventó Camilo José Cela en su Viaje a la Alcarria (1948), como explícito homenaje estético a sus inventores de comienzos de siglo; solo adquirió su condición penitencial y su tono de denuncia oblicua en los libros viajeros de finales de los cincuenta y primeros sesenta.
Pero precisamente entonces la memoria oficial de la Guerra Civil y la autopercepción del propio franquismo cambiaban de signo: el cauteloso reconocimiento del carácter fratricida de la contienda engendró expresiones muy significativas –“guerra de España” o incluso “nuestra guerra”– que no renunciaban a la victoria pero sí a la pompa y circunstancia. Un cuco periodista del régimen, Emilio Romero, fue el primero en formular aquel pacto tramposo; un poco antes, en 1953, un antiguo combatiente franquista de buena fe, el catalán (y católico) José María Gironella, había propuesto –en su novela Los cipreses creen en Dios– una lectura de los antecedentes del conflicto donde tuvieran su parte vencedores y vencidos, en caracterizaciones muy elementales pero, finalmente, más generosas de lo usual. En 1964 se cumplieron los veinticinco años del final de la Guerra Civil y el Ministerio de Información y Turismo, dirigido por Manuel Fraga Iribarne, decidió dar carta de naturaleza a una nueva versión de la contienda, cuyo recuerdo ominoso se subsumió bajo el lema de “25 años de paz” que los carteles murales repetían, por primera vez, en todas las lenguas del país.
La memoria en transición
Pero el horno ya no estaba para bollos: en junio de 1962 la misma prensa que exaltaba la paz de todos había clamado contra los españoles demócratas que habían acudido como invitados al iv Congreso del Movimiento Europeo, celebrado en Alemania. El llamado “contubernio de Múnich” (al que no asistieron comunistas) levantó ronchas en la dura piel de la propaganda, generó multas y sanciones de confinamiento y tuvo la consecuencia de dar a conocer la existencia de una disidencia intelectual que ya hacía tiempo acampaba extramuros del régimen. Era la misma que había dirigido a la autoridad pertinente conspicuas cartas de protesta, la primavera de 1962, con motivo de la salvaje represión de las huelgas de mineros asturianos. En abril de 1963, un veterano militante comunista, Julián Grimau, fue procesado por sus actividades como policía durante la Guerra Civil, condenado a muerte y ejecutado, nueve meses antes de que sus presuntos delitos prescribieran. La impresión de muchos españoles ya no fue la de presenciar un ejercicio de autoridad omnímoda, sino el abyecto cumplimiento de una venganza que nacía del miedo al futuro. Con la ruina de los carteles de 1964, se ajaron otras muchas cosas: aquel año y los siguientes significaron el desahucio cultural del régimen, su primera derrota.
Una serie de obras significativas se dirigió a una emergente clase media, que ya había cambiado mucho: la novela de Miguel Delibes Cinco horas con Mario (1966) sacudió miedos, culpas y silencios que también tuvo presentes Antonio Buero Vallejo al reconstruir un doloroso fragmento del pasado oculto en el drama El tragaluz (1967); Cela se sumó a la maniobra en un fascinante (aunque efectista y autoindulgente) ejercicio de recordación, San Camilo, 1936 (1969). La memoria de los perdedores, o de sus descendientes, se reactivó en tanto, al compás de los cambios en la actitud de la Iglesia católica, de la progresiva visibilidad de los pleitos regionales, del segundo gran episodio emigratorio (dirigido esta vez hacia Europa y que fue al propósito mucho más importante de lo que se piensa), y también de la renovación política del Partido Comunista y de la primera acción sindicalista clandestina.
Los pasos fueron tan difíciles y los deseos tan vehementes que, en 1975 e incluso antes, se acusó una suerte de fatiga colectiva que muy pronto se llamó “desencanto”. La conformaban un cierto temor al abismo, la dificultad del presente y la cada vez mayor vitalidad de un pasado muy exigente. Se puede rastrear en metáforas tan bellas como pesimistas que, desde 1970, ofrecieron los filmes de Carlos Saura, Víctor Erice, José Luis Borau y Manuel Gutiérrez Aragón, pero también en las novelas (muchas prohibidas en España) de Juan y de Luis Goytisolo, de Juan Marsé o de Antonio Ferres. Pero la transición que llegó no fue culpable de una nueva derrota histórica de los vencidos, ni fue una astuta mutación del régimen de 1939 (“el régimen de 1978”, se ha llegado a decir), mediando un perverso “consenso”.
Lo cierto es que en muy pocos años aquel periodo –confuso y fecundo– cambió de raíz la mentalidad española respecto a casi todo (el sexo, la libertad, los derechos de las minorías) y se reconstruyó con fuerza la “memoria cultural” del país: desde principios de los sesenta, se volvió a escribir sobre la historia progresista del siglo XIX y, luego, sobre los escritores del exilio de 1939; desde 1970, por lo menos, se habló con elogio de la República de 1931, de los nacionalismos españoles y del movimiento obrero. Al comienzo de los años ochenta había ya una sentencia historiográfica firme respecto a la Guerra Civil, el periodo republicano y la naturaleza política del franquismo. Aquellas conquistas solo se intentaron modificar a finales de los noventa cuando las reticencias de los gobiernos del Partido Popular, por un lado, y, por otro, el pontificado de Juan Pablo II, tan entusiasta de las beatificaciones (que sus antecesores siempre rechazaron), elaboraron una verdadera contrarreforma que conquistó –hay que reconocerlo– a una parte de la opinión.
Pero tras el “desencanto” y la contrarreforma llegó el desorden. Los dos mandatos del presidente Zapatero parecían tener como objetivo cerrar en clave progresista una larga transición. Pero su equipaje político era muy endeble y tampoco los vientos corrían a favor; el viraje político internacional hacia el conservadurismo y, para colmo, la llegada de una crisis global acabaron con todo: con lo bueno, con lo mejorable y con lo peor. Desoyendo el aviso de Habermas, que pidió el “uso público de la historia”, en España se tendió a una suerte de “privatización” política de la memoria. Y sobre el pasado insomne se precipitaron las asociaciones populares de “memoria histórica”, el auto de 2008 instruido por el juez Baltasar Garzón a instancias de aquellos grupos, las tesis doctorales de historiadores inexpertos y la atención de narradores y cineastas que tendieron a pintar en términos folletinescos sucesos que apenas conocían. De la desmemoria culpable se pasó a la memoria convulsa y culpabilizadora. ¿Era el final de la transición, lo que habría sido saludable a esas alturas, o la virulenta ruptura en busca de una quimera? Justo a los cuarenta años de la muerte de Franco y con el recuerdo lejano de otros cuarenta de franquismo, ¿no valdrá la pena que reconozcamos que los últimos han sido cuarenta años de verdadera libertad y que nos indultemos de tantas penitencias, aunque tengamos pendientes algunos perentorios deberes para la justa cancelación de ese pasado? ~