El imperio perdido del lector perdido

¿Es útil la información sobre los hábitos de lectura que recopilan los libros digitales?
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Confundir la lectura con el consumo de libros no es algo nuevo. En 1623 se publicó en Londres un volumen de obras reunidas de William Shakespeare. En el prólogo, los compiladores aseguraban que el futuro de ese libro dependía de la capacidad de sus lectores: “no sólo de la capacidad intelectual, sino de la capacidad de su cartera”.

El extremo de esta confusión consiste en pensar que con la revolución digital, las nuevas tecnologías serán capaces de explicar lo que la teoría literaria no ha sido capaz de formular de manera integral: ¿cómo lee la gente? Al menos así lo presenta este artículo publicado en The New York Times, que alaba la capacidad de los e-books para recopilar información sobre los hábitos de lectura: qué leen los lectores, cómo leen, qué subrayan, cuándo y por qué abandonan los libros. Esta información es útil, dice el artículo, porque así los editores y los escritores sabrán exactamente qué darle al público. “Los libros te están leyendo”, dice el titular en tono amenazante.

Dos nueva plataformas de circulación y consumo literario han aparecido recientemente en los Estados Unidos –el Netflix de los libros, dicen: Scribd y Oyster Books, y con ellas la oportunidad de acceder a una cantidad “ilimitada de libros” por menos de diez dólares al mes. Poco a poco todo comienza a tomar forma, porque no sólo los hábitos de lectura, sino las reseñas de cada usuario –reacciones a la lectura, comúnmente confundidas con crítica literaria– se utilizarán para restringir la libertad de la creación artística:

“Si no tienes cuidado –dice una escritora de “novelas juveniles de amor paranormal” en el artículo– corres el riesgo de limitar tu creatividad, pero un riesgo mayor es no darle al lector lo que quiere. Yo aprovecharé toda la información posible para no caer en esto.”

Es verdad que la libertad siempre ha estado restringida por géneros dominantes, por normas y paradigmas estéticos, por criterios mercantiles, pero hasta ahora estas cadenas no habían podido amarrar y dirigir, de la forma en que se sugiere ahora, la relación entre escritura y lector. La diferencia fundamental es que esta manera de concebir la literatura convierte en norma del proceso creativo el cuento del hombre y el hijo que, según la voluntad de los desconocidos, montan y desmontan al burro durante su camino.  

Algún abogado del diablo podría recordar que cuando en 1609 Lope de Vega leyó su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo en la Academia de Madrid, sus ideas sobre la relación entre la escritura dramática y el público ya apuntaban hacia la voluntad del espectador como guía: 

y, cuando he de escribir una comedia,

encierro los preceptos con seis llaves;

saco a Terencio y Plauto de mi estudio,

para que no me den voces (que suele

dar gritos la verdad en libros mudos),

y escribo por el arte que inventaron

los que el vulgar aplauso pretendieron,

porque, como las paga el vulgo, es justo

hablarle en necio para darle gusto.

 

Sin embargo, Lope de Vega tenía claro lo que olvida la escritora de novelas juveniles de amor paranormal: que para la literatura –y para el arte en general–, el público no es una categoría preexistente, sino un modo de leer que se crea gracias a una poética y al diálogo con la tradición. Quien ignora esto está condenado a bajarse y a subirse del burro una y otra vez para intentar complacer a los demás.

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Es profesor de literatura en la Universidad de Pennsylvania, en Filadelfia.


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