El infierno en la tierra

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“Ha llegado el momento de irnos. Quemarán nuestros libros, pensando en nosotros. Si uno se llama Wassermann, Döblin o Roth no puede esperar más. Tenemos que marcharnos, para que sólo prendan fuego a los libros.” Es lo que, según testimonio de un amigo, manifestó el escritor austriaco Joseph Roth en junio de 1932. Medio año después, el 30 de enero de 1933, abandonó Berlín, la ciudad en la que había pasado la mayor parte de los doce últimos años. No volvería a pisarla. El 10 de mayo de 1933 su pesadilla se hizo realidad: los libros de los autores “proscritos” ardieron en las calles. En el exilio en París y durante los seis años siguientes, hasta su muerte en 1939, apareció más de la mitad de su obra: algunas de sus novelas más importantes, como Confesión de un asesino, La cripta de los capuchinos o La leyenda del santo bebedor, y un buen número de artículos que sobre el totalitarismo y la dictadura en general y contra el régimen nacionalsocialista en particular escribió para distintas revistas y periódicos. Nadie lo hizo con tan inflexible claridad y convincente energía, con tanta pasión y a la vez desde la independencia. En La filial del infierno en la tierra (Kiepenheuer & Witsch, Colonia, 2003; El Acantilado, Barcelona, 2004) se han reunido por vez primera la mayor parte de esos artículos políticos y cuatro de las cartas que con el mismo tema dirigió a su amigo Stefan Zweig. La fuerza de una de las voces más originales de las letras alemanas se percibe ya desde algunos de los títulos de estos textos: “La muerte de la literatura alemana”, “Auto de fe del espíritu”, “Los judíos y los nibelungos”, “El mito del alma alemana”, “El orador apocalíptico”, “El bozal para escritores alemanes” o “El enemigo de todos los pueblos”. Enemigo que no es sino la indiferencia frente a las atrocidades que se cometen en el terreno de lo humano.

— B. V. M.

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El Tercer Reich, la filial del infierno en la tierra
Desde hace diecisiete meses nos hemos acostumbrado a que en Alemania se vierta más sangre que tinta emplean los periódicos para informar sobre esa sangre. Es probable que el amo de la tinta de imprenta alemana, el ministro Goebbels, tenga más cadáveres sobre su conciencia, si es que la tiene, que periodistas a su disposición para echar tierra sobre la mayor parte de los muertos. Pues se sabe que la misión de la prensa alemana consiste no tanto en publicar hechos, sino en ocultarlos; no sólo en difundir mentiras, sino también en sugerirlas; no sólo en confundir al mundo —el resto de este mundo raquítico que aún posee una opinión pública—, sino también en obligarle a aceptar las noticias falsas con una ingenuidad desconcertante. Nunca hasta ahora, desde que se derrama sangre en este planeta, ha habido un asesino que se haya lavado las manos ensangrentadas con tanta tinta de imprenta. Nunca hasta ahora, desde que en este mundo se miente, ha tenido un mentiroso tantos y tan potentes altavoces a su disposición. Nunca hasta ahora, desde que se cometen traiciones en este mundo, un traidor fue traicionado por otro aún mayor, nunca se vio semejante concurso de traidores. Pero tampoco jamás esa parte del mundo que hasta ahora nunca se había hundido en la noche de la dictadura quedó cegada hasta tal punto por el rojizo brillo infernal de la mentira, aturdida hasta tal punto por el estrépito de la mentira, ni tan sorda como ahora. Porque desde hace siglos se ha acostumbrado uno a que la mentira se cuele de puntillas, sin hacer ruido. Sin embargo, el más sensacional invento de las modernas dictaduras consiste en haber creado la mentira estridente, basándose en la hipótesis, acertada desde el punto de vista psicológico, de que al que hace ruido se le concede el crédito que se niega a quien habla sin levantar la voz. Desde la irrupción del Tercer Reich, a la mentira, contradiciendo el refrán, le han crecido las piernas. Ya no sigue a la verdad pisándole los talones, sino que corre por delante de ella. Si hay que reconocer a Goebbels alguna obra genial, sería la de haber sido capaz de hacer que la verdad oficial cojeara tanto como él. Ha prestado su propio pie equinovaro a la verdad oficial alemana. El hecho de que el primer ministro de la Propaganda alemán cojee no es una casualidad, sino una broma consciente de la Historia…
     Sin embargo, hasta ahora esta ingeniosa ocurrencia de la historia universal tan sólo ha sido advertida por los corresponsales extranjeros en raras ocasiones. Pues es un error creer que los periodistas de Inglaterra, de América, Francia, etcétera, no caen en manos de los altavoces y de los transmisores de mentiras alemanes. También los periodistas son hijos de su tiempo. Es una equivocación creer que el mundo tiene una idea exacta de lo que es el Tercer Reich. El corresponsal, que tiene que dar fe de los hechos, se inclina devoto ante el fait accompli (el hecho consumado) como ante un ídolo, ese fait accompli que incluso reconocen los políticos, monarcas y sabios, los filósofos, profesores y artistas que detentan el poder y gobiernan el mundo. Aún hace diez años un asesinato, da igual dónde y contra quién se cometiera, habría estremecido al mundo entero. Desde los tiempos de Caín la sangre inocente que clamaba al cielo se escuchaba también en la tierra. Aún el asesinato de Matteotti —¡y no ha pasado tanto!— causó horror entre los vivos. Pero desde que Alemania acalla el grito de la sangre con sus altavoces, éste ya no se escucha en el cielo, sino que se difunde en la tierra como una noticia habitual de la prensa. Se ha asesinado a Schleicher y a su joven esposa. Se ha asesinado a Ernst Röhm y a muchos otros. Muchos de ellos eran asesinos. Pero el castigo que han recibido no es justo, sino injusto. Unos asesinos más astutos y más rápidos han matado a los menos astutos y más lentos. En el Tercer Reich no sólo Caín mata a Abel a golpes. También un super-Caín mata al simple Caín. Es el único país del mundo en el que no hay asesinos a secas, sino asesinos elevados a la enésima potencia.
     Y como queda dicho, la sangre derramada clama a ese cielo en el que no se reúnen los corresponsales —criaturas terrenales—. Ellos se reúnen en las conferencias de prensa de Goebbels. No son más que seres humanos. Aturdidos por los altavoces, desconcertados por la velocidad con la que de pronto, y contra todas las leyes de la naturaleza, una verdad renqueante se pone a correr y con la que las cortas piernas de la mentira se alargan de tal modo que a paso de carga adelanta a la verdad, estos periodistas comunican al mundo sólo aquello que les notifican en Alemania, y no tanto lo que ocurre en Alemania.
     Ningún corresponsal puede hacer frente a un país en el que, por primera vez desde la creación del mundo, no sólo se producen anomalías físicas, sino también metafísicas: ¡monstruosas creaciones del infierno! Tullidos que corren; incendiarios que se prenden fuego a sí mismos; fratricidas que son hermanos de asesinos; demonios que se muerden su propio rabo. Es el séptimo círculo del infierno, cuya filial en la tierra lleva por nombre “Tercer Reich”.

Pariser Tageblatt
6 de julio de 1934

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Europa sólo es posible sin el Tercer Reich
Sigue habiendo —incluso hoy día— un anhelo, una nostalgia de solidaridad europea, una solidaridad de la cultura europea. La solidaridad misma por desgracia ya no existe, a no ser en los corazones, en la conciencia, en las mentes de algunos grandes hombres en el seno de cada nación. La conciencia europea —me gustaría llamarla la “conciencia cultural de Europa”— empezó a atrofiarse en aquellos años en los que despertó el sentimiento nacional, la conciencia nacional. Se podría decir que el patriotismo ha asesinado a Europa. El patriotismo es particularismo. Un hombre que ama su “nación” o su “patria” por encima de todo, revoca la solidaridad europea. Amar significa valorar el objeto amado, más aún, sobrevalorarlo. Amar con los ojos abiertos, es decir, con capacidad crítica, es algo de lo que sólo son capaces algunos hombres, los elegidos. A la mayoría de las personas el amor las vuelve ciegas. La mayoría de las personas que aman su patria o su nación son unos pobres ciegos. No sólo no están en condiciones de ver los típicos errores de su nación y de su país, sino que incluso tienden a considerar esos errores como un modelo de virtudes humanas. Y a eso, con mucho orgullo, se le llama “conciencia nacional”.
     No obstante: la cultura europea es mucho más antigua que las naciones europeas. Grecia, Roma e Israel, la cristiandad y el Renacimiento, la Revolución Francesa y la Alemania del siglo XVIII, la música supranacional austriaca y la poesía eslava, todas esas fuerzas han moldeado la faz de Europa. Todas esas fuerzas han configurado la solidaridad europea, la conciencia cultural de Europa. Ninguna de esas fuerzas conoció las fronteras nacionales. Todas ellas son enemigas naturales del poder bárbaro, del llamado “orgullo nacional”.
     El estúpido amor por el “terruño” mata el amor a la tierra. El orgullo por haber nacido en un determinado país, en el seno de una nación determinada, destruye el sentimiento universal europeo. Se puede o amar a todos los pueblos en la misma medida o anteponer uno solo a todos los demás. Es decir, se puede ser europeo o un “patriota” ciego… Y la mayoría de los patriotas son ciegos, tienen que estar ciegos, como tienen que estarlo los enamorados. Si no estuvieran ciegos, no estarían enamorados.
     Me invitan ustedes a decir si es posible salvar la cultura europea. ¡Sin duda alguna! ¡Incluso hoy día!
     Teniendo en cuenta el peligro —nada desdeñable— de que sus lectores me tomen por un “utópico ajeno al mundo”, me permito proponerles mi receta:
     1. Se acuerda, se establece en un lugar reconocido por todos —aún hoy— que cualquier “orgullo nacional”, cualquiera que sea, es un disparate y su invocación una muestra de mal gusto.
     2. Se decreta en Ginebra, en la Sociedad de Naciones, que todos los hombres de todas las razas son iguales y se prohíbe a esa nación que no comparte esta opinión el ingreso en la Sociedad de Naciones.
     3. Se prohíbe a la actual Alemania, al Tercer Reich por lo tanto, gozar de la misma dignidad de la que pueden vanagloriarse todas las naciones europeas. Porque, de todos los países y pueblos europeos, Alemania es el único que proclama su supuesto derecho a una misión especial. Se aísla a Alemania: entonces la solidaridad europea quedará establecida. En la actualidad sólo hay un enemigo de la solidaridad europea. Ese enemigo es el “Tercer Reich”. Ese enemigo es Alemania.
     Ruego a los lectores que no me acusen demasiado rápido de “resentimiento” o de algún tipo de “odio”. Sería mejor guardarse de esa falsa “objetividad” que al fin y al cabo lleva a abrir las puertas también a los asesinos, para que no echen en cara a sus víctimas que no han actuado con lealtad.
     No siento ningún odio hacia Alemania, más bien desprecio. La alusión al pasado de Alemania me parece ridícula e infantil. Desde 1870 Alemania se diferencia de la vieja Alemania aún más que la moderna Grecia de la antigua. No se reconoce a un ministro griego de hoy por el hecho de ser un compatriota de Pericles. De modo que dejemos de una vez por todas de deducir del gran pasado alemán la esperanza en un gran futuro alemán. Más semejanza existe entre Venizelos y Aquiles de la que puedan tener Goebbels, Göring y Hitler aunque sólo sea con Hagen de Trónege. Es un error considerable y peligroso conceder algún crédito a esa nación alemana de hoy a pesar de todas las barbaridades que comete, crédito al que su pasado al parecer le da derecho. Porque conserve uno en los cementerios las tumbas de Lessing y de Schiller, no se es necesariamente el heredero de Lessing y de Schiller.
     La acrópolis aún está en Atenas. Y a nadie se le ocurre afirmar que el Parlamento griego de hoy es heredero del ágora. ¿Por qué entonces conceder a la Alemania de hoy el crédito que hayan merecido sus antepasados, a los que ella hace tiempo ha negado, es más, suprimido?
     ¡Un pueblo cuyo Lessing actual es Goebbels tiene menos que ver con la antigua Alemania que los modernos helenos con Agamenón!
     Existe una posibilidad, incluso hoy día, de restablecer la solidaridad europea, y consiste en excluir al “Tercer Reich” de la solidaridad europea.
     No cabe ninguna solidaridad europea con Alemania, con el “Tercer Reich”. Con él, Europa es un escándalo. Sin Alemania, Europa es una autoridad.

Die Wahrheit (Praga)
20 de diciembre de 1934

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Lo inexpresable
Mes tras mes, semana tras semana, día tras día, de hora en hora, de un instante al siguiente, en este mundo resultará cada vez más difícil expresar lo inexpresable. El círculo de fascinación de la mentira, que los criminales levantan en torno a sus fechorías, paraliza la palabra y a los escritores, que están a su servicio. No obstante, se impone el deber, inexorable, que le ha encomendado a uno la gracia, de perseverar hasta el último momento, es decir, hasta la última gota de tinta, de tomar la palabra en el verdadero sentido de la palabra, la palabra amenazada por la paralización. En nuestros días debe uno disculparse si escribe… Y sin embargo tiene que seguir escribiendo…
     Hay que escribir precisamente cuando ya no cree uno que se pueda mejorar nada por medio de la palabra impresa. A los optimistas es posible que escribir les resulte fácil. A los escépticos, por no decir desesperados, les cuesta mucho, y por eso sus palabras deberían tener más peso. Las suyas deberían ser por así decir voces del más allá. Deberían estar envueltas en el brillo de lo estéril. (¡Y es que lo estéril tiene su brillo!)

II
¿Quién estaría en condiciones de imaginar tamañas monstruosidades, cuando él mismo no las comete? Las monstruosidades que actualmente son difundidas cada día por la radio y por las redacciones del mundo entero. Y menos aún las monstruosidades que una y otras silencian. Es monstruoso hasta el hecho de que, lejos de la amenaza, todavía pueda uno hundir la pluma en el tintero con toda tranquilidad para informar de esas verdades que a un mundo apático, perezoso, sordo, le gusta calificar de “cuentos” y hasta de “cuentos de terror”, de “falsas atrocidades”, en un momento en el que la realidad es una atrocidad de tal índole que ella misma se convierte en un cuento y una verdadera atrocidad resulta un idilio comparado con esa realidad. Esa realidad está armada hasta tal punto que ya no puede regir ningún inter arma silent musae y uno debería acostumbrarse a esta otra versión: Inter arma clamant musae de profundis.

III
En el edificio de viviendas del número 67 de la Obere Donaustrasse de Viena, un judío de setenta y dos años fue obligado a trepar por una escalera de bomberos sosteniendo la manguera en la mano izquierda y agarrándose con la derecha al pasamanos. Los hombres de las SA lo llamaron “prueba de fuego”. Cuando el portero declaró a los verdugos que estaba dispuesto a trepar en lugar del judío, se le amenazó con detenerle y se le envió de vuelta a su sótano.
     En Wilster el tribunal ha decidido que a los padres que impidan a sus hijos el ingreso en las Juventudes Hitlerianas se les negará la “patria potestad”. (¡Madres suprimidas!)
     El Tribunal Supremo en Colonia ha declarado en una sentencia que una casa en la que viva un judío puede considerarse “defectuosa”.
     Al dueño de un café en la Währinger Strasse vienesa los nazis le dejaron ciego.
     ¿Es suficiente?
     No. Me temo que no lo es. Y he de temer mucho más si prosigo con el informe de las verdades: me incluirían entre los “notorios” inventores de atrocidades, denunciados “hasta la saciedad”, de quienes los autores de las atrocidades nos cuentan sus propios cuentos (no los nuestros).
     Son muchas las atrocidades que conozco. Y también son numerosos los que las consienten. Pero, ¡saber! ¿Quién quiere saber algo de esto? El mundo se ha vuelto apático y sordo, desconfiado frente a los que dicen la verdad y confiado frente a los que difunden la mentira. Sé que escribo en el desierto, ¡y que todos nosotros clamamos en el desierto…!
     Noticias como las que he mencionado anteriormente —y similares— le llegan casi cada día al autor de estas líneas. Publicarlas sería evidentemente el deber de los periodistas extranjeros, si no supiera uno que a sus obligaciones se les han puesto límites y que por tanto lo monstruoso sucede. ¡Que los mensajeros de la verdad están obligados por sus patronos a un compromiso, es decir, que, puestos a elegir entre la verdad y la mentira, tienen que hacer justicia de la misma manera a una y a otra!
     Suceden cosas monstruosas. “Los ojos y los oídos del mundo”, como se dice en los noticiarios semanales, deslumbran los ojos despiertos y aturden los oídos de los hombres dispuestos a escuchar.
     Un brillo infernal único —el reflejo rojizo del fuego del averno— emana sin embargo de la mentira, que en modo alguno se conforma con encubrir una verdad, sino que además está dispuesta a ponerse en su lugar y a alcanzar su título. Y lo ha conseguido, ¡no cabe duda! ¡Qué mundo! En él, las más atrevidas fantasías de Balzac palidecen, las más formidables entre las de Shakespeare pierden color y uno se siente forzado a reconocer que esta década, en lo que respecta a la intensidad de su ruindad diabólica, podría avergonzar a varios siglos…

IV
Pienso en el anciano judío de setenta y dos años al que obligaron a trepar por la empinada escalera de incendios. No había allí ningún corresponsal extranjero. Y si hubo alguno, no informó sobre ello. Y de haber informado alguno sobre ello, habría caído en el olvido.
     ¡En efecto! Frente a la indiferencia del mundo, las atrocidades del no-mundo son una minucia.
     Y la más terrible de las “pretendidas atrocidades”, de la que aún hablarán nuestros bisnietos, es el embotamiento de un mundo que se ha convertido en un no-mundo. Como si, de manera grotesca, quisiera alegar que no ha sido creado a partir de la palabra de Dios, sino de una errata de Satanás.

Manuscrito de 1938
Leo Baeck Institute (Nueva York)

— Nota introductoria y traducción de Berta Vias Mahou

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